El fuego y el combustible. Juan José Álvarez Carro

El fuego y el combustible - Juan José Álvarez Carro


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a su superior con la mano franca de Stanley al pie de los lagos africanos.

      —En la foto no se le ve tan joven, sargento Amaya.

      —Emilio, por favor.

      —Prefiero que me llames Jabo, entonces. —Anotó Azpilcueta que el sargento había saludado sin errores en el apellido.

      Salieron de la estación sin prisa, a pesar de las indicaciones del protocolo de seguridad, pues ninguno de los dos entendía —a saber por qué razones— que sus vidas pudieran correr el peligro de verse interrumpidas por el balazo mesiánico de un pistolero.

      Andalucía tenía ese efecto sedante sobre Azpilcueta. Y si el picoleto vasco de cepa hecha al protocolo no lo seguía, el andaluz lo asumió con armonía y tacto. Una vez fuera, cuando Jabo buscaba las indicaciones de Amaya respecto hacia dónde dirigirse, el sargento lamentó informar de que tendrían que ir en transporte público hasta el acuartelamiento.

      —Están revisando el coche que nos van a conceder y no les ha dado tiempo de acabarlo. Pero parecía poca cosa, así que me dijeron que pasara a recogerlo nada más llegaras.

      —Como he venido en clase preferente en el tren, me temo que me he aburguesado dolorosamente. Así que con lo que no he pagado por ello te voy a invitar a ir en taxi, Amaya.

      —Emilio, por favor.

      —Emilio. Perdona. No me imagino en un autobús urbano con esta maleta.

      La luz de las cinco de la tarde es intensa. Como el calor. Y el olor dentro del taxi. Pero hay que elegir entre el aire acondicionado del coche y aquella otra presencia persistente. No lo sometió a debate el conductor, pues arbitró en favor de la temperatura fresca. Los dos clientes imaginaron que había decidido a juzgar por el acento que tenía el viajero de más edad.

      Llegaron al acuartelamiento de Málaga, en la avenida del Arroyo de los Ángeles, nombre más que adecuado para el lugar, pues vecino al cuartel se halla el Hospital Materno-Infantil de Málaga. Amaya acompañó al teniente hasta pasada la garita principal, donde quedó en compañía del guardia de puertas. Mientras, avisó al comandante y desapareció para traer el coche. Apenas un minuto tardó en brotar desde detrás de los Nissan Patrol y algunas furgonetas. El Citroën C4 azul marino debía de ser la joya de la corona del acuartelamiento, pues era tan nuevo que compensó con su olor característico, de adquisición reciente, el que traían incrustado todavía en sus respectivos olfatos desde la estación.

      Mientras olfateaba todavía el interior del coche nuevo, a punto de subirse, alguien apareció desde el edificio principal por detrás de Azpilcueta. Se disculpó por no haber podido ir personalmente a la estación.

      —No era una avería, sino la revisión de los primeros tres mil, teniente Azpilicueta. Un placer —saludó el comandante Valeiras—. Te llevas un buen carro y a un buen compañero, Azpilicueta.

      —A sus órdenes, mi comandante. Es Azpil, Azpilcueta. Pero puede llamarme Jabo, mi comandante.

      —Sin formalismos, Jabo. Somos casi de la misma edad. Vamos a tutearnos, si no tienes inconveniente —con un fuerte acento gallego todavía—. Me dicen que vienes de la Sección Fiscal de Bilbao. Cuéntame algo, Jabo. Tengo que reconocerte que no es frecuente que recibamos a nadie de por allí, salvo por las cosas del Estrecho y eso.

      —Bueno, efectivamente vengo de Fiscal, pero digamos que no es un asunto estrictamente ligado a cosas de Hacienda ni impositivo. Más bien se trata de mi especialidad. Obras de arte.

      —¡Obras de arte! ¿Tu especialidad?

      —Esa es la deformación profesional que padezco, mi comandante.

      —Llámame Luis, por favor, Jabo. ¿Y qué te mandan a hacer por aquí? Llegan con décadas de retraso, Jabo. —Rio el gallego con estruendo.

