Volver… volver. Saúl Ibargoyen

Volver… volver - Saúl Ibargoyen


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Quijote… las palabras, el verbo o la verba, son el invento mayor de la especie más triste… y siempre llegan a destiempo, en un antes y en un después, alguien ya lo dijo… nunca coinciden en el espaciotiempo de lo nombrado, de lo bautizado” concluyó el hálito restante con un sonido de paciente fatiga, el hombre Leandro.

      “¿Puedo anotar todo esto, o sea escribirlo en mi libreta de apuntes?” una ligera insinuación de ansiedad, aun de desconcierto.

      “¿Y tu memoria? Tendrías que ser más… socrática. La palabra dicha tiene su asiento en el aire… porque se mueve más que todo aire… hablamos según soñamos” un enunciado como para sí.

      “Prefiero anotarlo, la idea aunque sea… no a la letra. ¿Cómo se dice? Cuando es de rápido…” una María Laura tenaz.

      “Ah, a cálamo currente… ¿es eso?”

      “Sí, al correr de la pluma… creo que nadie ya lo usa.”

      “Las computadoras corren más, pero ¿quién llegará más lejos?”

      “Tenés respuesta para lo que venga…”

      “Respuesta no, algo de imaginación… Dime, este lugar está muy bueno, tu presencia, el café, el verde que predomina como el color del Islam… Pero ya se te hizo tarde para tu clase de inglés, me parece.

      Y este cuerpo tiene que buscar un sitio donde cobijarse” hubo una punzada de fatiga en el olor del último toque de café.

      “Si llego tarde a clase no importa mucho, en realidad voy bastante adelantada… Ah, mirá, sé de una pensión por el otro lado de la plaza, bajando hacia la costanera. Ahí se han alojado dos compañeros míos del interior. Parece que está bien, con baño en cada pieza y ropa de cama limpia. Sólo sirven desayuno…” se aplicó ella en la descripción.

      “Gué… probemos por ese lado… ¿Cuántas cuadras? Es que me vino un golpe de cansancio…”

      “Son como ocho, ¿aguantás?”

      “Más caminó el Buda entre aguas y montañas… siempre hubo alguien que hizo antes lo que uno descubre como nuevo… pero no sé si es ansí… Nos vamos de volada, ¿no?” y puso monedas y billetes junto al rectángulo blanco de la cuenta que el mesero había abandonado al pie del servilletero verde.

      “Vamos, pues. Podemos pescar un taxi…” sugirió María Laura.

      “Acepto, ves que soy fácil…”

      Ya montados en un añejado Mercedes Benz, Leandro dio descanso a su miradero del paisaje ríomareño. Clausuró los ojos, no quiso ver más nada hasta arribar frente a la mera puerta de la casa de pensión ‘La Vascuense’, calle Brigadieres número 353, en el límite oeste de la ciudad vieja, o sea apenas afuera de las regiones portuarias.

      Fueron atendidos por la presunta dueña, una mujerona de rara y melodiosa parla, de gestos pragmáticos, que podría llamarse doña Marisa, pensó Leandro; y, en efecto, así era su nombre, vaya a saber el porqué, tal vez por arrastres de la imprevisible memoria comunitaria.

      “Este es o seu cuarto, el trece, señor…” un suspenso necesario.

      “Leandro Vega en lo Alto, señora Marisa” adelantó su anterior intuición el hombre.

      “Escute, ¿cómo sabe meu nombre?” una pregunta obvia, sin duda.

      “Alguien lo habrá dicho por ahí… el cómo no importa, la verdá… Lo importante es que usté se llama ansí, ¿no es cierto?” terminó

      Leandro con una pregunta retórica que cerraba cualquier probable respuesta.

      María Laura no había entrado en la habitación, sólo escuchaba desde la puerta, y asimismo ojeó aquel espacio por donde tantas gentes habían pasado, como extraños animales que pisan por rutina una tierra que tal vez nadie conozca.

