Volver… volver. Saúl Ibargoyen

Volver… volver - Saúl Ibargoyen


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y degüellos, “todos ganaron y todos perdieron”.

      Se acomodaron a una mesa sobre una de las ventanas de fatigadas cortinas verdes, “menos generosas”, dijo ella, que las del local de antes.

      “¿Generosas? ¿Y eso?” comentó él, regresando de su viaje ocular por aquel ámbito en el que parecieron flotar débiles relámpagos de una luz conocida o ensoñada, tal vez figuraciones o ánimas transmigradas de incierta nomenclatura.

      “Claro, las otras eran ventanales más bien, mucho más altas y anchas” explicó ella con un rasgo de asombro.

      “Ah, las metáforas del habla diaria… Es que vengo de otros modos de hablar… otros ritmos, hasta tonos que suben al final de la oración o la frase… así, hasta el sentido exclamativo suena con otras vibraciones… ¿Cómo explicarte eso?”

      “Ta bien, entiendo. Pero… ¿puedo saber de dónde venís?”

      “De un país que sirve para volver a éste…” una voz casi en silencio.

      “¿Cuánto tiempo anduviste por ahí? La verdad, no sé si debo meter estas preguntas… No sé por qué lo hago… no quiero molestarte, disculpame...”

      “Puedes preguntar lo que se te pase por el coco, nena. Es que, cuando me lancé a este regreso a Ríomar, pensé como tonto que ya me había hecho todas las preguntas, que me sabía todas las respuestas… Y tú, al replantear eso del origen de la vuelta en que ando, como si yo no fuera de aquí, una especie de habitante del aire, alguien que ya no puede ni tocar la tierra que alguna vez caminó…” la voz se deslizó hacia otro silencio.

      “Perdón… no podía pensar que…”

      “Sí, al replantear eso a tu manera, como que resucitaste viejas lágrimas… lloradas por otros, los veros sufrientes, los de aquellos años de tenebra y represión… es bueno que lo hayas hecho… siempre he tenido sequedad en los ojos… ni ahora puedo ser cursi, soy un tipo que simplemente está sentado aquí, cerca de tus palabras…” la voz, como desgastada, se fue hacia un silencio mayor.

      “¿Qué les sirvo, señores?” el rápido discurso utilitario del súbito mesero.

      “Dos americanos y un agua Peñafiel…” dictó la orden inmediata el hombre Leandro, como una fórmula muchas veces reiterada.

      “¿Dos qué? ¿Qué agua?” la interpelación del mesero, camisa blanca, corbatín verde, pantalón algo ajustado de igual verdor. ¿Y la cara? Es que “los servidores no tienen rostro”, según dijera un personaje politiquero de otros momentos del calendario patrio.

      “Serían dos cafés largos, en taza, y agua mineral… que sea salus” intervino el firme susurro de María Laura, sin pronunciar la mayúscula de una conocida marca nacional.

      “Ah, perdón, es que allá se nombran de otro yeito…” emitió el hombre, cerrando con un imprevisto portuguesismo, y buscó la mirada del mesero, la frente en tránsito de desierto, los ojos y sus nutridas pestañas, las mejillas de un rosado artificial, la boca como enmohecida de monótonas frases rituales.

      “Está bueno, señor…” ya en retirada hacia la no visible cocina.

      “El señor está en el cielo… si es que anda flotando por ahí” colocó el hombre como si, al ubicar una gastada oración, recuperara en parte su confusa extranjería.

      Esa percepción de lo fuereño tal vez creció de pronto en la cabeza bien alzada de la muchacha, atraída por esa modalidad de aire nebuloso en que el hombre respiraba, y creyó comprender que en los aires de escasa contaminación que Ríomar presentaba, había raíces de oxígenos lejanos, surcos de hidrógeno sucio, moléculas de olor indescifrable. Y montones de modismos, gírias, esquemas verbales, imágenes apegadas a sustancias ignotas, dichos del común, avatares lingüísticos brotando de napas sociales y de conjuntos étnicos medulares soslayados por el discurso oficial y las pretensiones parlanchinas de la intelectualidad clasemediera y seudoposmoderna.