      —Sí. Me lo figuro. Como en muchas otras cosas. Ya sabes, Luis, aquello de las mangas verdes —señaló Azpilcueta mientras metía la maleta en el coche—. Pero creo que deberíamos ir yendo, porque si no hay novedades, esta noche debo tomar un avión de vuelta a Bilbao.

      —¿Esta noche? Es corta la cosa, entonces.

      —Espero que lo sea. Hay mucho trabajo por allá —se disculpó Azpilcueta.

      —Tienes razón. Ya me contarás. Quedo a tu disposición. Amaya te puede dar mi correo electrónico y mi teléfono personal para lo que quieras, Jabo.

      Con la leve esperanza de que el comandante hubiera entendido su educada mirada de ruego y respeto, Azpilcueta subió al coche, desde cuyo interior Amaya le había abierto la puerta y esperaba pacientemente. El coche era de gasolina, con esos andares suaves y silenciosos a los que los diésel nos han desacostumbrado. Raro que el Cuerpo hiciera esa compra, observó Azpilcueta.

      —Es un decomiso, Jabo —explicó Amaya—. La novia de un traficante gallego, que formaba lote con un pisito muy mono aquí, en Rincón de la Victoria. Como un divorcio exprés, ya sabes. Pierdes mujer, coche y casa de una tacada.

      —Así es, Emilio. Hay que ver la de cosas que podemos perder de una sola tacada.

      Aunque no dijo nada, el puntito amargo de la observación que hizo el recién llegado atropelló a Amaya, que andaba distraído con las cosas del oficio.

      —Creo que hacia allí vamos, precisamente. En Rincón de la Victoria buscamos la carretera de Benag… Benagla… —rebuscaba Azpilcueta en sus papeles.

      —Benagalbón.

      —Eso es. Correcto. Cuando la tomemos, buscamos este número. —Mientras, le enseñaba una foto grande, en la que se veía una casa baja, bonita, sin mucho oropel ni pretensiones.

      Por la avenida, al pasar delante del hospital, el teniente vasco estaba ya en modo benemérito, observó el sargento Emilio Amaya mientras lo dejaba acomodar y revisar papeles. Y no quiso ir más allá de lo que su tacto le aconsejaba. El teniente vasco no había sido muy explícito con el comandante Valeiras y creyó oportuno dejar que fuera él quien decidiera poner —o no— a su subalterno al corriente como compañero de hechos. Pensó que tal vez no fuera más que una manera de postergar el momento en que había que iniciar la conversación. Mientras, Azpilcueta seguía confirmando piezas en su mapa mental. Iba comprobando la memoria que mantenía en su archivo personal: Alameda de Colón, plaza de la Marina, avenida larga hacia la Malagueta y después la cementera, por orden. Ah, es verdad, los Baños del Carmen. El Tintero, dice en voz alta.

      —Para la cena, mi teniente, si no tiene otra orden.

      —Hemos quedado… —dijo Azpilcueta sin terminar, mientras se iba girando para ver sitios, calles y nombres.

      —¿Hemos quedado para la cena?

      —Hemos quedado en que me llames Jabo, Emilio.

      Sobre las seis y diez de la calurosa tarde malagueña, se pararon delante de la casa. Amaya la había encontrado más rápido de lo que Jabo esperaba. Cuando acusó recibo de la mirada sorprendida, Amaya repuso de inmediato:

      —Es que me tocó a mí mismo tomar esa foto, Jabo. Hace dos días. Ni idea, por supuesto, de por qué.

      Era, según rezaba la notilla que revisó en su propia carpeta de cartulina, el domicilio oficial de René Alphonse Van den Berghe y Nuria Gutiérrez de Madariaga.

      —¿Te suena de algo el nombre, Emilio? —preguntó Azpilcueta al joven sargento mientras pulsaba el botoncillo del portero electrónico.

      —Debo decir que no, mi teniente. ¿Tendría?

      —¿Diga? —una voz femenina atendió al interfono.

      —Buenas tardes. El señor Van den Berghe, por favor.

      —¿De parte de quién, si es tan amable?

      —Guardia Civil. Teniente Azpilcueta —dijo sonriendo, malévolo, al imaginar la posible impresión de la interlocutora.

      La verja se abrió con un zumbido repentino e incómodamente alto,


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