El fuego y el combustible. Juan José Álvarez Carro

El fuego y el combustible - Juan José Álvarez Carro


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posible tomar té, Emilio?

      —Verde, rojo y negro. No te preocupes por la cama, que ya la arreglo yo.

      En la mesita de la cocina tomaron unas tostadas con aceite de oliva de Antequera y el comedido teniente Azpilcueta, mientras tomaba ese té negro, protestó ante la abrumadora acogida del anfitrión. Se propusieron no ser una carga el uno para el otro.

      —Yo saco las sábanas y arreglo la cama que he usado y te prometo no darte la mañana con el belga ni cargar conmigo otra noche…

      —Pues prefiero que me la des, Jabo. Seguramente usarás las sábanas también esta noche, con lo cual sí que serías una carga usándome dos juegos de sábanas.

      Quince minutos más tarde, a las ocho y media, Azpilcueta cargaba la maleta en el C4, a pesar de la insistencia de Amaya.

      —Más te habría valido dejar esto arriba, mi teniente. He visto que traes una maleta muy grande para estar un rato aquí, en Málaga.

      Jesús mío. Primero Maite y ahora Emilio.

      Llegaron a Rincón con tiempo de sobra. Amaya decidió aparcar frente a la playa. Se le ocurrió que podían dar un paseo hasta la hora acordada. Había una brisa deliciosa y fresca, ideal para bajar el desayuno. Rincón mostraba su aspecto más veraniego, lleno de paseantes con la única expectativa de empezar un día que prometiera llegar a su fin de la misma manera que dio comienzo. Cualquier desvío en esa expectativa iría en detrimento de la proverbial calidad turística hispana. Y le dio por pensar que a lo mejor llegaba un día en que tanta bonanza, tanta calma matinera a esa temperaturas dulces harían que un día fueran tantos los que quieran venir a vivirlas que tal vez podríamos morir de éxito. Azpilcueta reconocía que a ese devenir se consagraba nuestra milenaria propuesta vital. Igual al norte que al sur, de Algeciras a Estambul, que cantaba Serrat, el Mediterráneo vive con una luz que compran con tanto éxito quienes solamente han nacido para trabajar. Y, al fin, quizá no hemos aprendido que trabajar en España para los que quieren venir a descansar de su trabajo es consolarnos con el desconsuelo. Cuánta razón, don Miguel de Unamuno.

      Media hora de desconsuelo después, la señorita Rottenmeier les abrió la puerta. Nuria también los saludó con una sonrisa mejor que la de ayer desde el balcón que volaba justo por encima de las escaleras del taller. Dentro, Erik daba unas pinceladas a una copia del Raquel Meller, de Sorolla. A mitad de escaleras, la imagen de Erik, la melena blanca sobre los hombros, se ofrecía cándida para montar toda una postal de las que Jabo solía disfrutar en solitario. Por fin, rompiendo un silencio que parecía sólidamente instalado en el lugar, el abuelo se dio la vuelta para saludar.

      —Hola. Mira, Jabo. ¿Desde ahí me sabrías decir si esa Raquel es la buena o es una copia?

      —Me pides un imposible, abuelo. ¿De dónde la has sacado?

      Erik miró alternativamente a Amaya y a Jabo. Luego se cercioró de que Nuria no estuviera oteando desde arriba de la escalera. Debajo del bigote había una sonrisa canalla. Empezó a bajar el tono de voz y parecía un chiquillo travieso confesando haberse comido el helado que quedaba.

      —La encontré en casa de un amigo, en Madrid, que a su vez la había sacado de un local de ambiente gay en los años cuarenta. Se llamaba el Violetas Imperiales, en la calle Carretas.

      —¿Es…?

      —Adivina dónde está la buena. Resulta que una vez estuvieron a punto de quemar aquel local, Jabo. En el 48 o por ahí. Un aristócrata, se llamaba Jaime Dos Torres, la sacó y luego, mucho después, me la regaló, creyendo que era una simple copia. Al cabo de un tiempo llegué a decirle que no era una simple copia.

      Otra mirada a lo alto de las escaleras.

