Volver… volver. Saúl Ibargoyen

Volver… volver - Saúl Ibargoyen


Скачать книгу

      El movimiento de la muchacha quedó colgado de un aire sureño con matices de esmog, como si ella hubiera sido un extraño objeto trasladado por un viento que nadie percibiera.

      “Esa figura se parece… a la soledad más entera que hasta ahora vi… ¿o es un reflejo de lo solo que estoy… en estos pagos urbanos que ahora trato de recordar? Porque ver tal cual es una cosa, no es acordarse de la sombra de esa cosa…”

      Al costado izquierdo del monumento, como quien mira hacia el oeste, mejor dicho, hacia un dudoso mediodía, “Es que todo esto parece menearse, como recuerdos a medias o ensoñaciones del cansancio… postales vivas, fotografías ondulantes, clavadas en la raíz de la retina…”; o sea, hacia esa dirección pero sin tomar lejanía, la abandonada casa presidencial “O casa de desgobierno, con sus muros y balcones del siglo diecinueve… desde allí cuántos discursos se emitieron para deshonor de presidentes mediocres, aunque alguno hubo de buena parla… sí, parloteo democrático, ‘verba non res’, instituciones de puro papel, caudillos y próceres de bronce y mármol nacional, ¡qué orgullo! tener depósitos de esa prestigiosa piedra por gracia de mamá natura… para qué le han puesto guardia armada a esa puerta, quién va a entrar en ese nido de mentiras fosilizadas, de acuerdos en lo oscurito entre los partidos burgueses, autonombrados tradicionales… dos perros casi iguales con un mismo collar… ¿acá no venían de visita los embajadores del norte… o de la Europa de la edad de hierro, la oscura Europa con el engaño de su cultura luminosa? Y pensar que hasta pusimos varios muertitos… que fueron por su cuenta a entrarle a la lucha del pueblo de Sefarad, Hispania o España, contra los invasores franquistas y los fascistas de adentro… y que lloramos a plena calle cuando París fue liberada de los germanos nazis… si estuvimos en guerra declarada a Germania hasta después de que acabó el segundo gran conflicto mundial… si seríamos peleadores por la democracia que nos habíamos olvidado de ese detalle diplomático… había paz, y nosotros en guerra… como canta Gardel, fuimos esa vuelta ‘un disfrazado sin carnaval’… Ah, ¿y ese tamaño esqueleto de edificio pegado a la casa de desgobierno? Veamos los letreros: Empresa Arquitectos Unidos SA, Secretaría de Trabajos Públicos, Refaccionaria General SA, Tubos de acero SA, Vidrierías orientales SA, Maderas y moblajes SA, Asesoría Técnica SA, Instalaciones eléctricas SA, Dirección Nacional del Patrimonio, Ayuntamiento de Ríomar, and so on… de seguro, empresas gringas o brasilianas con apelativo en lengua nativa… y bien en lo alto, bandera propagandística que se deja leer, letras azules, fondo blanco y un sol encima: ‘Aquí se construye el Gran Palacio de Justicia’, y en letras más pequeñas, versalitas: ‘Doce modernos pisos al servicio de una sociedad más justa y equitativa’ ‘Cuatro elevadores para 20 personas’ ‘Aire acondicionado todo el año’ ‘Jardín de infantes para hijos de funcionarios’ ‘Cuatro restoranes populares’… ¿Y este adefesio que será: un hotel o qué?” concluyó el hombre Leandro al sentir una molestia en la nuca, un sutil toque de mínimo dolor.

      “Mejor darle un golpe de ojo a la figura del Jefe, lo pienso con mayúscula, claro, aunque estatua sea solo estatua… vos sí que fuiste un exiliado de verdá… mírate ahora, diría el cegatón de Borges, insultado por palomas y gorriones… el derrotado vencedor, una especie de oxímoron, ¿no? Añitos sin verte, General, en altas también tu oficio de patriota que no tuvo patria… que tuvo matria, eso sí, en una tierra que fue luego bautizada para borrarte de una matria más grande… pero los sueños de sangre no se borran… por eso estoy aquí, seguro que hablando de solito… por eso la chava del autobús me mira, como leyéndome los labios, ¿por qué volvió? ¿o no se había ido como una limpia sombra? ¿qué se remueve en mis neuronas? ¿esta plaza: es o no es?” y se acercó, cuatro o cinco pasos nada más, a la persona de estudiantil apariencia.

