Cuando fuimos dioses. Olga Romay

Cuando fuimos dioses - Olga Romay


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había oído en las dos ocasiones anteriores y que insistía en comunicarse en exclusiva con su general. Le pareció un sonido débil y lastimero, como si Alejandro hubiese sufrido una decepción al saber qué le deparaba la muerte. Pero su lamento duró poco, de pronto, como si Alejandro fuese presa de una revelación, su voz se convirtió en firme y violenta, un cambio que sobresaltó a Ptolomeo y le hizo abrir los ojos al oír con toda intensidad: —Ya soy un dios. Mío es el poder, la gloria, y mi voluntad se transformará en ley. Puedo maldecir o bendecir, ¿qué prefieres tú, Ptolomeo?

      Ptolomeo meditó su respuesta, seguía allí con los ojos fijos en el rostro de Alejandro, los labios eran ya los de un muerto, la sangre que los regaba era parda, casi gris. Alejandro siempre ejerció sobre él una poderosa influencia cuando estaba vivo, pero ahora le estaba volviendo loco, un tipo de locura difícil de diagnosticar. Debía llevar esa carga sobre sus hombros en silencio. Cuando estuvo listo, dijo a media voz:

      —Bendíceme, Alejandro —sus palabras rompieron el silencio del velatorio. Los que ya se iban, volvieron sobre sus pasos, los que murmuraban, callaron asustados. Pensaron que desvariaba, desde hacía dos días tenía los ojos desorbitados y pensaban que, tanto la agonía como la muerte del rey macedonio, le habían causado una profunda impresión.

      ― ¿Qué ritos hemos de cumplir ahora? ― preguntó el eunuco a Ptolomeo. Se dirigió a él porque lo juzgó el más digno, los demás generales le parecieron fríos, interesados. Obtuvo silencio como respuesta. Aquellos hombres habían conquistado el Imperio persa, pero eran incapaces de enterrar a su rey. Asumió que él debía organizar el funeral, así que les informó ejerciendo del perfecto chambelán de la corte―. Los reyes de Persia son enterrados en Persépolis. Su tumba no puede tocar la tierra, su cuerpo debe alimentar a las aves del cielo hasta que sea sólo huesos y después reposará en su nicho.

      Los reyes persas, adoradores de Zoroastro, no permitían que los cadáveres contaminasen las aguas y la tierra y por ello eran colocados en un pudridero sobre una terraza que denominaban las casas del silencio. Los griegos conocían el rito y les horrorizaba.

      Bagoas recordó cuando el ejército macedonio llegó a Persépolis, los soldados no tuvieron escrúpulos en abrir las necrópolis de los reyes persas y desvalijarlas, violando las tumbas de los aqueménidas. El eunuco sabía cuánto despreciaban a sus dioses y aun así intentó convencerles de que Alejandro reposase al lado de Darío el Grande.

      El médico egipcio, conocedor del óbito, penetró discretamente en el dormitorio y solicitó hablar con Ptolomeo. Se lo llevó a un aparte y le dijo:

      ―Alejandro es un faraón y debe ser momificado si desea la inmortalidad. Podemos conservar el cuerpo en miel y llevarlo a Abydos, al templo de Osiris, para que los sacerdotes se hagan cargo de él. La momificación durará setenta días y luego habrá que enterrarlo en el Valle de los Reyes.

      Ptolomeo no podía pensar, además carecía de poder alguno para decidir qué hacer con el cadáver. Explicó al eunuco y al egipcio que los reyes macedonios poseían una tumba real en Egás donde se hallaba enterrado Filipo, el padre de Alejandro.

      El consejo de los macedonios debía resolverlo. En el trascurso de los diez días que había durado la agonía de Alejandro, ninguno de los presentes se había planteado dónde descansaría su rey.

      ―Alejandro creía en los dioses del Olimpo ―respondió Ptolomeo al médico egipcio. La idea de momificar a Alejandro le parecía tan absurda como la de permitir que las aves carroñeras devorasen su cuerpo―. Debemos hacer una gran pira, sacrificar caballos en su honor y recoger las cenizas en una urna. Sólo así iniciará el camino hacia los Campos Elíseos, donde habitan los héroes en el inframundo.

      El médico no pudo imponer su voluntad. Cuando un mes después, en Karnak, el Sumo Sacerdote le interrogase, diría que él cumplió con su deber ofreciendo sus servicios para conservar el cuerpo del faraón y llevarlo a Egipto.

      ― ¿Quién va a sucederle? ―preguntó el egipcio antes de irse. Deseaba salir del palacio lo antes posible.

