El fuego y el combustible. Juan José Álvarez Carro

El fuego y el combustible - Juan José Álvarez Carro


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a toda la generación que vio Heidi en versión japo. Les explicó que los señores no se encontraban en casa. Pero que, sin duda, les esperaba de vuelta en cualquier momento.

      —El señor Van den Berghe me anunció que vendrían ustedes. Aunque lo cierto es que no estoy segura de lo que puedan tardar. El señor es diabético y de vez en cuando se encuentra mal. Al ser insulinodependiente, a veces tiene que ir a urgencias…

      —Bueno. Esperamos fuera. Estaremos en el coche —explicó el teniente.

      Mientras se acomodaban para esperar a su objetivo del día, Azpilcueta tocó a Amaya en el brazo. No habían tenido tiempo ni de cerrar las puertas del coche, donde Amaya, esperanzado, se disponía a entablar una rueda informativa.

      —Ahí viene.

      Un lustroso BMW 2002 TII de los sesenta, color Málaga, apareció por detrás de ellos y entró al jardín pisando por los dos caminitos de piedra laja que partían la cuidada manta de césped en tres.

      Nuria detuvo el coche con suavidad sin entrar en la cochera, en atención a los dos hombres que les esperaban. Por la puerta de la derecha se bajó un hombre de largos cabellos blancos y un bigote muy normando, enseñoreando el lugar detrás de sus Ray-Ban Aviator. Con su paso lento, grave, portaba una vejez más ajada de la que Azpilcueta habría esperado. Cuando el oficial estiró la mano hacia él, se la rechazó de una palmada. El hombre mayor atrajo hacia sí al teniente y lo abrazó en silencio, con la falta de respeto de un abuelo a su nieto, durante un rato lo suficientemente largo para informar al joven sargento Amaya de que Erik el Belga y su teniente vasco no eran unos desconocidos.

      Rincón de la Victoria (Málaga)

      11 de julio de 2003 18:30 h.

      —Aún tienes el BMW. Lo has pintado —comentó el teniente Azpilcueta mientras se sentaban en el cómodo salón.

      —Sigues teniendo el ojo hábil. Pues sí. De ese burdeos que los alemanes llamaron Málaga. Me costó una pasta conseguir el tono original. Pero es muy apropiado, como ves.

      —Bueno. Lo primero es lo primero. Vienes del médico, Erik. ¿Cómo estás?

      —Estoy viejo y jodido. Tanto azúcar. Y el corazón, Jabo.

      —La vida rea que has llevado, mira tú. ¿Aún pintas?

      —Claro que pinto. Mucho —dijo entre los dientes de su sonrisa.

      —A veces más de lo que debe —terció Nuria—. Tiene que pasear más y se le olvida. Lo tengo que obligar a dejar el taller y salir.

      Así, sin más dilaciones, para no dar pie al rato vengativo de Nuria y su discurso sobre el niño grande del que ella cuidaba, Erik invitó a los dos guardias civiles a bajar con él. Era toda una huida, y más trayendo todavía las orejas calientes de su rato en las urgencias del Parque San Antonio.

      —Ven, Jabo Aingeru. Te voy a enseñar lo que he hecho desde la última vez que estuviste aquí.

      —Permíteme que te presente, Emilio, a Erik el Belga, nombre de guerra para René. Ha sido el más grande falsificador y traficante de arte de la historia de la península y de Europa, antes de la caída del muro —describió Azpilcueta sin tomar aliento, mientras el abuelo le daba una colleja.

      —Un placer, sargento. Le ruego que me disculpe. Ya sé que este hombre es su superior, pero le puedo excusar de la obediencia debida mientras estén ustedes en mi casa. Yo le llamo Aingeru. Imagino que sabe usted que significa Ángel en euskera.

      —El gusto es mío, señor Van den Berghe —dijo Amaya, encajando con elegancia el currículo del hombre sin pestañear, pronunciando con inusual esmero el apellido belga.

      Preciso. Y maneja idiomas. Nuevas entradas en el registro de Azpilcueta.

