Volver… volver. Saúl Ibargoyen

Volver… volver - Saúl Ibargoyen


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un duro contracomentario.

      “Disculpe, es que me pareció raro el apelativo… Y eso que aquí aparece cualquier nombre que ni le digo…”

      “Bueno, áhi queda. ¿Y la que falta…?”

      “Ah, claro, la de Sara Raquel, ¿no es?”

      “La merita… la misma, ¿por dónde?

      La punzada volvió porque el hombre la esperaba. Y la aguja continuó su recorrido invisible, la aguja en la mano diestra que iba dirigiendo construcciones de fúlgidas telas para vestidos de novia, simulando desde el trazo a lápiz sobre papeles de molde la apostura que la ausente casadera asumiría al cabo de tres o cuatro días, un sábado de soles propicios y campanas abiertas. Leandro percibió un ritmo de tijeras, un pedaleo intermitente de máquina de coser, un respiradero de ansiedad y fatiga, un vocerío que ofendía sus orejas de infante, “¡Estamos demoradas, señoras! ¿cuánto le falta a esa hechura? ¡y hay que pegar las lentejuelas doradas!”, la segunda modista, o ayudante de la primera, asustada y parpadeante, permitió que su aguja le entrara debajo de la uña del dedo gordo y siniestro, una pizca de sangre se instaló en la gasa que era tenuemente manipulada, el vocerío emergió de sus ecos anteriores, “¿Qué hicistes, pedazo de una yegua? ¡andá enseguida a lavar eso, con agua oxigenada, no le eches cloro, putaza! ¡otra más y salís de aquí a pura patada!”, el infante Leandro había colonizado el espacio entre las patas de la mesa central, el ombligo del poder que la dueña de aquellos talleres de costura ostentaba con perversidad y abuso, desde ese punto neutral fungía como testigo sin peso en tales controversias laborales, “¿Ya lo lavaste?, puta, ¡no quedó bien limpito! ¡otra vez, che!”, y se escuchó el sonar sin retumbo, un chasquido oscuro, el golpe de un grueso trapo mojado, rebenque o látigo casero, contra un rostro de mujer joven, no visto en esa instancia por el niño Leandro, pero conocido de muchos días; sólo pudo imaginar con torpeza y dolor la cara de la muchacha, las mínimas lágrimas, un negror cortante en los ojos agredidos, la marca del odio que él encontraría mucho después en la mirada propia, y vio enseguida los pies y las piernas de su madre, zapatos ordinarios cerrados con hebilla y medias marrones de algodón, que se iban rápidamente de la máquina de coser, Singer es probable, y vio una mano de Trifonia que descendía hacia él y agarraba sus dedos diestros, “¡Vámonos de aquí, Leandrito! ¡Esto ya no se aguanta!”, y un grito como un cristal quebrándose: “¡Vos no te vas! ¡tenés que acabar el vestido, o estás loca de la cabeza!”, ya Leandro verticalizado junto a su madre, ella con su bolso de todo guardar, “Doña, me debe la semana, que hoy se termina…”, “¡Semana nada, que creés vos! ¡A este taller se viene a laburar! ¡Si hasta te permito que traigas al boludo de tu nene!”, “Me paga y me voy…”, “¡Te pago un culo, Trifo! ¡tomate los vientos, nomás!”, y entonces madre Trifonia e hijo Leandro se salieron, de testa alzada ella, “Veremos quién acaba ese vestido… Modista como yo, no hay otra…”, de neuronas excitadas él, “¿Qué le pasa a mi mamá?”

      “Señor, sígame, pase por el medio de esos dos panteones. No se me distraiga, uno entiende… los sentimientos sí que joden. Pero hace un calorón y es mejor terminar de rápido, ¿no?” la lógica indicación del ayudante.

      Unos pasos, ¿cuántos?, hasta llegar a unas señales en el piso de terrones impuros, polvo de materias diversas, piedras de cal, piedras de óxido de hierro, piedras sin musgo, ladrillos formando un desordenado y anfractuoso rectángulo, “Como en una foto aérea de las ruinas de Sumeria”, una plancha cuadrada de granito desteñido, apenas con quebraduras en los ángulos, dos nombres, un apellido compuesto, fechas bastante legibles, tal vez por esa inercia cósmica que lucha contra la imparable disolución de toda cosa.

      “¿Vio, señor? Es la tercera y última… Es que me sé todo esto a la pura memoria, como la tabla del dos, que me la echaba con un cantito: dos-por-una-dos, dos-por-dos-cuatro…” un sorpresivo regreso a la infancia escolar.

