El fuego y el combustible. Juan José Álvarez Carro

El fuego y el combustible - Juan José Álvarez Carro


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sin ningún reparo, hacia el tercer coche, un modesto Renault 19 gris, comparado con el parque presente en la cantera. Al fin, cuando la tardanza parecía ya imprudente e inexplicablemente larga, se abrió la puerta del conductor. Del coche bajó una mujer que se cubría la cabeza con la capucha de una sudadera. La talla no le correspondía a la que era sin duda la cobradora de aquel negocio, pues la prenda le quedaba ridículamente enorme. Vestía una falda vaquera corta y unas zapatillas de lona. Llevaba puestas unas gafas de sol igualmente grandes. Cuando vieron a la mujer fuera del coche, el pelirrojo hizo una seña y el conductor del todoterreno asomó una bolsa de papel por la puerta derecha. La sostuvo hasta que la mujer se acercó a cogerla. Ella la abrió, comprobó la suma billete a billete y, al terminar, sacó un cantidad que entregó al moreno que había mediado, según indicaciones que el abuelo había hecho.

      La mujer volvió a meterse en el coche y quiso ser la primera en marcharse. Al pasar ante el grupo, aún con la capucha y detrás de las gafas oscuras, se detuvo un instante. Bajó el cristal, como para decir algo a los allí presentes, pero pareció pensárselo mejor. Cerró la ventanilla y, con ella, el pico. Se largó de allí con calma, cuesta abajo. Al pisar el asfalto, giró a la izquierda en dirección a Antequera.

      El cobro hecho y el dinero contado, todo ello sin mayores novedades, salvo un muerto más en la cuenta de aquel día y los que vendrían, tal vez, tras la intercesión de San Virila.

2

      Málaga

      Siete días antes

      11 de julio de 2003

      Tener —o no— la suerte de que tu destino sea el que uno desea pende de ese hilo que los humanos hemos venido colgando en los dioses desde tiempos inmemoriales. Dioses más o menos crueles, más o menos benevolentes, instalados casi siempre en cielos lejanos y de muy difícil acceso. O tal vez no tanto. Pero hay quienes, como los que han decidido tener una vida picoleta, admiten por decisión propia un hilo más corto que el de los demás. El por qué es así es lo que nos queda por averiguar, pues así ha sido desde Ulises, pasando por Alatriste hasta Rubén Bevilacqua. Y en esa averiguación, en la de por qué algunos quieren y aceptan esa abnegación casi religiosa, hemos dado en llegar hasta este punto de la historia universal que nos ha tocado ocupar.

      Jabo Azpilcueta se sentó en el vagón preferente del Talgo, todavía incrédulo ante lo que había sido claramente una equivocación. Miraba a un lado y a otro como quien busca una explicación. Bendita equivocación —pensaba— aquella que te permite enfocar la vida desde otro ángulo, el de la primera clase, aunque sea por un corto viaje de un par de horas largas con destino al sur. Por la ventana, la elegancia de la estación de Atocha le permitió prolongar un rato su buena suerte, la de sentarse en el lugar caro, de mayor espacio por asiento, menos plazas en vagón, acceso a sala club en estaciones y prensa diaria. Tres cuartos de hora más tarde, cuando el error parecía durar ya más de lo esperable, después de la parada en la estación de Puertollano, decidió dejar de preocuparse. Y mientras la pantallita marcara que el tren se movía a 260 kilómetros por hora, a esa velocidad se iba alejando del momento embarazoso de tener que cambiar de vagón en compañía de un emisario o emisaria de los dioses para regresar al purgatorio de clase turista.

      Cuando las llanuras se le empezaron a llenar de olivos, naranjos y jazmines, Jabo pensaba en cuál era la postal con la que debía quedarse, y ya entendía que la hermosa visión que aquella pantalla lateral le dejaba ver valía más que el lujo dentro del vagón.

      Lo que veía por la ventana no habría desmerecido ser una de aquellas postales que le mostraba su madre. Sentado a la falda, sus ojos de niño veían playas llenas de gente, colores de sombrilla y bañador. O las que años después enseñaban las revistas del corazón que él veía en el hogar donde lo habían abandonado, algo casposas ya, de baronesas alemanas con una morenez trasnochada. O aquellas otras, muy distintas, que ya vio de mayor y que sin duda él prefería: fotos en blanco y negro con Sinatra, Hemingway y Ava Gardner en un autobús de Torres, dejándose ver de paseo en la plaza de toros de Ronda. No podía evitar cierto recelo en el que, a decir verdad, verlos tan libres, tan afortunados, tan ricos le llevaba a maldecir lo llano y proletario de su quehacer diario en la picolicie. Pero no se resistía a volver a mirarlas. Porque, quizá, le producían el mismo efecto que aquel tren moderno y caro en el que ahora se sentaba, camino de ese mismo sur en el que su madre se había perdido.