      “Nos vimos en el autobús, ¿no? Me llamo Leandro…” adelantó las nueve palabras, los signos de interrogación, los tres puntos suspensivos, las comillas no, no son ni serán de él. Entre los dos, un paso y medio sería la distancia.

      “Sí, ahí veníamos. Yo siempre hago este camino, ahora voy a mi clase de inglés. Me gusta dar un ligero paseo por la plaza, hay como mucha historia aquí…” la voz tenía una vibración que iba más allá del enunciado, como un contenido tintineo de cristales profundos, de metales intangibles.

      “Historia, sí, resumida para que no se conozca… o se conozca empobrecida o hasta emputecida… perdón, pero hay mucho de eso, de ocultamientos perversos… de deformaciones no casuales… la verdad es algo difícil… como esas canciones que andan sueltas, sin dueño… a la verdad para ganarla hay que meterle imaginación… y ciencia” desarrolló Leandro un inesperado discurso.

      “Puede ser… en la escuela no me dijeron eso. Puras fechas de batallas, de firma de tratados, de oraciones con mucho ruido y un eco muy turbio, pienso, para que esos relatos estén molestando y no dejen que una use a su modo la cabeza propia” así salió ese tal vez impensado empuje verbal.

      El hombre Leandro registró para sí un cierto asombro: “Mira cómo esta chava habla a lo bonito, mejor pensado, a lo firme… como si fueran asuntos de larga incubación… la espontaneidad está en la forma de decir lo que dijo… la forma parece que es como el aliento escondido de la palabra visible… audible, mejor…” y enseguida agregó hacia la muchacha: “¿Tienes tiempo para un cafecito?”

      “Mis nombres son María Laura… Bueno, sí. Tengo como más de veinte minutos antes de la clase” una respuesta sin timidez y sin sorpresa.

      “¿A dónde crees que hay un buen lugar? Ya ni conozco cafeterías por aquí…”

      “Usted… tú, ¿es que no conoces el Sorocabana o el Tupambaé?”

      “Ah, ¿funcionan todavía? Es que vengo de otro tiempo…”

      “Sí, pero ya no están sobre la plaza. Desde hace como seis años, uno en cada punta de la bahía.”

      “¿Y por qué los cambiaron?” habían empezado a caminar hacia los portales que eran la base del Palacio Albo, orgullo urbano desde los años veinte, por ahí transitaron hasta otras calles y aceras hasta ver los primeros reflejos del río parecido al mar.

      “Abajo del fulgor, el agua de colores indefinibles, las espumas orgánicas, la basura de gentes y barcos” murmuró sin sutileza el hombre Leandro.

      María Laura señaló el encuentro de la última calle paralela a la plaza con un callejón emergido de la vecina Ciudad Vieja: “Es ahí, el Tupambaé”.

      “¿Qué callecita es ésta?” preguntó Leandro, pero bien sabía, creemos, que era una especie de tajo estrecho metido entre edificios de descascarados historiales; residencias de una burguesía ya largamente retirada hacia espacios de mayor seguridad y prestigio; casas trasmutadas en pensiones de pura cama o en refugios de veloces ejercicios prostibularios.

      “Al café lo bajaron de categoría con el traslado, ¿no?” añadió como buscando una explicación final a todas las cosas.

      “Es que los milicos no querían que en el Sorocabana o en el Tupambaé se juntara gente de la oposición, ciudadanos cualquiera… No podían sentarse más de dos a una mesa… Más de dos ya eran un mitin… Tomar un trago o un cafecito, no más… La gente casi no hablaba, iba para verse un poco, solo.”

      La puerta única estaba a medio abrir, entraron con la inseguridad de quienes fundan un nuevo territorio. El interior del Tupambaé resultaba una hábil reproducción de las instalaciones anteriores: mesas de redonda tapa de mármol entre blanco y rosado, sillas de madera negra suavemente pesada y poderosa, percheros de fierro, en rústica, para descanso de ropas y bolsos, paredes exornadas con fotos de otros tiempos —mejores o no, a saber eso— exhibiendo caras y posturas de personalidades conocidas de la política, el deporte, la academia y las letras, y también de seres ignotos, borrados de cualquier historia. Fotografías enmarcadas en negro, diplomas de reconocimiento de alguna liga comercial, firmas en el amarillento blancor de los revoques, espejos enfrentados en el breve pasillo que llevaba a los baños, cuatro grandes lámparas colgantes de seis focos cada una impulsando ondas de rara luz verdecida, barra o mostrador con espacio para dos veintenas


Скачать книгу