Volver… volver. Saúl Ibargoyen

Volver… volver - Saúl Ibargoyen


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los nombres y apellidos, tenemos los expedientes por registro alfabético. ¿Me dijo De la Vega? Ah, sí, son bien pocos con ese apellido, ¿eh?”

      “Pocos, en verdá… No, es Vega en lo Alto… No eran de tener muchos hijos, ¿para qué?”

      “Mire, yo tengo cuatro y dos por fuera de la libreta… ¡Qué bueno! Aquí apareció Peregrino Anselmo de la Vega… y al lado Trifonia Ilha de de la Vega… y por aquí tenemos a Sara Raquel de la Vega Ilha… ¿Son éstos?” las manos le acercaron a Leandro tres carpetas desolladas por la humedad.

      Las tomó, las abrió, leyó, dijo: “Sí, estos son… pero los apellidos no coinciden… Tiene que ser en todos el mismo: Vega en lo Alto, aunque esto no es más que la pura papelería…”

      “¿Y que quiere, don? Los nombres aquí, los esqueletos allá… No puede estar todo en un solo sitio, no me joda… con respeto le digo… Al fin y al cabo, no son iguales pero los encontré para usté.”

      “Tiene razón” a qué seguir aquella tonta plática, y exhibió su pasaporte de otro país, “debo renovar mi cédula de identidad…”

      “Está bien, don… Leandro Paulo de la Vega Ilha… no, Vega en lo Alto. ¿Y por qué tiene otra nacionalidad?” ya el cuerpo aquel de pie en su lado del mostrador.

      “Son dos, la original no se pierde… salvo por traición a la patria, según nuestras leyes… Hay al menos dos que fueron dictadores, un hacendado mocho del Opus Dei metido a presidente y un general fascista de la fuerza de tierra… están presos, uno por cuestiones de salud bien cómodo en casita, ahí se morirá, y el otro en cárcel especial, bien atendido, porque parece que aquí somos civilizados hasta de más… no siempre… Bueno, usté ya lo sabía, ¿no?… Estos dos deberían perder la nacionalidad… un hombre sin matria… o sin patria es un cero a la izquierda del mundo… ¿No cree?”

      “Bueno, don Leandro, aquí no se habla de política… es un lugar de descanso…”

      “De acuerdo, por favor, ¿me indica dónde están las tumbas?”

      “Mejor llamo a mi ayudante para que lo acompañe. Luego le echa un par de billetes medianos, y áhi queda el asunto, ¿ta?”

      “Ta” asintió, con aquella fracción de palabra que servía como un comodín en toda conversada “este ‘ta’ no es un invento nuestro, viene de la república brasiliense… si alguien estuviera escribiendo esto, ¿cómo le haría con las mayúsculas que no tienen pronuncia? ¿O ya imaginé esto antes?”

      El ayudante de don Rupertino, por supuesto el atento y desprolijo funcionario del panteón cuyo nombre jamás sería conocido por el hombre Leandro, apareció como si hubiera escuchado la plática que transcribimos; venía de orinar, seguro, pues secaba los dedos diestros en la túnica de trabajo, más desmadrada que la de su jefe.

      “Aquí estoy, a la orden” un tono de soldado sin cuartel.

      Leandro ojeó al ayudante, “demasiado viejo para ese cargo, un sueldo de porquería, me lo adivino, eso pagan sin duda en estos servicios de muerte… Cuanto más mugre, menos salario… arriba está la mugre blanca, el cuello blanco, la camisa blanca, los calzones impolutos, la plata que no huele” hizo la indetenida descarga interna que lo saturaba en vez de vaciarlo.

      “Sígame, señor, hay que entrar por la derecha hasta el fondo” explicó el ayudante mientras examinaba nombres, apellidos y números de cada nicho o domicilio quizá permanente, “¿cuánto hace que están viviendo en el Central sus muertitos? ¿No habrá que hacer la reducción?”

      El ayudante caminaba sin percibir el camino, operando con manos de otros oficios los expedientes que don Rupertino indebidamente le entregara: eran documentos de archivo; sólo con nombres y números en un pedazo de cualquier papel hubiera alcanzado. Pero cerca de la muerte siempre se menea algún misterio.

      El varón Sol ya había traspasado la inevitable marca del mediodía. Pocas nubes, pocos gorriones, pocas palomas, un único avión, una mariposa desarraigada y tal vez hambrienta, otra mariposa tras los trazos de algún aroma sexual, cruzaban las imperceptibles dimensiones del cálido aire.