      Así y todo, cada vez que llegaba a Andalucía gustaba de mantener esa visión de ellos, la de los libres y los ricos, para hacer turismo interior, ese de postal costumbrista. Y cada vez que venía, todas y cada una de las veces que venía, buscaba la postal con una cerveza fresca tras una cortina de tiras y un cartel de chapa de Tío Pepe en la pared. Fuera, las moscas y el calor. Y, sentado en un rincón para mirar y entender lo más posible del local, se dedicaba a recorrer el paisaje, buscando pistas que lo pudieran conducir a ella, con ese punto de vista siempre de guardia para contemplar hilos cortos de verdad en los demás con el fin de olvidar en lo posible lo corto del suyo propio.

      No conseguía entender por qué, pero desde niño había tenido la habilidad de, como quien se tira a una piscina, entrar en las fotos. Tenía la extraña capacidad de quedarse colgado en las postales que él mismo acababa buscando, como si en ellas le fuera el oxígeno. Y así, parecía que siempre hallaba en ellas alguna clase de felicidad. Nada efervescente; se trataba más bien de algo apacible, como una siesta veraniega. Y extraía de ellas un correr imparable de cuentos, de personajes cuyos asuntos cotidianos eran parte de esa felicidad. A veces se recriminaba que tal vez no era más que un liso y llano culo veo, culo deseo. Esa compulsión a dejarse llevar por la imagen, a veces una calle quieta por la que él se empeñaba en pasear; otras veces gente sentada, mirándole a él de soslayo; o quizá un coche blanco —quizá un deportivo descapotable— aparcado con alguien dentro a la sombra de una arboleda, en una carretera junto a una fuente, de esas que había siempre cuando eso todavía se podía hacer. Esa vida, contenida en las fotos, que le hablaba en un lenguaje silencioso —pero incontenible— desde un marco colgado en la pared; esa habilidad para sacar un jugo sabroso era lo que definitivamente había acabado conduciéndolo al arte. O eso decía, al menos, el diploma firmado por Su Majestad y el rector de la Universidad del País Vasco.

      Con el tiempo, aquellas largas horas en solitario mirando las fotos de las paredes, primero en el orfanato de Treviño y de ahí al de Vitoria, pasaron a ser horas para la tarea escolar que, a falta de tutor, estaban desprovistas de toda proximidad humana. Las fotos fueron sus primeros diálogos con el mundo. Fotos, en su mayoría, desangeladas y medio borradas por el tiempo, que eran para él, sin embargo, ventanas a la libertad y al aire que le salvaban del encierro de la sala de estudio del hospicio o del vagón del tren en el que le solían llevar a Burgos. Tanto, que alguno de los adultos que lo cuidaban en el orfanato había diagnosticado en el niño, en aquellos largos silencios, una idiotez grave.

      Los naranjales de Cártama le anunciaban Málaga ya a un par de carteles de distancia. Empezó a destrenzar dedo a dedo y a mirar hacia la maleta, que viajaba apenas a tres metros de su asiento. Calculando el movimiento necesario para alcanzar la maleta y su contenido sin estorbos, dado lo poco ocupado del vagón, y la distancia a la puerta de salida, la escapatoria estaba casi asegurada. Aunque ya eran pocas las probabilidades de que, a estas alturas del viaje, viniera alguien de la compañía ferroviaria a arruinarle las pocas horas que se disponía a pasar en la Costa del Sol y hacerle pasar un rato de vergüenza.

      Al abrirse las puertas del tren, recibió el golpe de calor del andén con alivio, fuera ya de peligro. Pero un momento después le asaltó la idea de que, pensándolo mejor, aquel trayecto en la zona pija del Talgo bien se podría haber tratado de un regalo interesado de Maite, pues nada hacía ella por descuido, como eficaz agente de viajes que era. Si había sido así, entonces tendría que entrar a valorar el coste que afrontar después del regreso. Espantó modosamente la sonrisa que se le puso al imaginar la de ella, poco adecuada para ser un picoleto de la Sección Fiscal de la Ribera de Bilbao. Cuando entró en el gran salón principal de la estación de Málaga, pensaba que Maite bien valía una misa. O dos. No tardó en ver allí al que debía de ser el sargento Amaya, al pie de las escaleras mecánicas, con un ejemplar de El País y una carpeta de cartulina bajo el brazo. Vaqueros nuevos, sin romper ni desteñir, en contra


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