Volver… volver. Saúl Ibargoyen

Volver… volver - Saúl Ibargoyen


Скачать книгу
mosca atrapada en el fondo de aquella cápsula de vidrio vulgar, hombre sentado en silla soledosa. Y al costado de la barra, a la derecha, como si alguien mirara hacia la puerta de horribles amarillos, el mesero, a quien nombraremos Isidoro, ya que él nunca nos dirá su apelativo ni a medias ni completo: sólo al cabo de unos meses o semanas, junto con otros datos, lo confirmará ante la autoridad principal. Por tal recia razón, jamás nos enteraremos de su bautizada corporeidad en estos mundos verbales.

      “Una ginebra también, por favor…” escuchó Isidoro y pudo así descosificarse por puro reflejo pavloviano no más.

      El agudo vaso de licor y la cuarta botella maderizaron —sería impropio escribir aterrizaron, ¿no?— con cierto golpeteo, coincidiendo con el círculo de finas aguas en el que, a partir de la primera, las otras tres garrafas ubicaron sus culos. Enseguida la botella, alzada con fe de bebedor consciente, tejió una curva en la atmósfera casi opacada del ‘Bar La Redota’. Su boca estrecha arrojó en las fauces redondas del vaso mayor medidos chorros de esplendentes burbujas.

      “¡Cuánta sed tenemos todos, coño!” emitió murmuradamente el hombre Leandro, o solo Leandro, al que así seguiremos llamando por mera confianza en el documento detectado por el mozo Isidoro.

      Leandro, pues, colocó sobre la región seca de la mesa una hoja quitada de algún folleto turístico. Era el plano de la ciudad, aquella Ríomar cuyas movedizas rúas sus añejos zapatos habían empezado a reconocer. Con un lápiz de trazos rojos, al cabo de una minuciosa y demorada contemplación, pensamos que dibujó caminos y rumbos sobre avenidas, calles, rotondas, plazas, plazuelas, jardines. Los colores del mapa es posible que entraran en sus ojos como trepando por cuerdas de indecisa luz: el verde que señalaba los parques y el azulceleste brillante que simulaba un par de arroyos y el grande río de a veces ácidas espumas, probablemente golpearan un resto de imágenes de una ya alejada realidad...

      Debemos advertir que las líneas de prosa que continúan este presunto relato serán, ineluctablemente, nada más que vacilantes ficciones: nunca podremos definir al personaje-persona Leandro, como nunca podremos conocer el nombre y el apellido ciertos del mesero Isidoro: se dirá que es por influencia de Arcesilao de Pérgamo, quien rechazaba la posibilidad de tener acceso al conocimiento… Hacer implica deshacer, la duda contiene una afirmación, completar significa imperfeccionar, y toda fijación es impermanencia. Se describe el movimiento de un brazo, y cada uno modifica al otro: ni el uno es tan brazo ni el otro es tan movimiento.

      Escribimos, pues, y siempre leemos algo distinto. Ahora, dejemos sueltos a Leandro y a quienes por aquí se aparezcan que muy a placer o a disgusto se meneen, ni modo.

      El hecho es que Leandro solicitó pagar la cuenta, pero antes se informó de los nuevos trayectos de los autobuses que lo moverían hacia la zona central, o sea, el zócalo o Plaza Liberación o del Libertador, con sus columnatas seguramente descaecidas y el ínfimo rascacielos que fuera en los años treinta del pasado século el edificio de mayor altura del continente mestizo.

      “Salió cara la cerveza, y la ginebra, y no barato el sángüiche que ahora me llevo, por si hace hambre más tarde” pensó Leandro, como recordándonos que había masticado y tragado otro igual —luego de su labor pictográfica en el mapa urbano—, de queso ocre y oscura mortadela.

      Simplemente, pagó, hizo una breve paseata hasta el baño, pasó una puerta de débiles cartones y cáscaras de plástico, y en tanto orinaba pacientemente pudo leer algunos grafitos que daban al lugar su verdadera calidad de letrina de bar masculino. Uno, en diseño medio desmantelado por el tiempo y la humedad, alcanzaba a expresar: “Abajo la dictadura”. Otro: “¡Milicos putos!” Y otro: “¡Torturadores de mierda!” Y otro: “¡Queremos comer ya!” Y otro: “La gordita Adela chupa rebién…” Y otro: “Este gobierno, ¿más de lo mismo?” La lectura produjo escozores en su ánima, en su respirar, en su enredada cabeza, en su entrepierna: “¿Por qué milicos y torturadores en altas? ¿Por qué lo bajo con lo alto así mezclados? ¿Por qué las consignas… viejas o nuevas? ¿Por qué un anuncio de burdel?”