      Abatido, Ptolomeo negó con la cabeza y abriendo sus brazos mostró sus manos vacías. El médico comprendió, también parecía desolado, buscó a Filipo Arrideo, pero no lo encontró en la alcoba, había desaparecido como había llegado.

      Cuando el médico abandonaba la estancia, oyó tras él cómo los guardaespaldas comenzaron a discutir violentamente. Los que un día fueron camaradas, nunca más volvieron a serlo. Repartir un imperio siempre produce enemigos, asesinatos y conspiraciones, y un imperio como el de Alejandro, conquistado con sangre, se disolvería de igual forma.

      Pérdicas, celoso de cualquier protagonismo de Ptolomeo, incluso de sus desconcertantes intervenciones tomadas por desvaríos, asumió entonces la iniciativa. Acercándose a donde se hallaba Bagoas, le encargó organizar los funerales.

      —Un sepelio griego, ¿me entiendes? Es el rey de Macedonia. Sin pira funeraria, todavía no hemos decidido donde reposará Alejandro —ordenó al eunuco. Bagoas recibió el encargo complacido, no hacían mella en él las órdenes de aquel nuevo déspota. Su corazón era complejo y nudoso como la madera que sale de una raíz.

      Hubo comentarios de aprobación entre los diádocos. Ahora se llamaban todos así. Bagoas pidió una vez que le tradujeran aquella palabra griega y le dijeron cuál era su significado: diádocos son los que vienen después. Supuso que ahora era la titulatura a emplear para dirigirse a los siete guardaespaldas de Alejandro. Seguían siendo los mismos invasores, diádocos o guardaespaldas. A sus ojos ningún título les convertía en hombres distinguidos.

      Ajeno a la preparación del funeral, Ptolomeo permaneció encerrado en el salón del trono del palacio de Nabucodonosor con los demás generales discutiendo sobre la sucesión. Guardaba un prudente silencio con los dedos de las manos entrelazados y apoyados en su barbilla, el rostro solemne y a la vez pensativo. Al tercer día rompió su mutismo y dijo:

      —Nada se puede decidir hasta que Roxana dé a luz. Si alumbra una hembra, la niña quedará descartada de la elección. Si da a luz un varón, tendremos entonces tres candidatos y ninguno de ellos vale más que otro: el hermanastro de Alejandro, Filipo Arrideo, el bastardo Heracles y el recién nacido. Como sabéis, Arrideo no puede ni montar a caballo, Heracles nunca fue reconocido por Alejandro y el hijo de Roxana tardará años en poder gobernar. Alejandro nos ha dejado una difícil sucesión. Si elegimos a Arrideo, sabemos que no se moverá de Macedonia, será incapaz de acudir allí donde se inicien las rebeliones, y en menos de un año todas las satrapías se habrán perdido y con ello el Imperio. Si elegimos a Heracles, no estamos seguros de que lo reconozcan en la mayor parte de los reinos, los reyezuelos tendrán la excusa perfecta para rebelarse contra un muchacho de dudosa cuna. Yo también lo haría, y todos vosotros antes que yo. Si elegimos al hijo de Roxana, el único legítimo, tendremos que esperar por lo menos quince años para que pueda reinar, y mientras tanto debemos confiar que un regente le entregue el Imperio de su padre intacto, lo cual es harto improbable. Pero, aunque aceptamos en su día a Roxana como reina, porque así nos lo dijo Alejandro cuando se casó con ella, leo en vuestros ojos y sé que la consideramos, yo el primero, una bárbara, y un bárbaro que no habla griego ni reconoce a nuestros dioses sólo está un escalón por encima de un esclavo y hasta la más pobre de las mujeres griegas vale más que esa mujer.

      Las de Ptolomeo fueron las únicas palabras sensatas que se oyeron en días, y se grabaron en las mentes de todos los presentes. Cualquier otra opinión sobraba.

      Pérdicas callaba más de lo habitual en un hombre acostumbrado a hacer su voluntad. Dicen que los gatos son silenciosos antes de saltar sobre sus presas. Sin embargo, hizo un gesto que dejó a todos los presentes sin habla: se subió al estrado del trono, arrancó un paño que cubría la silla y como si fuese una premonición, se sentó de forma displicente, imitando a un muchachuelo que fanfarronea de lo que no es.

      —Sólo te falta la corona —le dijo Ptolomeo desafiante—. Si piensas ir al tesoro y hacerte con una, has de saber que eso no te convertirá en rey. Para ser rey de este Imperio hay que tener en las venas sangre real.

      —¿Acaso tienes tú sangre real,


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