Volver… volver. Saúl Ibargoyen
que todos los muertos son iguales, y todos los huesos también. Bueno, en una de esas, ¿qué sabemos de que está hecha la osamenta de cada uno? Los hijos no salen sólo del puro coger, ¿no? Tome, son suyos, no me diga que no…” y colocó aquel polvoso tributo en las manos vencidas del hombre Leandro, quien hizo asiento, ¿qué otra cosa?, en el enredado suelo; al tiro y con los dedos siniestros recogió unos billetes de algún bolsillo, los tendió hacia el ayudante, “Me deja solo, por favor, vaya nomás, gracias por todo, en verdá le digo…”
“Si quiere, don, le traigo una botellita de agua salus…” al recoger los billetes echó su último párrafo el ayudante; luego luego, como en acentuación de vejez, y creyendo escuchar un “no, gracias”, pareció disolverse en los amplios trazos que la luz esbozaba en medio del polvo y su aparente quietud amarilla.
El hombre Leandro hizo entrechocar los huesos entre ambas manos, miró sus dedos rotos o maltrechos por los reumas de la niñez, buscando analogías absurdas, o temblores generados en un indescifrable estado del más atrás, o en una convicción sin razones con rumbo al más allá, o en un relámpago expulsado por el quehacer de esa cosa llamada Tiempo, “Para una tortuga hasta la eternidad debe ser pura materia” un arriesgado planteamiento filosófico, mientras el roce entre las tres piezas grisáceas y resecas daba origen a una sutil polvareda que se dejaba caer hacia lo adentro de “il cuor della terra”, al revés que en los versos de Totó Quasimodo.
“Esta unión es imposible, qué huesos pueden entretejerse, qué existencias separadas unirse, aunque el polvillo humano sea uno y vuelva al barro terrestre y de ese barro quiera renacer la vida… ¿Qué estoy pensando, ¡mierda!, o es el calor que me mastica los sesos?” y el hombre trató de elevarse hacia su verticalidad, procurando usar la energía de codos y rodillas, así obtuvo su postura cotidiana a un cierto costo de sudor y mocos y asomo de lágrimas tardías, “¿Pero qué hago con esto en la mano? Parezco una publicidad a favor de la pinche muerte…” y despidió casi brutalmente aquellos tres livianos objetos que nada ofrecían a su memoria, que nada representaban en las enervadas cavidades de su amor filial o fraterno.
El regreso hacia las calles liberadoras tuvo la lentitud de un cortejo fúnebre marchando en reversa y concentrado en una sola figura.
“Mirá al tipo ese, arrastrándose de solito, tapado de polvo, sudando a lo bestia, tan firme que parecía, ¿no?” el comentario de don Rupertino mientras revolvía azúcar y café en una enorme taza cuyo color no le interesa a nadie.
“Sí, don, pero la verdá, es que se aguantó a lo macho cuando vio las tumbas, y más cuando le puse los huesitos en la mano… salvo una vomitada rápida, por la calor más bien…” la versión del ayudante, “ya ve que hasta me echó unos buenos mangos, la mitá para usté, como arreglamos…”
“’Ta bueno, pensé que lo estabas defendiendo” y el funcionario se zampó un tremendo trago de vulgar café, acomodándose en su silla burocrática para la primera siesta del día.
El ayudante, el de inédito nombre, miró un par de minutos más el confuso bulto que mezclaba su dimensión con los mínimos temblequeos del aire amarillento. De ser aquellos instantes el núcleo de una hora de la noche, habría recordado el famoso “Nocturno” de José Asunción Silva, pues el ritmo de la marcha del dolido humánido que se alejaba, coincidía con los periodos prosódicos tetrasilábicos usados por el vate colombiano, mas no exijamos en este relato que la rana críe pelo ni que las lombrices ladren. ¿Quién puede recordar lo que no aprendió?
“Pero… a este tipo lo conozco, de dónde será…” el cerrado pensamiento del ayudante antes de meterse en el cuarto de aseo; allí se vería en la oxidada lámina de cristal, “No hay gente más vieja que los muertitos… Si hasta yo quedé más viejo que ayer…”
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