El fuego y el combustible. Juan José Álvarez Carro

El fuego y el combustible - Juan José Álvarez Carro


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      El combustible del que está hecha esta historia se llama Emily Brontë, William Faulkner, García Márquez, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Julio Verne, Emilio Salgari, Sven Hassel, Julio Cortázar, Joseph Conrad, Rodolfo Walsh, Hergé, Stan Lee, Hugo Pratt, las hermanas Giussani y, por supuesto, Arturo Pérez-Reverte y Lorenzo Silva, junto a sus colegas británicos John Le Carré y Frederick Forsyth.

      Pero también mis abuelos, principio de movimientos de aquí para allá del océano durante cinco generaciones ya. En ambos árboles genealógicos.

      Y el hecho, para mí ya indiscutible, de que debe ser uno quien elija dónde y cuándo colocar el arbolito de navidad. No lo que figura en la partida de nacimiento.

      Alguien dijo, no recuerdo quién, que un adulto creativo es un niño que ha sobrevivido. Posiblemente Pilar, mi mujer. Nuestros chicos en el cole son hoy el efecto de esto. Trabajamos para que entiendan lo antes posible que el mundo desde siempre ha sido una historia imparable de idas y venidas. Que la historia se vive, no se cambia. Y que si conseguimos que lleguen a sentirse como la llamita hermosa que nos ilumina todos los meses de junio en el patio de las columnas de nuestro colegio, como en cualquier colegio del mundo; si conseguimos que entiendan que son el efecto de nuestro trabajo, se vayan preparando con resignación, es decir, con responsabilidad, para ser en el futuro el combustible que yo ya soy ahora. Y no queda mucho.

      Ojalá les guste este relato y me lo puedan decir.

      Juanjo Álvarez Carro

1

      El Ejido, Málaga

      Viernes, 18 de julio de 2003 9:35 h.

      —Ahí viene —avisó por la radio a su jefe.

      —Vamos allá. Graba lo más cerca que puedas —deseó el teniente Azpilcueta.

      —No sé. Esto está muy oscuro, Jabo —se quejó el sargento Amaya.

      El garaje del edificio era amplio aunque mal iluminado, pero se veía con claridad que el abuelo se había hecho una coleta con las canas. Allí tenía una plaza de aparcamiento y había sido él quien había elegido el sitio. Vestido con elegancia —un polo verde claro y unos vaqueros nuevos—, estaba allí de pie junto a su BMW clásico. Abrió el maletero de su coche cuando aparecieron los del Audi A8 y se detuvieron junto a él. El abuelo los invitó a aparcar, pero se negaron.

      —Tiene matrícula española. Bien. Comprueba, Lucía —pidió el teniente Azpilcueta por teléfono cuando Amaya le recitó el número desde dentro del garaje, cabreado por la falta de luz—. Ocho, tres, siete, ocho. Charlie, Delta, Víctor.

      —No se ve bien, Jabo. El del Audi ha metido la cabeza en su maletero, pero poco más. El que está dentro del coche no se ve bien.

      —No te preocupes. Yo les sigo de todas formas. Tú inténtalo.

      Solo se había bajado del Audi el que conducía, que parecía muy joven. De traje, sin corbata. El otro no levantó la cabeza de algo que tenía en su regazo, un teléfono móvil quizá. Entonces el abuelo sacó un bulto largo, envuelto en cartón, y lo pasó al recién llegado. Una vez en el maletero del Audi negro, sin mayor intercambio ni saludos, se subió al coche, rodearon la calleja del garaje y enfilaron la salida a toda prisa. El abuelo se quedó apoyado en su coche, mirando cómo salían de aquel oscuro lugar. Era quizá una forma de despedirse y desear que su aportación llegara a buen puerto.

      —Bien, manos a la obra —despejó dudas Azpilcueta por si quedaba alguna.

