El fuego y el combustible. Juan José Álvarez Carro

El fuego y el combustible - Juan José Álvarez Carro


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has dicho, René.

      Erik chasqueó la lengua en señal de desaprobación. Bullían tal vez en su cabeza los viejos trucos, las mañas del oficio, las trampas y los desmanes en los que él mismo fue protagonista, tal vez mediador y muchas veces, las más, muñidor oficial.

      —Pues ya te imaginas que lo primero es entender que esto no es fácil. Hay mucha gente nueva en el negocio y, con eso, ha aumentado la desconfianza, la necesidad de seguridad. Ya no es tan fácil moverse por dentro de las cortinas. Todo el mundo pide garantías y seguridades. Y no es divertido, Jabo. Juegan a la ruleta, pero quieren ganar siempre. Eso y el encanto del riesgo no casan.

      Azpilcueta entendió que el belga estaba en modo operativo al cien por cien. Se le veía hablar rápido y con esa serenidad pasmosa que los años dan a los veteranos. Tan solo quedaba por ver si Nuria estaría en el mismo modo, allí arriba, con el oído sintonizado en la frecuencia del taller.

      —¿Y qué os dice que ETA quiera volver a meterse con una figura quemada, que posiblemente ellos mismos perdieron ese día en el accidente que dices?

      —Recuerda que no es algo de lo que estemos seguros. Esperamos que tu creatividad nos ayude un poco.

      —A ver, Jabo. ¿De verdad le estás pidiendo a este abuelo que engañe a los de ETA? Yo ya no estoy en esas, teniente.

      —No te pido que engañes tú a los de ETA. No les estás engañando porque el San Virila es bueno. Lo que queremos es meter la talla en el mercado sin perderla de vista y seguir el dinero para ver hasta dónde nos lleva.

      El abuelo bufó dos veces. Esto va ya más allá de lo que su amor al arte le ha de fiar. Después de años en la parte limpia del mundo, incluso meapilas, el viejo René Van den Berghe, corazón frágil y muy diabético, se mostraba renuente. Azpilcueta no quería abrir la carpeta que guardaba bajo el brazo. Erik miraba hacia ella continuamente mientras hablaba.

      —Ya sé, Jabo. No abras la carpeta. Ya he visto la foto antes.

      El rostro de René tomó un aire más suplicante y vetusto. Mientras buscaba las palabras, juntó las manos y se aproximó a su alumno aventajado para hablarle en un susurro casi asmático por lo gutural de sus erres:

      —Mira, Jabo. No quiero que Nuria me abandone. Es lo último que me puedo permitir ahora, y creo que lo sabes.

      —No se me había ocurrido usar malas artes contigo, Erik. Este es un recado de mi comandante, por si no te veías con fuerzas.

      —Tú y yo sabemos que ese retablo no fue un trabajo mío.

      —Lo sé, porque me lo has explicado hace tiempo, pero la justicia dice que estabas allí y no como un testigo.

      —Vale. Deja eso de lado y dime una cosa. Si hay que meterse y contactar con esa gente, ¿quién lo va a hacer?

      Azpilcueta no quiso ir más allá de lo estrictamente necesario. De oficio le iba no contestar sobre ciertos asuntos.

      —Imagina que yo mismo —dijo secamente.

      Amaya abrió los ojos como platos. El amor al arte del picoleto vasco iba por delante, pero de ahí a entrar en la liga de campeones había un trecho. Erik sostuvo la mirada confiada de Azpilcueta durante unos larguísimos segundos que corroboraron lo dicho sobre la mesa. Al final, volvió a suspirar profundamente y, mientras se miraba las manos, dijo en voz baja:

      —Pues lo primero es ver si el santo es bueno. Voy a tener que verlo, Jabo.

      —Eso está hecho.

      Rincón de la Victoria (Málaga)

      12 de julio de 2003

      10:00 h.

      Azpilcueta pidió las llaves del coche a Amaya. Apenas un par de minutos más tarde, Amaya y él bajaban juntos la maleta por las escaleras, más por el tamaño que por el peso. La abrieron donde indicaba Erik, encima de una alfombra grande con aspecto de ser una pieza muy cara. Azpilcueta apartó sus ropas, muy pocas, y bajo ellas apareció una caja de madera barnizada.

