El fuego y el combustible. Juan José Álvarez Carro

El fuego y el combustible - Juan José Álvarez Carro


Скачать книгу
datos que tengo son del monasterio de Leyre, que es donde muere.

      —Por eso te lo digo. Cuando la desamortización, los restos del santo fueron a Tiermas, un pueblo de Aragón que, se decía, era el lugar de origen. Eso fue en 1820. Parte de los restos se quedaron. Luego los volvieron a juntar en su lugar, pero ya en el siglo veinte.

      —Lo que quieres decir es que tanto vaivén puede haber ocasionado…

      —Lo que te quiero decir es que el aspecto es románico, pero la técnica del policromado parece posterior, algo muy posterior. Hay colores muy vivos para tener esa edad. En algunos puntos hay carnaciones. Algo nada románico.

      —¿Y del estofado del fondo?

      —Esa es la peor parte.

      —¿Por qué, René?

      —Tú ya lo sabes, Jabo. Aparte de robarlo, ese estofado es lo último que se le ha hecho. Lo más moderno, digamos.

      —Ya. Un pequeño desastre.

      —Sí, pero no tanto, Jabo. Eso le confiere a la figura un valor de… ¿Cómo era eso? Eso que decís en castellano… Lo que escribía Valle-Inclán…

      —¿Un esperpento? —ayudó Azpilcueta.

      —Un esperpento. Eso. Hubo alguien que quiso tunear al santo sin la menor de las vergüenzas. Le ha acabado dando a la imagen un aspecto muy estrafalario. Algo que se puso de moda por aquí en el Barroco, pero que era bastante usual cuanto más al este. En fin, tú sabes, Jabo. Un aspecto muy propio de Oriente. Frecuente en los países del Este, muy del gusto de las iglesias ortodoxas.

      —Si te encaprichas mucho, llamamos a la NASA para que nos hagan el carbono catorce de la madera —se cachondeó Azpilcueta.

      —Bueno, no hace falta, Aingeru.

      Azpilcueta estaba más que encantado. Sonreía como un niño al que su abuelo enseña por primera vez los aperos de pesca o el trenecito eléctrico con todos los complementos. O un Scalextric.

      —Todo esto, Jabo, puede tener una variación, un engaño del que podemos ser víctimas. Pero es bueno. Podría ser incluso del siglo trece. Al fin, puede que las carnaciones más el estofado hayan ayudado a conservar la madera más de lo normal.

      Traspasado el momento emotivo, más una ceremonia que un acto de peritaje técnico, llegó la parte más prosaica. Y la más peligrosa.

      —Jabo, no quiero perder a mi mujer.

      El mar que lo mantenía a flote. Razones emotivas aparte, Nuria, abogada penalista, al cabo de la calle de toda treta o intento, podía ser una pared dura contra la que tener un siniestro. Azpilcueta y Erik sabían que, a partir de ese momento, todo empezaba a tomar velocidad y, por tanto, riesgo. Ambos sabían que estaban a punto de entrar en el túnel de Mónaco, un lugar al que se accede en plena aceleración, donde se asciende en el orden secuencial de las marchas sin contemplaciones, hasta la última. Donde cualquier duda puede suponer un error que no perdona ni la vida. Y donde ni siquiera ver la salida del túnel es un consuelo, pues allí se concentra tanto peligro como antes o más, pues la luz exterior te ciega durante esos dos segundos en los que vas al límite, intuyendo que has de frenar justo en el instante en que recuperas la visión para acometer la chicane más peligrosa del mundial. Y todo en menos de cuatro segundos. Setenta y ocho veces.

      —Bien, Jabo. Habrá que empezar por saber si esto es de ellos, ¿no te parece? Te reitero que las precauciones últimamente son mucho mayores que en mi época. Dime que no sabes si esto es de ETA.

      —No sé si esto es de ETA, Erik. Lo que sí sé es que quiero acabar con ello cuanto antes. Han enloquecido.

      —Debes darme unos días para hacer unas llamadas y un par de visitas. Quizá al revés. Y si me facilitas unas visitas en Alhaurín, tal vez se abrevie la cuestión.

      —Mañana es día de visita en la cárcel. Lo tienes hecho.