      —¿Y sabes qué hizo el tío? Se encogió de hombros y me dijo que quién sabe. Y que si me la había regalado, mía era. Desde entonces aquí la tengo. Cuando te cases será mi regalo de boda. Azpilcueta no sabía si quien había hablado era Erik el Belga o René, o quizá una versión con demencia senil de ambos, pero el bigote seguía sonriendo y los ojos también. Y sobre arte ninguno de los dos bromeaba nunca. Siguió, muy concentrado en lo que hacía, con lo más delicado del cuadro.

      —Tengo noticias, Jabo. Me han llamado anoche. Dos.

      —¿Dos? Caramba.

      —Dos. Eso es más que un éxito. Yo mismo estoy sorprendido.

      —Cuéntame, Erik. ¿Me puedes decir quiénes son?

      Erik se abstuvo de contestar o es que tenía el oído pesado. En cualquier caso, de oficio le iba no responder a ese tipo de asuntos.

      —El problema es que dos posibles interesados no son una buena noticia. Ya sabes, Jabo. El que se quede fuera del negocio puede tener un ataque de celos.

      —Bien. ¿Qué te han dicho de la valoración?

      —Yo les he dicho que un pieza así, pues unos ciento cincuenta mil. Quizá doscientos mil si tuviéramos papeles.

      —Las denuncias de robo suelen incluir documentos que sirven para datación y autentificación. Traigo conmigo copia de todo lo que tenemos de entonces.

      René torció un gesto de desaprobación. Los papeles, en su oficio, se podían convertir rápidamente en un problema.

      —Que no parezca muy policial, por favor.

      —No, no te preocupes. Aquí no hay nada que huela a picolicie. Son documentos del monasterio. Suelen tener más cosas que en las iglesias parroquiales, más registros y sus propias bibliotecas llenas de información.

      Tras echar un vistazo a los papeles, el abuelo esbozaba una leve sonrisa, quizá por la evocación de tiempos pasados, quizá por hallarse ante un alumno aventajado. Al terminar, dijo sentencioso:

      —Caramba. Mi teniente Azpilcueta tiene ya… enjundia. —Y decoró la palabra con sus manos, haciendo un gesto de hervor y florecimiento. En las manos de Erik el Belga, no dejaba de ser todo un halago.

      Bilbao

      Diciembre de 1980

      —¿Todos indios, Aingeru? ¿Por?

      —Porque hablan con los caballos. Eso me gusta. Me gusta que casi no lleven ropa. Son libres.

      Aingeru, llamado así por preferencia propia, pero Jabo por decisión paterna, no deja de jugar con los indios mientras habla, sentado a la mesa del bar Txindoki. Marta acerca un café a Santiago Oleiros, cliente no grato del lugar.

      —Pero escúchame una cosa, Aingeru: en las películas los indios se pelean mucho con los vaqueros.

      —Sí. Se pelean porque los quieren dominar. Lo vi en una película que se llama Un hombre llamado caballo. Mi amatxo me llevó a verla.

      Jabo Azpilcueta mira de soslayo desde la mesa donde se sienta a leer el periódico después de comer.

      —¿Y este? Veo que has escogido a uno que no es indio —razona el sargento Oleiros.

      —Sí. He escogido un caballo. Esos sí que son libres, Santiago.

      —Claro que son libres. Ya ves. Pero yo digo el vaquero.

      —Ese no es un vaquero.

      —¿Ah, no?

      —Ese es un sheriff. Mírale la estrella ahí. A ese lo he escogido porque no es libre. Tiene que hacer siempre el bien.

      Rincón de la Victoria (Málaga)

      12 de julio de 2003

      Erik le sostiene la mirada desde detrás del atril donde pinta el Raquel Meller.

      —Ahora, Jabo, cuéntame qué quieres hacer con esto.

      —Nada que tú no hayas intuido ya, Erik. Tal y como te dejé caer por teléfono, sabes que ETA está ahora también en el negocio del arte. Ellos saben que se mueven con facilidad en terrenos ilegales y, desde 2001, buscan cualquier negocio que


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