      “¡En qué sueños de locos estoy metido!” emitió para sí el hombre Leandro, “y este jedor a pipí humano, peor que el de gato o perro alborotado... y las estrellas de cagazón líquida soltadas por palomas y gorriones, pájaros nacidos con la historia de Ríomar… las golondrinas vendrán mañana, semanas faltan… a veces pasaban o pasan gaviotas carniceras… los ciclos se van cumpliendo ¿y nosotros qué?”

      “Señor ¿vichó bien lo que está escrito? Sara Raquel…”

      “Sí, ya lo he visto. Es de mi hermana este sitio…” y hasta ahí llegó su anotación verbal, pues desde algún lugar inubicable se soltaron frases de puro golpeteo, gemidos de enronquecimiento, flemas en caída libre, y también imágenes alucinadas o ilusionadas, preguntas de confusión y desprecio, “¿Por qué no lo llevaste antes a papá… si tenía infarto? ¿O te confundiste con que era una gripe?” no hubo transición, “¿Y a mamá? ¿Por qué la internaste en aquel ancianato? ¿Para que no te molestara en tu vida de comunista borracho y putañero? Así te fue, te jodiste de lo lindo, poeta fracasado: primero en cana, a la jaula, por tu actividad subversiva, y luego al exilio… Cuando volví de Europa con tu cuñado era tarde para todo… Y mamá ya estaba en la funeraria, ¡qué feo cajón habías elegido! Apenas le arreglé un poco el pelo entreverado y le pinté los labios para disimular que ya ni dientes tenía la pobrecita de Dios…”, el parloteo se ensanchó, “porque ya marchaba para el Cementerio Central. Vos todavía andabas suelto por la calle haciendo maldades contra la democracia, gracias a los milicos nos salvamos. Ah, vos querías ser el hijito bueno, que atendió a su padre hasta el final, y el viejo se murió en tus brazos, sí, pero te ocupaste a destiempo y la cosa se jodió…” el hombre Leandro, sacudido por un torbellino verbal que nadie oía, quiso respirar a favor de un aire casi inmóvil.

      “Oiga, don… ¿qué le está pasando? ’Ta muy palidote… ¿Quiere vomitar? Dele si necesita, que a todo hombre macho le toca su debilidá…”

      Los ripios del desayuno se mezclaron con el polvillo de la pieza de granito, un doble nombre de mujer recibió ofensa o bautismo. Y ahora todo fue un resplandor agrisado que una nube trashumante sembraba desde un altor de privilegio, “Qué bueno que usted ha llegado, señor Vega en lo Alto, ¿es el hermano de ella, verdad?” una enfermera de discreta edad, túnica blanquísima y cara alargada con cierta distinción de otra clase; a responder, pues, “El solo hermano, es así señora…”, y como quien pregunta suele contestar, aquella dama, consultando unas hojas sobre la clásica tablilla con sujetador, “Su hermana de usted se encuentra muy... digamos, en situación terminal. Es probable que a la medianoche ya no esté respirando, en realidad, no me es fácil entender cómo resistió una agonía de este tipo…” no acabó su explicación pues el hombre Leandro, viéndose a sí mismo en otra dimensión, y apartando las cortinas manchadas que marcaban los lindes del lecho número 1004, sala 27, Hospital Geriátrico, puso los ojos sobre todos aquellos recuerdos que vendrían con la muerte, la cara ciega de Sara Raquel, casi rígida en su grisura, los cabellos endurecidos por antiguas mugres, la boca oprimiendo un vacío de carne: no era la boca de la destacada cantante que no llegó a ser, y luego la sábana fatigada y la colcha desvaída ya apartando del mundo tanta desdicha acumulada, tanto odio sin destino fijo, o en una de esas, odio por un vientre reseco, ajustado al cotidiano débito conyugal, negado al libre placer y a la continuación de la estirpe.

      “Oiga, don… con su permiso, le junté estos huesitos, andaban sueltos por arriba del cemento y de la tierra… ¿sabe?, hubo no hace mucho una inundación, por las lluvias, en este lado del cementerio.

      Y los nichos se despelotaron todos, hicimos lo que se pudo para ordenar el desmadre. Salieron cosas de abajo, las tablas se pudren según los ácidos del agua… Son tres huesos chicos, uno de cada nicho. Tómelos, es su familia… ¿es o no?” culminó el ayudante, alzando cortamente su siniestra mano sin separar demasiado los dedos de uña oscurecida.

      “¿Qué dice usté, señor?” un vértigo en el aliento del hombre Leandro, “¿Qué putas me está diciendo? Y los tales huesos, ¿qué?”

      “No se me encabrone, don… Resultó bravo usté… Es pa’que los guarde, un recuerdo de estos vale más que una fotografía, ¿no cree?”

      “¿Y


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