El fuego y el combustible. Juan José Álvarez Carro

El fuego y el combustible - Juan José Álvarez Carro


Скачать книгу
padre lo detiene con una bofetada que lo derriba de cabeza al suelo y le quita las octavillas de un manotazo.

      El Tintero, Málaga

      11 de julio de 2003

      22:00 h.

      Bares y tascas son, en España, escenarios de reuniones que americanos o británicos sostienen en los pasillos de sus lugares de trabajo. Y los restaurantes, para nosotros, son lo que para ellos sus salas oficiales. No debimos —no deberíamos, dictaminaba Luis Valeiras, el comandante que los había citado en El Tintero para cenar tras la visita a la casa de Rincón— perder nuestro sentido de la civilización. Las ventajas, un ahorro de tiempo no siempre cuantificable, además de la gradación y atemperación de ánimos ligada a la mesa, al buen vino y al momento de refacción de fuerzas. Las desventajas, el ruido y, sin que de momento hayamos encontrado término medio, nuestro proverbialmente escaso sentido de la discreción.

      El problema radica, para algunos, en que nunca se sabe en qué momento dejamos de estar en una reunión de trabajo para estar en una comida entre compañeros o cuándo ocurre lo contrario, que termina un excelente rato culinario para pasar a ser una mesa de conferencias. Afortunadamente, hay lugares en el mundo donde no hay fronteras. Bendita confusión.

      —Bueno, y aquí un gitano, un vasco y un gallego para dar comienzo al chiste— rompió el hielo Amaya.

      El comandante Valeiras ya conocía de los encantos personales de Amaya, luciendo un talento social que muchos atribuían a su condición étnica. Azpilcueta, que ya había comprobado la elegancia y el saber estar de Amaya, asentía, sonriendo. Pero Amaya sabía que quizá la sonrisa del vasco se debía más al éxito de la charla que habían terminado con Erik el Belga una hora antes en Rincón de la Victoria.

      —¿Qué te apetece, Jabo? —hizo las veces de anfitrión el comandante—. Sabes que aquí podemos probar muchas cosas.

      —En El Tintero ya he estado antes. Así que cualquier cosa que propongáis bien me parece.

      Esa alteración de la sintaxis, tan vasca, le salió del alma al de Bilbao. Amaya estuvo a punto de terminar el chiste, pero administraba su talento con comedimiento. Un par de platos de rosada a la plancha, mejillones y unas verduras a la parrilla sirvieron de tapa para la conversación. La metedura de pata vino con el pulpo a la parrilla.

      —Así que especialista en arte, Jabo. ¿Y en Fiscal de Bilbao?

      —Sí. Pero creo que ahí tiene más que ver mi acento de Atxuri que mis conocimientos de arte.

      —Ya. Pues fíjate que, aunque sin acento, este y yo también pasamos por allí —comentó Valeiras, ensombrecido—. Seis meses en Vergara. Yo era un pipiolo todavía, cuando lo del enterrador.

      —Yo hice el curso del GAR —añadió Amaya, con sonrisa ladeada.

      —Entonces estoy hablando con dos txakurras en lejía.

      Hacía tiempo que no usaban la palabra. Que no la oían pronunciada con aquel acento euskaldún. En ese momento, Azpilcueta supo que les había enfriado la espalda a ambos. Que les había abierto el álbum de fotos por la página menos adecuada. El comandante Valeiras levantó la mirada hacia la barra para pedir uno de los platos al camarero que pasaba, al estilo de El Tintero, y Amaya se acomodó la servilleta en el regazo, elegante como un príncipe, el muy cabrón.

      Y el vasco dio por sentado que les debía, como mínimo, una atención.

      —Pues no os pienso distraer con mis historias, par de rositas.

      Las aguas retornaron a su cauce y el vino, a su lugar de rigor. Tres copas vacías del tirón después, el sargento disparó su curiosidad sobre René, el personaje de esa tarde, a sabiendas de que Azpilcueta se lo debía.

      —René Van den Berghe, Jabo.