      El paso a paso, zancadas primero, no fue breve; las arboledas laterales se veían algo distorsionadas por el tenaz e irregular viento del sur, pero dejaban que lienzos de pálida sombra se desprendieran de sus endurecidos tallos para dar empuje a los caminantes.

      “Bueno, ésta es la número tres-tres-siete, vea la losa, Peregrino Anselmo Vega en lo Alto. Ah, ¿no hay como una tachadura, un raspado por abajo del nombre? En una desas borraron pa’ escribir encima, ¿usté que dice?”

      “Pus, a saber… entonces es un palimpsesto, ¿me entiende? Ni pensar que podría darse en un panteón… La pelotuda muerte no es literatura… ¡Coño!” suponemos que una aguja de angustia andaba buscando su hilo entre aquellas palabras.

      “Mire, señor, ni fechas tiene tampoco… este finado existe porque están sus señas escritas ahí, namás, ¡qué jodedera, no!”

      La aguja recién inventada se lanzó hacia carnes más sustanciales, y don Peregrino Anselmo miró a su hijo desde un sitio indetectable, desde un punto que se iba cerrando hasta lo negro, dijo “¿Qué me están haciendo, Leandro, decime?” y el hálito envejecido perdía su agónica verba.

      “Es que duele en pila, mirá cómo me abrieron la pierna para meter los tubos, y el brazo, también lo cortaron para encontrar venas que sirvan…” un suspiro flemoso, un susurro de babas ligeras, “ahora molesta menos, inyectaron calmantes, no dejes que se me caiga la cabeza, tengo que estar medio levantado, eso dijo el médico… sí, así va por lo bueno… ¡Qué joda, m’hijo, un infarto cuando íbamos a tocar mañana en el festival del municipio! ¡Y mi guitarra española reciencito restaurada, con cuerdas de lujo! Si no hay presentación con el grupo… con los muchachos, te pido la guardes en su estuche de cuero, que no agarre humedá. Cuando me reponga la voy hacer que cante, siempre sonó como una mujer que está lejos…”

      El hombre Leandro “¿Qué pasa? ¿escucho o imagino este parloteo, este delirio?” quiso alzar la testa paterna, pelos entrecanos, lisos, desorientados; espesamente sudada la piel del cráneo, la nariz vascongada con sus narinas en derrota, los labios apagados por un silencio sin destinatario fijo. Después, la fuerte osatura a medio vestir, el pecho cerca de lo lampiño, los brazos en desgana, el derecho con su gran peca velluda, “Es un pellejo de ratón que se pegó ahí” había engañado su padre a los infantes Sara y Leandro, el vientre bien nutrido y próximo al derrame de sus escorias líquidas. Ah, decimos, ¿y los ojos? El hijo hizo descender los párpados perplejos sobre los globos tiznados de sangre y petrificadas lágrimas. Luego fue ayudado a horizontalizar un simple cadáver, un no padre, un no Peregrino Anselmo Vega en lo Alto, y en un más luego debió firmar papeles en función de las buenas atenciones médicas y aceptar el certificado de defunción que señalaba inapelablemente “infarto masivo al miocardio… el difunto exhibía exceso de calcio, urea y colesterol en sistema circulatorio… este conjunto médico de guardia, sala 337, Hospital de Clínicas Populares, realizó una atención esmerada de acuerdo con lo escasos equipos disponibles” seguían dos firmas al calce.

      “Señor, ¿en qué piensa?, diga” y la voz, como un gesto de aire, señaló hacia unos veinte metros más al frente. Una lápida o pedazo de piedra blanquecina apostada entre terrones, polvo, basuras vegetales y restos de vasos o fuentes de vidrio vulgar.

      El hombre Leandro resintió un veloz crujido bajo la camisa, se miró como quien examina la corteza de un árbol transparente.

      “Sí, sí, ya voy… ya vamos” y abrió otra senda en medio de sombras verdecidas, de soles ásperos, de sed súbita, de polvo inmanente.

      Se cuestionaría la causa de por qué aquellos cónyuges de tanto tiempo de existencia compartida —desde años de aceptable bonanza social hasta el deslizarse sin pausa, hacia abajo, entre niveles clasemedieros de menor consumo o apariencia, pasando por la etapa de las proteínas cárnicas inalcanzables, salvada esa falta por los cafés con leche,


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