El fuego y el combustible. Juan José Álvarez Carro

El fuego y el combustible - Juan José Álvarez Carro


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un minuto, mientras otro sostenía un rollo de cinta americana. Al cerrarlo, el conductor trajeado señaló, temía y sospechaba Azpilcueta, hacia el Clio. Lo habían descubierto. Arrancaron de inmediato y, al llegar a su altura, los del Audi lo miraron y lo invitaron abiertamente a continuar la carrera. Jabo encontró en ellos dos rostros insultantemente jóvenes. Los más de quinientos caballos de aquel monstruo alemán se alejaron del coche de su perseguidor como una exhalación. Azpilcueta entendió que iba a tener que quemar gasolina. Cuando llegaron al cruce, siguieron hacia lo que el teniente vasco había visto en el mapa como Villanueva de Cauche. Por alguna razón, buscaban la carretera de montaña en lugar de la autovía. Seguían por el camino largo, así que tuvo que emplearse.

      Una vez en Villanueva de Cauche, volvieron a rechazar la autovía y pasaron por debajo, camino a la otra Villanueva, la de la Concepción. Después de pasada esta población, y durante varios kilómetros, los calores y el peso de los coches habían pulido el asfalto de forma que la subida a la sierra era muy resbaladiza, comprometiendo seriamente la permanencia sobre la carretera, sobre todo si se lleva potencia. Una vez pasada la cresta, la persecución se convertía en algo distinto. Ahora las bruscas frenadas del Audi eran más problemáticas por la bajada y se veía claramente que pasaba más apuros para detener su tonelaje. Después de un par de zonas muy reviradas, en un tramo recto y largo por la falda de la sierra, el Audi iba como un tren de mercancías. En ese momento, desaparecieron unos segundos de su vista por detrás de un cambio de rasante. Fue en ese instante cuando Azpilcueta vio una nube de polvo y fragmentos de coche esparciéndose por el aire.

      Apenas un par de segundos después, al asomar por la cresta de la rasante, Azpilcueta iba intentando frenar su coche, que obedecía con más nobleza que el Audi. Lo que encontró fue un accidente de una violencia espeluznante. El Audi había impactado de frente contra otro turismo, del cual solamente se adivinaba que era blanco. Y, catastróficamente, no en todas partes. Para adelantar a un ciclista, aquel pobre diablo se había apartado a su izquierda justo al encontrarse fatalmente con el misil que venía de frente.

      Azpilcueta se detuvo, sobrecogido, y apartó su coche de la carretera. Avisó de inmediato a los servicios de la comandancia, pero advirtió primero a Amaya de lo que había ocurrido, pues aquello trastocaba los planes de forma drástica. ETA no admitiría más dilaciones ni accidentes; ellos mismos no querían más dilaciones. El comprador tampoco las quería.

      No había sido buena idea seguir a los transportistas. El asunto se podría haber llevado a cabo sin aquella intervención, pero la amistad que tenía con el abuelo y su responsabilidad en el negocio lo habían presionado más de lo que su inteligencia le recomendaba. En apenas siete minutos aparecieron por allí dos unidades, una de Tráfico de Antequera —no debían de andar muy lejos— y otra de Seguridad Ciudadana; poco después, las ambulancias. Mientras Azpilcueta comentaba —no quiso presentarse todavía— con la sargento que comandaba el grupo sobre lo que había pasado, los equipos sanitarios se hacían cargo de los dos del Audi, de los cuales el conductor había llevado la peor parte. Aparecieron entonces otros guardias en la furgoneta de Atestados e Informes para hacer una exploración adecuada del asunto.

      Fue entonces cuando uno de los guardias jóvenes, posiblemente en prácticas —notó Azpilcueta—, comentó a la superior que el pasajero del Audi había procedido de forma extraña instantes después de que llegasen los servicios sanitarios. Se había acercado a la parte frontal de su siniestrado coche negro y había hecho algo raro. Había despegado algo y lo había colocado en el otro coche, horriblemente destrozado por aquel brutal impacto. La sargento dispuso a sus compañeros y en la furgoneta comprobaron de inmediato que aquello había sido, antes del impacto, un paquete de cocaína.

      Fue en ese instante cuando lo inusual del Renault Clio V6 azul, colocado en los mismos metros cuadrados del atestado, cobró repentino interés en parte de los miembros de Tráfico. Cocaína y un Audi A8 negro. En fila, un carísimo deportivo francés.

      —Venga por aquí, caballero, si es tan amable.