      Atxuri, Bilbao

      27 de diciembre de 1980

      Bar Txindoki

      A las cuatro de la tarde, Jabo Azpilcueta suele sentarse un rato en la mesa junto a la puerta. Como es la más soleada, después de toda la mañana más el mediodía de trajín, se sienta a leer el periódico durante un rato y, si se tercia, cierra los ojos diez minutos sobre la silla, a pesar de que su mujer le insiste en que suba a echarse un rato a la cama. Pero hoy Jabo no duerme. Mientras hace el intento de leer el periódico, da un sorbo a su café. Levanta la vista y observa al sargento de la Guardia Civil que cruza la calle por el paso de peatones. Hace seis meses que viene por el Txindoki, desde que vive en el barrio y no en las viviendas que les ponen en la casa cuartel. Azpilcueta ha preguntado y ha conseguido averiguar que tiene un primo que le presta el piso de Atxuri sin cobrarle más que los gastos. ¡Qué desubicado está! Viene a sabiendas de que no es bien recibido.

      Oleiros entra en el bar y busca asiento en un taburete junto a la barra. Pide un café solo a la madre de Aingeru. Marta Yrigoyen es joven todavía. Lo atiende, a pesar de que su marido le ha dicho que no lo haga. Como un designio de su género, ella es pragmática. Sabe a qué ha venido el guardia civil. Esa tarde ha habido bronca por un malentendido en el colegio, así que cuando el niño lo oye hablar con su madre, asoma la cabeza y sale de debajo del mostrador. Se va hacia las escaleras y sube a su casa a toda prisa.

      Ambos padres están a punto de entender dónde ha estado el muchacho y por qué ha faltado a alguna clase esa mañana.

      —Jabo no ha aprendido todavía, Santiago. Necesita un tiempo.

      —Pues está aprendiendo. Y deprisa, por lo que veo.

      —Yo me refería al niño, sargento.

      —Y yo me refiero al padre, Marta. —Se mete la mano en el abrigo y saca un sobre. La mujer lee el contenido y lo vuelve a doblar.

      —¿Se ha llevado usted a mi hijo al ambulatorio hoy? ¿Sin mi consentimiento?

      —No necesito tu consentimiento, Marta, para decirle al señor juez que su padre lo maltrata.

      —Hoy no es buen día para esto, Santiago —explica la mujer—. Déjame que yo hable con él.

      —Ya no, Marta. Tú sabes que ya no. Que aclare si no quiere vivir con el niño. Con esto, el juez inicia el proceso de devolución. Y me lo quedo yo si queréis.

      Santiago se sienta a la mesa con Jabo Azpilcueta. Desde arriba, el niño, tumbado en el suelo jugando con los indios de plástico, oye a su padre discutir a grandes voces. No oye lo que Santiago dice. Su padre usa varias veces la palabra txakurra. Y grita cada vez más. No se oye lo que dice Santiago Oleiros cuando habla. No levanta la voz. Su padre le grita. Mucho.

      Estadio de La Rosaleda, Málaga

      12 de julio de 2003

      21:00 h.

      Maite tuvo razón. Ver a los colegas en el campo de fútbol habría podido ser un momento único e irrepetible. Único por muchas razones. La primera es que las entradas que tenía lo abocaban a ocupar un lugar determinado dentro de las instalaciones y que es difícil de modificar sin que uno rompa el protocolo de seguridad de los compañeros de la policía o de vigilancia. Y eso, lejos de lo deseado, hace que te veas antes o después sacando la placa que te identifica como autorizado a quebrar las barreras de la normalidad para pasarlas convertido en alguien fuera de lo normal, en otra cosa distinta. Algo que, por supuesto, no deseaban ni él ni sus amigos en la directiva del Athletic. Pero —maldita fuera Maite— fue mayor el deseo que la prevención social o la prudencia protocolaria. Quién iba a decirle que Maite tendría la imposible ocasión de arrimarlo a sus amigos en julio, en pleno descanso estival, con un partido de alineaciones secundarias. Pero ni por esas perdía las mañas y, con ellas, las esperanzas.

      El comandante Valeiras aceptó acompañarlo a La Rosaleda aquella noche de sábado para un encuentro propiciado, por cierto, más por razones políticas que deportivas. Amaya no, porque tenía un


Скачать книгу