El fuego y el combustible. Juan José Álvarez Carro

El fuego y el combustible - Juan José Álvarez Carro


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serbios, los croatas. Esos no tenían, ni tienen, respeto por el arte ni por nada. Esos solamente saben de dinero y de pegar tiros.

      Azpilcueta miró zumbón al abuelo cuando hablaba de tiros y de dinero, consciente de las líneas en el currículo del belga, que hablaban de sus días como mercenario en África, en el descongole general de los setenta. Nuria no tardó en escuchar la tos de su marido y decidió bajar las escaleras con una infusión. Traía bebidas para la visita también.

      —¿Y llegaste a tasarlo entonces?

      —Sí. Creo que sí.

      Azpilcueta posó la segunda foto sobre la mesa. El retablo que aparecía en la foto en blanco y negro le resultaba más familiar.

      —Una figura como esta se lleva y se mueve más fácilmente. Eso ayuda a que el precio mejore sustancialmente. Lo del retablo es más difícil.

      No escapó a Amaya una corta y rápida mirada del belga a Azpilcueta cuando se refirió al retablo. El abuelo bebió un sorbo largo de su taza bajo la escrutadora mirada de Nuria. Hablaba la abogada penalista, más que la mujer de un tasador.

      —Teniente, si nos cuenta por qué ha venido, quizá terminemos antes.

      El sargento Amaya alcanzó en ese momento a entender lo profundo del mar en el que nadaban su superior y el belga de cabellos blancos. Unas aguas exigentes para los hechos a la navegación. Corrientes por abajo y vientos en la superficie. Mala cosa, de todas formas, para quienes se quisieran aventurar sin haber pasado el examen. Malas aguas aunque se fuera filibustero o pirata. Azpilcueta mascó un par de palabras antes de abrir la boca y dejarlas salir.

      —Nosotros tenemos el San Virila.

      Erik se ahogó con su último sorbo y volvió a toser, mojando la camisa con un pequeño derrame. Sosteniendo la taza ante su boca abierta, miraba con atención al teniente.

      —¿Que tenéis el San Virila? —reía ya abiertamente—. Así que tenéis un rehén. ¿Entonces vosotros sois el GAL?

      Aunque predispuesto al deporte, Azpilcueta no aceptó bien el chiste de Erik. Por respeto a su abuelo, no dijo nada.

      —Lo encontramos hace unos días. Fue por pura casualidad, Erik.

      —Venga, Jabo. No le cuentes historias al abuelo. La casualidad y la búsqueda son hermanas y viven en la misma casa…

      —Gente nuestra lo encontró en un accidente de tráfico, Erik. Sin bromas.

      El belga no daba por terminada la sesión de risotadas. Al cabo, y después de un pequeño aparte personal de los dos guardias civiles, el viejo se desató, más que nada para ilustrar al sargento.

      Empezó por contarles la trascendencia del San Virila entre los presos de ETA de la cárcel de Soria.

      —Cuando yo estaba con ellos, solían mantener verdaderos debates ideológicos sobre la figura, porque siendo propiedad del monasterio de Leyre, en Navarra, no se lo podía considerar un bien intocable. Otros rebatían que, si se habían de mostrar rigurosos, Nafarroa y cualquier bien económico, cultural o humano que algún día podría formar parte de Euskadi unida, grande y libre se debía respetar. Había quienes, sin embargo, no daban un duro por ninguna cosa que tuviera que ver con la Iglesia y otros mostraban una ortodoxia total.

      Amaya ya no ocultaba una cierta fascinación por el personaje que tenía delante. El abuelo rara vez se hacía consciente de que sus narraciones causaban ese efecto cinematográfico.

      —Las chicas, Jabo, por lo visto, eran las más duras al respecto. Dentro de la cárcel hice mucha amistad con gente de ETA. Allí llegaron a ser como ciento cincuenta los presos de la organización en aquellos años. En Barcelona, después, también conocí a gente dura. Eran como los talibanes.

      Nuria suspiró, impaciente, y decidió recoger las tazas. Subía las escaleras con la bandeja, mientras Erik la miraba con amor y ella callaba, torciendo el gesto y meneando la cabeza. Una vez ella desapareció de su vista, se mostró más relajado, cruzó las piernas y colocó las manos en el regazo. Estaba dispuesto a escuchar, decía su actitud. Azpilcueta no se planteó otra manera más que la única que sabía. La petición del día era simple, clara y concisa.

