El fuego y el combustible. Juan José Álvarez Carro

El fuego y el combustible - Juan José Álvarez Carro


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batida con la mirada alrededor de la mesa, de manera casi simultánea los tres. Terminado el proceso automático del modo picoleto, Azpilcueta prosiguió:

      —Hasta se han tirado al tráfico de drogas. La cocaína sigue siendo muy rentable. Y como ya están en la clandestinidad del gremio, no tienen problemas de intendencia. Y al tráfico de armas también.

      —Y, por lo que nos insinúas, ¿al de piezas de arte también?

      Aseveró con un par de movimientos de cabeza, mirando alternativamente a sus dos compañeros de mesa y cuerpo.

      —Por lo que le has dicho, entiendo que la estatuilla está en poder de la Guardia Civil. ¿Entonces es cierto lo del accidente de tráfico?

      —Sí y no. Cierto es que lo tenemos. Pero hay que confirmar alguna cosa todavía sobre lo del coche. Hace dos semanas, una tarde, nos llaman de Endarlatsa, que es un pueblecito de Navarra casi en la raya de Francia, para decirnos que habían encontrado la figura en un coche medio volcado en una ladera, después de salirse de una pista forestal. Matrículas dobladas y eso. Ya sabéis. Un Opel Corsa. Lo habían traído de Francia, robado. Las matrículas pertenecían a un chaval de Lesaka. Nada que ver, de momento, con el chaval, pero todo anda en averiguaciones todavía. Cuando abrieron el maletero encontraron una caja de madera, muy recia, pero barnizada y perfectamente limpia, envuelta en cartonaje para evitar rayaduras y raspones. Imaginad por un momento el canguelo… Entre que llamaron, llegaron los Tedax y vieron que no había explosivos y me llamaron a mí, casi ocho horas. El que fuera tuvo tiempo de fugarse a Rusia.

      —No hay mucha gente de Patrimonio tan experta, supongo —comentó Valeiras.

      —Pues no. Fuera quien fuera, esto de ahora es de película de Berlanga. Resulta que es un abuelo el que encontró el coche, mientras iba de caza con la escopeta. Nos dijo que el coche estaba solo, con el motor encendido. Así que imaginamos que el que conducía o se fue o se lo llevaron. El abuelo pasó por allí y se le ocurrió no moverse del sitio. Dijo que por si había un incendio. Al final, llamó y esperó hasta que llegaron los de la Policía Local… Eso es lo que hay, o es que el abuelo sabe más y nos miente. No sé. Tampoco podemos descartar nada, ni que el del coche supiera lo que iba transportando. Últimamente, los colaboradores de la cosa andan escasos de oficio.

      —Es llamativo que el abuelo no quisiera moverse del sitio —observó Amaya—. Le podían haber dado dos tiros…

      —Por ahí me da que pensar que el abuelo conocía al del coche y no quiso que siguiera. Imagínate un nieto descarriado y el abuelo tomando el toro por los cuernos. Yo qué sé. El asunto es que para no explicar demasiado a Erik me inventé lo del accidente.

      —Pero bueno, como sabemos que Erik tiene amigos hasta en el infierno, nos va a iluminar con su arte.

      —Tú lo has dicho, mi comandante. Erik tiene amigos etarras. De cuando la prisión de Soria y luego en Barcelona. No sería nada extraño que quisieran ponerse en contacto con él si las cosas están así ahora para la banda.

      —Y tú has venido a averiguar eso también —completó Amaya—. Usando la segunda foto.

      Azpilcueta no pudo evitar una mirada de admiración hacia el gitano.

      —Pero si pareces un picoleto y todo, mi queridísimo Amaya. Supongo que te diste cuenta de que no dijo ni mu de la segunda foto. Ese es mi as en la manga. Los de ETA saben ya, o deben de saber, que la figura está quemada. Que la tenemos nosotros. Pero si es Erik el que la inserta otra vez en el torrente del tráfico, quizá quieran ponerse en contacto con él.

      —¿Y qué pasa si no quiere meterse en líos con ellos?