      Regresó a la mesa como buscando alguna sombra olvidada, vio que las monedas de la propina no estaban, volteó para saludar a Isidoro con un gesto universal de asentimiento, el mesero replicó como un espejo. Luego, hubo como un breve borrón en los papeles del tiempo.

      Al pisar la dubitativa arenilla de la banqueta, el hombre nombrado Leandro examinó por un instante no medible los interiores de su chamarra, tactó el sobre de plástico. ¿Estuvo sometido a una leve perplejidad? Quién sabe… Siguió, pues, a lo que iba: a la terminal de autobuses situada a unos cien metros, dirección poniente.

      “Es mejor no pasar otra vez por estos arrabales. Por acá todo mundo sabe de los demás…” una reflexión que actualizaba pensares parecidos a los de otros años, de esos años que están en el tiempo, pero siempre escapándose y sin toparse nunca con la eternidad.

      El mesero Isidoro contaba los pesos de la propina, percibió que una moneda esplendía debajo de la usada mesa, “¿Cómo cayó ahí, cuándo?”, y junto al brevísimo astro de metal, una hoja doblada, “Ahora la veo mejor… arrancada de una guía para turistas, creo… me la guardo por…”, se acercaba así platicándose, inclinose en procura de metal y papel, objetos, simples cosificaciones de lo real que ingresaron al bolsillo de su pantalón de trabajo, el derecho, que suele ser el de utilización mayoritaria. Se estuvo unos minutos contra la barra, como soldado guardián. Luego buscó el teléfono escondido, al lado de la caja. No hubo necesidad de consultar el directorio.

      El autobús respondía a la línea 149, pocos usuarios en esa salida: una pareja de ancianos precoces, una chava con pinta de estudiante pobretona, un tipo de ropas anchas y gorra de lana, una señora de contenida gordura, dos obreros de edad indecisa.

      “Son doce mangos hasta la plaza… ¿Tiene cambio? Escasea, sabe…” dijo el chofer-cobrador en desganado discurso.

      “Tengo bien justo” ¿qué más decir?

      “¿Qué plaza? Porque todo parece y aparece, hasta sin ver, muy cambiado” es posible que esto el hombre Leandro pensó.

      Acomodado junto a la ventanilla, asiento de la fila cuatro a partir de la espalda del chofer-cobrador, y mientras aquellos arrabales se diluían como pedazos de papel en un aire tembloroso, trató de ver más allá de lo que miraba, que es como ve para adentro cualquier contemplador experimentado. De seguro que Leandro, desde su móvil mirador, percibió algo así como que alguien, en otra era con fecha de año terrestre, había ejercido esa postura; alguien con otra extranjería encima había regresado a una ciudad cualquiera, pegando casi el rostro a la ventanilla de enturbiados cristales o vidrios simples, nomás. Podrá decirse que fue por analogía, por el propio retrato reflejado en aquella sustancia rectangular y traslúcida. En fin…

      El autobús pasó de terracería a pedregal y luego a asfalto; paralelamente a las cercanas orillas del arroyo Pantanal, más lodo hediondo que agua, hasta arribar al Puente Viejo (cuadras atrás aún permanecía el puente primero, ya caduco, que nunca tuvo nombre). Allí, en el refaccionado paso —cemento y acero en vez de tablas y troncos de “pau de ferro”— hubo parada obligatoria, personas subieron: un policía de barrio y su mucha fatiga, un vendedor de peines y pañuelos de seudoseda, un seco sacerdote de secta desconocida, una madre de mediana cintura con su niño desmadejado al hombro, un mulato mozo con una cansada camiseta celeste y su número diez, un tipo de traje marrón triste y corbata desairada. Pagar y sentarse, lugares libres, había. Luego luego el vehículo entró en el puente de piso renovado hasta cruzar aquella frontera semilíquida, en verdad una especie de largo basural que vomitaba quietamente sus ripios en el ancho río imaginado, cantado y soñado como un mar. Pero no olvidemos el viento sureño, de frialdad cruel en los irregulares inviernos, ni los vientos del septentrión con sus cálidas e insoportables humedades… Vencida la demarcación fronteriza, las llantas en desgaste percibieron el duro anchor de la avenida Oeste, un corte directo que… Es mejor que Leandro, sensible pasajero, lo describa:

      “Sí, de este lado de la zurda, el humo del día, las casas bajas de siempre, menos ladrillo que tablas de ínfimo precio, o incautadas de la construcción de altos


Скачать книгу