      —Erik, queremos que nos digas cómo volver a poner esto en el mercado.

      Petite Bayonne (Francia)

      5 de junio de 1977

      —Jabo, espera un segundo dentro del coche y por nada del mundo te bajes. ¿De acuerdo?

      —Si me llamas Aingeru, ama. No quiero que me llames otra cosa.

      —Pero tú sabes que aita quiere que te llames como él.

      —Pues no me llamo Jabo. Yo soy Aingeru.

      —Bueno, pues espera un momento en el coche. Anda, hazlo por mí. Ya eres mayor. Has cumplido seis ya, Jabo.

      Hace un rato muy largo que se han bajado del coche. Seguro que sus padres se han olvidado ya de él. Ya se lo decía sor Fuencisla en el hospicio de Vitoria. Que si no hablaba mucho con sus padres nuevos lo iban a devolver; que tenía que ayudarlos y hacer siempre lo que le decían. Todo lo que le decían y cuando se lo decían.

      Aingeru se cansa de esperar. Lleva toda la vida esperando. Esperando a que su madre vuelva, como le dijo. Y nunca volvió. Dentro del coche hace calor. Hace mucho calor y al final de la calle se ve un puente muy bonito. Seguro que allí se está fresquito. Y toda esa gente que va y viene por el puente parece pasarlo muy bien mirando al río. A él también le apetece ver el río. Le encantaba ver el río allá en Vitoria, cuando sor Fuencisla lo llevaba al médico y se paraban en el parque.

      O los escaparates de por allí. En aquella calle hay muchas tiendas con unas cosas muy bonitas que mirar detrás de los cristales.

      Se fijó en que sus padres habían entrado al bar Le Patio, en el centro de la calle, pero le han dicho que es mejor no entrar allá, porque van a ver a gente de Bilbao que no puede volver a su casa. No entiende por qué no pueden volver a sus casas.

      Vuelve a mirar hacia adelante y ve un hombre ahí, sentado en un banco, que mira al coche y a él desde hace un buen rato. Eso lo pone nervioso. Unos minutos después son ya dos los hombres que hablan y señalan hacia el coche mientras hablan entre ellos… Hace calor y se está mal dentro, así que Aingeru quiere que su madre vuelva ya. Además, hay tantas cosas bonitas que mirar en aquella calle. Pero su madre le ha prometido un helado después de ese rato, si se porta bien.

      Mientras dilucida si la recompensa vale la pena, se sienta, suspirando de calor y cansancio. Vuelve a ponerse de pie y cuando pisa la alfombra ve que asoma un montón de volantes y octavillas como las que su padre reparte en el bar. Tal vez si sale del coche y empieza a repartir octavillas, como ha visto a sus padres nuevos cientos de veces desde que vive en Atxuri con ellos, a su padre le guste. Por fin ve que los dos hombres que no han dejado de mirarlo se acercan y toman de sus manos uno de los papeles. Mientras sigue con el reparto, hace lo que su madre le ha enseñado: se acerca al final de la calle para leer la placa con el nombre. Es la rue Pannecau. Recuerda que le encanta leer, pero no entiende todavía lo que ponen los papeles que reparte por toda la calle. En grandes letras: «Amnistia. Herriak ez du barkatuko».

      Ha repartido un buen montón de octavillas. Eso sí, de una en una, como le decían en el bar los amigos de su padre, batetik bestera. Casi las ha repartido todas.

      Por fin ve a sus padres a lo lejos venir hacia el coche. Pero es su padre el que se adelanta. Mientras se acerca a grandes zancadas, el niño quiere ayudar a su padre, pues nunca ha tenido mucho interés por él en lo que lleva en esa casa nueva. Solo su madre parece quererlo. Así que se esfuerza en que todo el mundo coja un papel de aquellos. A su padre eso le gustará.

      Su padre le grita desde la distancia. Jabo, deja eso. Métete en el coche. No hagas eso. ¡Jabo!

      —Que dejes eso ya. Y vete al coche.

      Mientras corre, su padre sigue gritando a voz en cuello que deje de hacer aquello.

      —¡Yo


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