      —Así que has venido a ver a Erik el Belga —dio comienzo al interrogatorio el comandante—. Imagino que aquí nuestro joven sargento está al corriente del personaje.

      —Lo estoy ahora, mi comandante. Vaya tarde ilustrada he pasado hoy.

      —Pero creo que está retirado del todo, ¿no? Bueno, ya sé que me vas a decir que un tío así no se retira nunca…

      —Así es, Luis. No lo está del todo. Ha hecho varias cosas con nosotros —explicó Azpilcueta.

      —¿Sí? Cuenta.

      —Bueno, ya sabes. Tasaciones, certificar piezas con ese ojo que el talento y la vida le han dado. Incluso ha colaborado en devoluciones. Hasta algún museo se ha cabreado con nosotros. Mucho. Por decir que tienen en sus catálogos alguna joyita más falsa que la falsa monea.

      —¿Y tú en qué andas ahora con él?

      La camarera bajó la bandeja hasta la mesa. Pesaban las botellas y la bisoñez. Con una amable sonrisa, pidió disculpas y retiró lo que ya no servía. Ese lapso dio aliento para retomar el asunto que les había enfriado la espalda un rato antes.

      —Pues vengo a varias cosas. La primera es que quería mostrarle un par de fotos. Una es la imagen de un santo, de madera, muy venerado en Navarra. Desapareció del monasterio de Leyre hace unos cuantos años. A pedirle una opinión sobre su valor y su precio. Y a que la certifique, evidentemente. Ya podéis imaginar cómo se mueven las cosas en ese mundo, las verdaderas y las falsas.

      —¿Y cómo te ha ido? ¿Lo esperado?

      —Tengo que decirte que Erik nunca te decepciona.

      —¿Lo has conseguido? Quiero decir, el valor y eso…

      —Pues me ha dicho que tiene que hacer un par de llamadas y dará un veredicto dentro de unos días.

      —Y, además, veo que no te has ido de vuelta a Bilbao esta noche. Imagino que tiene ya el ojo clínico algo viejo…

      —No es eso, exactamente.

      Amaya y el comandante miraron con curiosidad a Azpilcueta. Hubo un segundo de indecisión, pero prefirió considerar aquello como un pago compensatorio para sus dos colegas malagueños.

      —El tema es que la cotización ha sufrido alteraciones últimamente. Desde el 11 de septiembre, ya sabéis.

      —¿Hasta eso ha alterado Bin Laden? Joder.

      —Lo que ha pasado es que, como sabéis, la administración Bush ha decidido incluir a ETA, a Herri Batasuna y a todo el entorno KAS dentro de la lista de los malos.

      —Pues sí que han tardado, cojones.

      —Tampoco vayas a pensar que nos ayudan mucho. Después del 11-S hubo gente nuestra por allá, en la sede de Langley en Virginia. Alucinaron con la escasa información que tenían de ETA. Nada comparada con la que tenían de Iraultza, unos iluminados que solo ponían bombas en intereses americanos. No sé si los recordaréis siquiera.

      —Bueno, la verdad es que eso no es nada nuevo. Se ha dicho que fallaron estrepitosamente…

      —Pues sí —admitía entre dientes Azpilcueta—. Tanto como los chismes de seguimiento de los misiles o de coches que usamos nosotros y que ellos nos prestan. Si no llega a ser por un subinspector de la nacional que los echó a andar sin tener ni puta idea de inglés… Y eso fue en el 99, mi comandante.

      —Una dolorosa y negligente incompetencia.

      —Pues eso, la decisión americana digo, ha hecho que se reduzcan las fuentes de recursos de la organización. Ahora es más difícil mover remesas, hay más controles. Todo se ha vuelto más arriesgado para ellos, así que andan algo escasos.

      —¿Quieres decir que se están tirando a buscar otras fuentes de financiación? —aventuró el comandante.

      —Así es, Luis. Y lo sorprendente es que ya no andan solamente a cobrar el impuesto revolucionario. Que, por cierto, ya no piden en exclusiva a empresarios o industriales. Ya van por todo tipo de empresas, los artistas incluidos, los cocineros de la tele, periodistas de éxito…


Скачать книгу