      —Para eso traigo la segunda foto. Por si el abuelo tuviera algún prejuicio. El retablo es una causa aún pendiente de Erik con la justicia española. No prescribe precisamente ahora por delitos relacionados con el terrorismo. La voz de la conciencia, que a veces viene de visita desde el pasado —remachó Azpilcueta con serenidad profesional, aunque con un tono amargo.

      Mientras les duró la botella de vino —magia gallega con punto dulce y aguja—, terminaron de ver el álbum de fotos con las mejores instantáneas de cada uno, obviando alguna página de común y tácito acuerdo. El comandante y Amaya disputaron por pagar la cuenta. Azpilcueta terció diciendo que si todo iba bien ninguno iba a pagar. Iba a ser una amable invitación, como confirmó puntualmente el gerente de don René Alphonse Van den Berghe.

      Atxuri, Bilbao

      26 de diciembre de 1980

      —Venga, pasa.

      —¿Usted vive aquí, Santiago?

      —Sí. ¿Te gusta mi casa? Mira. Ese es Farruco, mi gato.

      —Yo ya estuve aquí. Aquí vivía un chico que estaba en mi clase antes.

      —Pues sí. Ese era mi sobrino, seguro.

      —¿Y adónde han ido, Santiago?

      —Se volvieron a Galicia. Su madre es mi hermana. ¿Tú la conocías?

      —¿Santiago? ¿Ya estás de vuelta? —pregunta una mujer joven que viene del lavadero.

      —Y esa es Dora, mi mujer, Jabo.

      —Que soy Aingeru.

      —Eso, perdona. Aingeru. Mira, Dora. Te presento a Aingeru. Es hijo de Jabo Azpilcueta, del bar Txindoki.

      Dora interroga con una mueca a su marido. Qué hace con un niño tan chico en casa un domingo a esa hora. Qué van a decir sus padres.

      —Es que le he preguntado si había merendado mientras jugaba ahí en la calle y me ha dicho que no. Así que lo he invitado.

      Dora sigue sin entender y lo censura con su mirada ruin mientras enchufa la tostadora. El sargento Oleiros se señala la mejilla izquierda para que Dora mire al chico. Trae una mano marcada en ese lado. La piel roja late con rabia.

      —Aingeru me ha dicho que sus padres están ocupados en el bar y no ha merendado todavía. Le he dicho que haces unas tostadas con mantequilla y colacao muy ricas. Pero bueno, merendamos y bajamos otra vez. ¿A que sí?

      El niño decide coger las tostadas tibias, las huele y se llena de mantequilla la nariz. Dora lo limpia y le abre la puerta. El chico baja las escaleras saludando. Vuelve al segundo tiempo de su partido.

      —Ya lo he visto un par de veces, Dora. Jabo no sabe ser padre. He visto al chico esconderse debajo del mostrador del Txindoki. Y se lo he dicho.

      —No te puedes meter en eso, Santi.

      —No quiero meterme, Dora. Pero tampoco puedo dejar que haga lo que hace. Sobre todo cuando Marta no está.

      —Es cosa de ellos. Ellos han decidido adoptar al niño y no es cosa tuya meterte en cómo lo hacen con él…

      —Dora…

      —…porque ha sido decisión suya.

      —Dora…

      —¿A ti te gustaría que viniera uno de fuera a decirte cómo criar a tu hijo?

      —¡Dora! ¡Le pega! Este verano, cuando Marta se fue a Francia a su casa, una tarde tuve que quitarle al niño de las manos.

      —Algo habría hecho, Santi. Y él es su padre.

      —Un padre no pega de esa forma a un hijo de nueve años, Dora.

      —Tiene que criarlo lo mejor que sabe.

      —Bofetadas y cinturón, Dora. No creo que haya nada que un crío de nueve años pueda hacer para aguantar eso.

      —El niño viene de un centro de acogida. Seguro que aguanta eso y más, Santi. No es cosa tuya…

      —No se trata de que lo aguante él. Soy yo quien no lo aguanta, Dora.

      Atxuri, Bilbao

      27 de diciembre de 1980 Ambulatorio de Santutxu


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