      Posó la caja sobre la mesa. Tenía una cerradura muy rudimentaria, y el aspecto de la madera daba la impresión de que la caja en sí misma era también, quizá, una antigüedad. A partir de ese instante, Azpilcueta dejó a René trabajar, con la sabiduría y el oficio que le recordaba de sus viejos tiempos de la universidad. Azpilcueta lo observaba con delectación y comprobó que su rostro no era ya el mismo de un día antes. Ni siquiera de minutos antes. Se dedicó a observarlo. Aun arrugado, la vida había vuelto a su rostro. Sus manos ya no eran las mismas del pasado, pero en cuanto se halló en presencia de aquella caja no había nada ya del viejo diabético de corazón cansado. No en vano, quien estaba allí poniéndose los guantes de raso y algodón era el mejor y más enamorado ladrón de arte del mundo.

      El rato de silencio era ya lo suficientemente largo como para que Nuria se asomara desde lo alto de la escalera. Erik extendió un gran paño de terciopelo grueso sobre la mesa. Atrajo hacia sí la gran lupa iluminada que se hallaba fija a la mesa con una morsa. Miró a Azpilcueta para pedir su anuencia. Con una delicadeza extrema, sacó al santo de su lecho de descanso y lo puso de pie sobre el paño, pues era esa la posición para la que había sido concebido.

      Antes de dedicarse al San Virila, se enfrascó en la caja. Como un cirujano, parecía querer cerciorarse de que el equipo era el correcto, que el quirófano se hallaba dispuesto y que todo, equipo y personal, estaba bajo control. Amaya y Azpilcueta comprendieron que Erik buscaba manchas de humedad o formas anatómicas que pudieran revelar el origen de la caja.

      —Todo está inmaculadamente limpio, Jabo. Envejecimiento artesanal, madera muy nueva. Un buen trabajo. ¿La abristeis al encontrarlo?

      —Por supuesto. Vimos lo mismo que tú. Exceso de limpieza. Y creemos que no corresponde al conjunto. El raso y el terciopelo del interior son muy nuevos respecto a la talla.

      —Ya. Así es. Veamos ahora lo que me has traído.

      La verdadera ceremonia empezaba ahora, pues se volvió a su aparato de música para hacerlo sonar con un viejo disco de vinilo de Andrés Segovia. A lo lejos, Jabo vio el sello amarillo de la Deutsche Grammophon.

      Erik se disponía a emplear el tiempo que necesitara en la delicada inspección, no había duda alguna respecto a eso. En medio de un silencio abrumador, salvo por la guitarra de fondo, dio varias vueltas a la figura con la lentitud de un paseo espacial. Ora la observaba desde lejos sin tocarla, ora cerraba un ojo para mejorar la perspectiva. Buscó el fondo e hizo un intento de calado por la base. En ese punto, Erik olía la madera. En la base y en varias partes de la anatomía. Se sacaba un guante y otro para golpear el policromado con la uña y percibir —a saber cuáles— vibraciones en la madera. Volvía a oler para cerciorarse de lo percibido. Confirmar lo visto con el otro ojo, esta vez cerrado el primero.

      En cierto momento se alejó, sin dejar de mirar la talla, hacia un mueble escritorio del que sacó un carpeta de cartón muy ajada, con gomillas. No dejó que los elásticos restallaran al abrir la carpeta porque el santo le estaba hablando y no quería perder comba. Tras consultar algo entre las hojas, se acercó otra vez. Tocaba y sopesaba la figura para decidir la materia prima, roble o castaño. Quizá habría que arañar un poco para aclararlo. En un momento final, dio un paso hacia atrás para alejarse de la imagen. Se le entrecerraron los ojos con una media sonrisa.

      Por fin, usando los guantes como paños de limpieza, repasó toda la figura con gran cuidado de no olvidar rincón alguno y volvió a depositar al santo en su caja con la delicadeza de un orfebre. Con los guantes aún puestos, juntó las manos y miró alternativamente a los guardias civiles. Jabo, aprendiz aún, había escuchado la conversación del santo con atención. Amaya, intranquilo como un adolescente en un entierro, no sabía qué hacer. Al cabo de un misterioso minuto de silencio, Jabo preguntó con las manos.

      —Tiene un par de cosas extrañas que ahora te comento —diagnosticó el abuelo—, pero es buena. Tiene su valor, pero no es una pieza con características puras. Es románica. Tardía pero románica. San Virila, un abad que vivió en el siglo


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