      Mientras, bajaban al sótano por la parte trasera de la casa, construida sobre un solar en declive que permitía a Amaya ver un taller iluminado por la luz natural de una gran cristalera, lleno de pinturas, acabadas o no, todas ocupando al completo el enorme lugar de trabajo del pintor. Al fondo, había un gran armario empotrado que mostraba lienzos acomodados en su interior de la manera más racional para dejar espacio a los siguientes. Abundaban las vírgenes y otros temas religiosos.

      —Siempre has sido un meapilas, Erik.

      —¿Por eso sigues sin querer que te llame por tu segundo nombre? Tú sabes que a mí me gusta. Aingeru. Suena bonito.

      El abuelo reía con franqueza, arqueando el bigote de aquella manera tan cómica que había conquistado el corazón de muchos. De tantos como cuerpos policiales había en el Viejo Continente, a quienes había tenido detrás y delante en distintas épocas de su vida.

      —Como ves, Emilio, se puede recorrer la historia del arte pictórico europeo con echar un vistazo alrededor. El arte religioso es su debilidad profesional, pues es un gran copiador. Siempre me ha gustado más lo que haces en contemporáneo, Erik.

      Durante más tiempo que aquel del que disponían, según había protestado Azpilcueta al salir del cuartel, Amaya asistió a un reencuentro de viejos amigos, con sus chistes privados, sus reproches y su anecdotario, más la puesta al día. Tuvo que asomarse Nuria desde lo alto de la escalera para que Erik retomara el hilo.

      —Bueno. Pasemos a lo que te trae por aquí, Jabo.

      —No esperaba menos de mi abuelo Erik. Y te agradezco la eficiencia. Así no traicionas mis expectativas. Vamos a ello.

      Azpilcueta abrió la misma carpeta de la que había sacado la foto de la casa de Erik. Sacó, esta vez, dos fotografías grandes, de doce pulgadas. La de color mostraba la imagen de una talla. La otra foto era en blanco y negro y se veía un retablo, según alcanzó a ver Amaya de soslayo.

      —San Virila. Madera. Una pieza hermosa, se la mire como se la mire. Fíjate, Jabo. Es la que sostiene el pajarillo, un ruiseñor, con la mano derecha.

      —San Virila —observaba Azpilcueta mirando con un guiño prolongado a Amaya.

      —¿Dónde habéis encontrado esto, Jabo?

      —Pues sobre eso vamos después. Déjame que te haga unas preguntas antes. ¿Qué sabes tú de esa figura, Erik?

      Se mordió el labio y sonrió algo incómodo, pues los dos sabían que sabían. Hubo un corto pero elocuente silencio, mientras el abuelo parecía buscar las palabras. Buen hábito de quien gusta de la comunicación clara y sin descuidos.

      —Cuando yo estaba en la cárcel de Soria, lo robaron de su templo de Leyre, en Navarra. Es una pieza de madera, no muy grande como ves, quizá unos setenta centímetros. Está policromada y bastante bien conservada.

      —Seguro que no anduviste lejos de ella, Erik.

      —Claro que la vi. Pero solo la vi, Jabo.

      —¿Dónde y cuándo la viste?

      El abuelo hizo memoria en silencio. Uno de aquellos silencios que Azpilcueta le había conocido cuando se puso delante de él por primera vez a principios de los noventa, acabando el siglo viejo.

      —Sería… a finales de 1998. Alguien que me conocía me llamó para que mediara en la compraventa. Yo hablaba con el comprador. Un italiano. Quería que le ayudara a saber si era bueno o no. Y a tasarlo.

      —¿Y es bueno, Erik?

      —Claro que es bueno. Lo único que no sabemos es su datación verdadera. Pero puede ser de finales del siglo diecisiete. Podría ser más antiguo…

      —¿Y?

      —Bueno, ya sabes. La desamortización, papeles falsos, copias admitidas como buenas hace cientos de años, copias de buenas piezas que la misma Iglesia vendía… La historia de siempre, Jabo.

      —¿Y cuánto lleva desaparecido? ¿Lo sabes?

      —En esa época yo ya estaba bastante fuera del gremio, Jabo. Además, tú sabes que empezó a llegar gente nueva y más… desaprensiva.


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