      “Sí, el lugar está bien limpito como me dijeron” se pensó la muchacha “hasta tiene cortinas verdes, como el Tupambaé, y una alfombra al lado de la cama y una mesa de luz con su lámpara y un ropero ni grande ni mediano y esa debe ser la entrada al cuarto de aseo y una mesa regular y una silla hay también, espero que Leandro esté a gusto aquí… pero ¿y el nombre de la dueña? ¿cómo lo supo? Tal vez lo mencionaron mis compañeros y yo se lo pasé a él… ¿el famoso inconsciente colectivo? ¿Pero qué estoy pensando? La magia no se me da… debe ser este hombre medio raro, todo lo que su simple presencia trae… Habrá que comentarlo con mi profesora de psicología del arte…” dio fin a su pensadera María Laura.

      En ese pensar estuvo mientras doña Marisa le enviaba a Leandro un montón de indicaciones e informaciones en tono militar y en lengua de su lejana patria europea:

      “¿Vio, señor Leandro, que los airiños do mar entran por la yanela, y que o baño está moi limpiño? Mire, o desauno sirvese hasta las dez, non podes recibir rapazas o rapaciñas o mulleres, no hay que fazer barullo con el radio o la tele, podes fazer chamadas telefonicas locais mais tendras que pagalas… El señor estará béin a gosto en este cuarto, eu acredito…”

      “Seguro que sí, doña Marisa” un hálito costoso, en trance de apagamiento.

      “Bos dia” y la doña fue saliendo, interrogándose por el equipaje que el nuevo huésped no traía (sólo un bolso de poco tamaño que recién ahora se menciona, ¿o no es así?). Agradeció a María Laura por haberle allegado a aquel señor tan serio y de buena postura, aunque cansadón y de ropas y zapatos con fatiga de polvo muy mezclado.

      La muchacha, ya en retirada, envió mensaje al hombre sentado ahora en la cama, como deshuesándose: “Mañana te echo un telefonazo, tenés que descansar un buen rato, ¿no?”

      “Así sea… y así será” un susurrar de inédita lejanía.

       Cementerio

      La puerta de la habitación número trece emitió unos sonidos en tono menor, cortas vibraciones de madera y mano abierta:

      “Señor Leandro, son casi las diez, se para o pierde su desayuno.”

      Las palabras se reprodujeron como ecos en espiral, el hombre hizo una lenta ele con su cuerpo, buscando un precario ángulo recto.

      “¡Qué chin…! Ta bien, ya estoy yendo… gracias. Puta madre, ¿cuánto dormí? Media vida, creo, y sin soñar… una dormidera muerta” porque dormir sin soñar tan de profundis, habrá colegido, es entrar en un vacío como un agujero negro, un lugar sin tierra y sin raíces, un sitio humano que las pesadillas rechazan.

      La mesa del comedor era un poderoso rectángulo de roble bien trabajado, con sus ocho sillas ya desnudas de gente. En una de las cabeceras, la pródiga taza de café con leche, el plato de pequeña redondez con los panes tostados y su pátina de brillante mantequilla, también un par de tibios cuernitos y, creemos, una ligera muestra de mermelada de fresa.

      “Ah, la oloriza del pan hecho a la leña…” se pensó el hombre al ubicar en su silla un cuerpo con sedimentos de fatiga y ropa desvirtuada por andares y venires y quedares que nunca podrán ser evaluados.

      Al colocar dos envíos de alba azúcar en la taza, al iniciar el primer trago del café con leche, al tocar a punta de ansiosa lengua aquellas harinas bautizadas por un esplendor naranja pálido, al quebrar la armonía de los cruasanes y su agregado dulzor, cundió por su ánima carnal (Borges casi dixit) una tenue furia de representaciones de un infante detenido frente a las vitrinas de aquella panadería de provincia para admirar previamente bizcochos dorados, gordas galletas de campaña, pequeños postres con su gorro de fresas, antropomorfa versión de deliciosos y achocolatados napoleones, bombas de lujosa crema, bolas nacaradas plenas de dulce de leche antes de la compra de cada mañana; pero aun antes, la percepción de los olores cósmicos de toda esa maravilla panaderil que simples y tenaces obreros y maestros de la harina y el fuego prodigaban por los aires pueblerinos de Sacramento


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