      “¡Qué bueno esto que se me ocurre así, llegando de la nada, para mi ponencia de fin de curso!” se exaltó en lo interior María Laura.

      “Siento que hay que bautizar todo de nuevo… eu acredito nisso… ni que fuera yo un nuevo Adán… el primer poeta, ¿no?, según las tradiciones árabes asentadas en torno al llamado Viejo Testamento… mejor sí, bautizar con una verba renovada, porque lo totalmente nuevo no existe… Digamos, ¿de dónde sale el silencio? ¿No será una ausencia… o una presencia que no podemos percibir? ¡Qué chinga pensar ansí!” discurseó el hombre como transformado por la propia expresividad, según la muchacha.

      “Mirá, Leandro, te propongo una cosa…” arriesgó María Laura en tono de certeza emocional, “sucede que estoy preparando los trabajos finales para aspirar a la licenciatura en Letras Iberoamericanas por la facultad de Humanidades… una parte estará dedicada a corrientes narrativas siglo veinte, a algunos autores que yo elija, salvo los obligatorios, y otra parte a las distintas modalidades lingüísticas que se aprecian en medio de la confusión posmoderna…”

      “¿Qué confusión? ¡Ni madres! Si lo posmoderno no existe, es un invento… alguien dijo que era un estado de ánimo provocado por las desmadradas ocurrencias ideológicas del capitalismo, mezcladas con las interpretaciones de los descendientes de Hegel, Marcuse, Popper, Fukuyama, Deleuze, Foucault y otros… como en botica, un poco de todo, una sopa a la que cualquier filosofito local… de aquí y de allá, quiere meterle cuchara… Creo que Barthes afirmó que cuando uno sabe que algo no es posible, eso es ser moderno… Finalmente, de tal pedo ignoro cantidá… ni sé bien para que me eché este rollo…” derramó así Leandro sus desnudadas palabras.

      “¡Estuviste bárbaro! Se ve que es un tema que has estudiado…”

      “¿Estudiado? Ni un pito, muchachona… Nunca estudié bien nada… leo, escribo lo posible, respiro nomás…” casi una confesión, ¿necesaria?

      “Estoy confundida, sin disimular lo reconozco… Esos modos tuyos de hablar, esa fuerza, esa especie de pasión por la verbalidad más certera o más precisa, decime, ¿de dónde vienen, de dónde te llegan? ¿Es por el tiempo que pasaste fuera de aquí?” soltó ella como adivinando.

      El hombre Leandro esbozó un parpadeo de sorpresa, sintió que alguien le tomaba una radiografía de algún punto próximo a su desanimada ánima, contestó con menos energía: “Las edades se misturan con el palabrerío de cada hora, de cada siglo… A uno se le pegan alientos de otros, sonidales perdidos, circunstancias del mero parlotear y ainda mais… puede ser… También efectos del no aquí y del no allá…”

      “Permiso, aquí les sirvo, señorita. Dos cafés largos y el agua mineral” reapareció sin aviso el mesero.

      Sobre la redondez del mármol quedaron las impolutas tazas, los tenues vasos, las cucharas esplendentes, el servilletero de plástico verde y sus pétalos blancos, y en el centro, un platillo con cuatro galletitas que suponemos de armónico dulzor.

      “Sirven bien aquí, la verdá” dijo Leandro como alejándose hacia otras mesas de una cafetería nacida de súbito a un costado del Jardín de los Héroes, en una ciudad borrosa de un país cuyo nombre difícilmente traducible le golpeó las cansadas neuronas.

      Dijo como pensando: “Allá ponían nada más que el café americano, una servilleta, sobrecitos de azúcar restringidos, el agua había que pedirla… como que cada detalle indica una diferencia…”

      “¿Qué es el no aquí? ¿Y el no allá?” preguntó levemente María Laura con el primer toque de café en la lengua.

      “Una manera de definir el pasado, sin concretar nada, en Ríomar y en… aquella frontera balbuceante, de mucha movimentación, de doble hablar béin misturado… y luego en países de más lejos de ahí, países como provincias apretadas entre montañas, lagunas y valles matizados por la sangre… hasta la enorme capital mesoamericana, Cuauhtepeque…” fue la aromatizada respuesta, como si el pulverizado grano de Arabia disolviéndose en


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