      Subió al vehículo de Atestados y lo sentaron en la silla de clientes. No hubo más remedio que pedir la presencia de la sargento del grupo. Una vez que se hubo sentado ella, cerraron la puerta principal de la unidad móvil y Azpilcueta mostró su identificación. Hecha la presentación, rogó que se comunicara con la comandancia. Necesitaba marcharse de allí a la mayor brevedad, pero antes tendría que sacar algo del maletero del Audi siniestrado y, a ser posible, con toda la discreción que el asunto requería.

      La sargento sacudía la cabeza. Por solidaridad con ella, Azpilcueta prometió una explicación. De las que a él rara vez le habían dado. Pero la suboficial había recibido instrucciones desde Málaga de que facilitara al teniente Xabier Aingeru Azpilcueta Yrigoyen cuanto apoyo le solicitara.

      Carretera del Torcal, Antequera (Málaga)

      Viernes, 18 de julio de 2003 11:50 h.

      La voz de Amaya sonaba providencial. El teléfono había empezado a vibrar en el preciso instante en que se bajaba de la unidad de Atestados. Amaya le comunicó el lugar del encuentro. Cuando Azpilcueta la puso al corriente, la sargento ordenó que un guardia se subiera al asiento de la derecha para dirigir al teniente hasta el lugar elegido para el encuentro. Seis minutos después, una vez en la última rotonda antes de llegar a destino, se bajó. A esas alturas, el joven ya había tenido ocasión de comprender lo útil de los cinturones de arnés.

      El paquete, envuelto en cartonaje, menos de un metro, una cuarta de ancho y otra de alto, viajaba en el asiento de la derecha, pues el Renault Clio V6 tiene motor central y no hay plazas atrás. Azpilcueta no conseguía evitar instantes de disfrute cuando oía al propulsor emitir un sonido como el gruñido de un perro al pasar de las cuatro mil vueltas, a las que llegaba por fuerza si quería cumplir horario. Por fin, con veinte minutos de retraso, apareció por el acceso a una pequeña cantera antigua, subiendo por la carretera del Romeral, a la derecha.

      Apartándose para subir por el corto carril en rampa, no pudo hacerse una idea exacta de la escena hasta llegar al llano de la cantera, donde se detuvo y apagó el motor. Ocultos los demás invitados dentro de la reducida cantera, vio que no era mal lugar, pues estaba muy cerca de la ciudad. Se volvió un segundo a mirar y la vio abajo, a lo lejos, escapando de la llanura de una vega enorme, recostada en una colina, pidiendo cobijo a las faldas de un castillo. Se tuvo que escapar de su postal para volver a la realidad. No tenía ni tiempo ni compañía para dejarse llevar. Hubo que improvisar, pues los planes habían cambiado de forma drástica.

      Tenía ante sí tres vehículos encarados a la rampa de entrada, taponada ahora por el V6 que traía él. Al ver aparecer a Azpilcueta, de uno de los coches —un Jaguar oscuro— bajó un hombre moreno de elegante porte, que le preguntó quién era. Que dónde estaban los tíos del Audi negro. También le pidió inmediatamente que sacara de allí su coche. Azpilcueta entendió que si quería mantener aquel negocio en pie debía obedecer sin demora ni dar lugar a más preguntas de las necesarias. Se subió al coche y lo dejó caer hacia atrás hasta la carretera. Lo aparcó en el estrecho arcén. Cuando volvió a ponerse ante ellos en la cantera, tuvo que explicarse.

      —Hemos tenido un accidente al venir. Pero yo traigo el encargo. No hay nada de que preocuparse.

      Del todoterreno Volvo, enorme modelo creado solamente para el mercado americano, apareció un hombre bajo, enjuto y pelirrojo. En silencio, observó al recién llegado. Rápidamente debió de concluir que algo en todo aquello no pintaba bien. Dio algunas instrucciones a su conductor, que encendió el coche y empezó a arrimarse lentamente a la rampa de salida. El hombre elegante del Jaguar, que parecía hacer las veces de mediador, empezó a calmar al pelirrojo, quien no entendía palabra de lo que se le decía. Azpilcueta se dirigió a él en inglés y en francés, pidiendo un minuto para sacar el paquete de su coche, a lo que el hombre pareció reaccionar, porque hizo una señal al del todoterreno y este detuvo el coche.

      El vasco sacó el paquete y abrió el cartonaje con sumo cuidado de no romperlo, pues se volvería a usar. Abrió la caja y la volvió hacia el pelirrojo, que intercambió unas palabras con su conductor. Ruso, opinó Azpilcueta. Mientras, de soslayo, miraba al tercer coche, de quien nadie se había mostrado todavía. Había


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