      Durante el rato que había estado aparcado en la calle, Azpilcueta se relamía ante la expectación que aquel coche le mandaba a las tripas. El entorno que le ceñía los riñones, bien ajustado como un baquet de carreras, y el tacto áspero del volante le prometían dulces expectativas. Aunque la persecución que estaba a punto de empezar planteaba ahora pocas ilusiones lúdicas sobre el Clio V6. La tremenda responsabilidad de terminar con éxito un operativo un tanto raro era mayor que el rato que iba a pasar con aquel juguete, esa maquinita que habían decidido prestarle desde la comandancia. Ajustó la distancia del asiento por última vez. Lo que venía era un acto de compra, uno de venta, alguien que paga y alguien que entrega, solo que con más artistas invitados de los previstos. Pero esas habían sido las instrucciones del abuelo. Y el abuelo mandaba. El encuentro se iba a producir en algún lugar del norte de la provincia, donde el mediador esperaba. El transporte, sin embargo, había sido elección del vendedor. Y habían elegido a alguien joven, en Audi A8 alquilado, según se veía en lo datos que Lucía le volcaba desde el otro lado del teléfono a la eficiente carpeta de Amaya. En proceso todavía lo de averiguar la identidad del propietario y del cliente.

      Al salir del garaje, el Audi negro tomó a toda velocidad la única dirección posible calle abajo. Azpilcueta casi los pierde nada más empezar. De cualquier modo, la autovía hacia Córdoba-Granada no ofrecía muchas dificultades. Al bajar desde el conservatorio superior, el Audi enfiló hacia Fuente Olletas. Allí tuvieron que parar en un semáforo. Cuando la luz se puso verde, el coche negro arrancó con un chirrido de neumáticos y fue serpenteando de forma agresiva entre los otros vehículos. Todo menos discreto, se quejó Azpilcueta en voz alta y nerviosa.

      Mientras esperaban en otro semáforo junto a la fuente, Azpilcueta preguntó a Emilio Amaya si se sabía algo del lugar de intercambio. Al arrancar, el Audi adelantó en unos segundos a los tres coches que lo precedían, en línea continua. El Clio V6 era un juguete con casi trescientos caballos que empujaban con un vigor magnífico, pero aquellos dos no se lo iban a poner nada fácil. A juzgar por las direcciones en las señales, ninguna indicando lo que esperaba, Azpilcueta dedujo que habían decidido ir por el camino largo, pero sumamente más discreto. Maldijo no haber traído consigo a Amaya. Como consuelo, cuando Azpilcueta le describió a su compañero el camino que llevaban, este le anticipó algo que no iba a estar mal del todo.

      —Suben a los Montes. Ese es un tramo de los que a ti te gustan, mi teniente. Por ahí van varias carreras de coches.

      —Me pongo el cinturón de seguridad, entonces. La madre que lo parió. ¡Cómo va este tío! Esto no es normal.

      —Pues si tienes que emplearte, ten cuidado, que hay dos túneles en medio de curvas muy cerradas. Hay dos partes distintas. Al principio es ancho. Luego, arriba se vuelve más estrecho y ahí llevas ventaja, creo.

      —Veo que te he instruido bien, mi sargento.

      —De adónde van, nada todavía, Jabo. El abuelo dice que todavía no le han dicho nada del lugar del encuentro. Lo siento, mi teniente.

      —Id viniendo hacia Antequera, que yo os informo en cuanto pueda.

      —Nosotros vamos por la autovía, Jabo. Nos vemos allí.

      A solas ya, a toda pastilla detrás del coche negro, Jabo alcanzó a ver en el Audi el rótulo Quattro. Una versión para guerrear. La soltura con que aquel mozalbete trajeado movía el carro de combate que llevaba sólo podía obedecer a un más que generoso caballaje. Y a una técnica bien depurada. Pero kilo a kilo, él tampoco llevaba una máquina mala. El vértigo le venía por la posibilidad de encontrar a alguien de frente si la carretera, como le habían anticipado, se volvía más estrecha. Iba a tener que correr y empezó a repasar las posibilidades. Cuando le entregaron el coche, se fijó en que las ruedas traseras ya acusaban la potencia groseramente emocionante que tenía.

      El primer susto se lo llevó al entrar en la curva a izquierda del primer túnel, donde había un grupo de ciclistas medio revuelto, imaginó que a causa del coche negro que perseguía. Le increparon también a él en buen cristiano. Pronto comprendió que aquel seguimiento había enloquecido de manera dramática.

      A pesar de la marcha que llevaban, mantuvo a sus perseguidos siempre a la vista. Llegados a una población, Azpilcueta comprobó que el Audi se había detenido en la plaza principal, ante una estatua. Por precaución, él decidió pasar de largo por delante de ellos y se paró un centenar de metros más adelante para consultar un mapa en la guía Repsol. Mientras, intentaba no perder comba mirando por el retrovisor. Así pudo ver que el acompañante se había bajado para ceder su sitio


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