Cuando fuimos dioses. Olga Romay

Cuando fuimos dioses - Olga Romay


Скачать книгу
de un mes, Absalón había yacido con ella según su promesa y sin derramar en el suelo la semilla de su raza, tal y como le obligaban los mandatos de su Ley hebrea. Dido concibió un hijo ese mismo día.

      El vientre de Dido era la prueba de que Astarté había sido complacida; la condición de circuncidado de Absalón no le había enojado, al contrario, el judío había honrado los ritos del amor como el mejor de los hombres. La muchacha gimió de placer entre sus brazos; el templo escuchó en silencio cómo la muchacha se reencarnaba en diosa sobre el ara, oculta por una cortina, bajo la atenta mirada de la estatua. Una hierogamia pagada con un talento de plata no se veía todos los días.

      Melkart murió crucificado frente a la ciudad y Absalón fue vendido como esclavo.

      Como él pensaba, la familia de Absalón logró comprarle en una subasta de esclavos y se lo llevó de vuelta a Jerusalén. Y allí comenzó el largo periplo que le llevó a Cartago a buscar a Dido. El judío se trasformó en un arameo errante, sin dios, sin amor, sin hijos.

      Un oficial macedonio llegó corriendo desde el espigón del puerto, le dio un manotazo al muchacho que anunciaba la muerte de Alejandro, el chico calló y el soldado disolvió a los mirones. Era inútil, se dijo Absalón, toda Alejandría ya hablaba del asunto.

      ¿Quién pagaría ahora a los constructores?, murmuraban los capataces. Absalón montó en su mula y volvió por donde había venido. La muerte de Alejandro en Babilonia no le satisfizo, sólo matarle con sus manos le hubiese producido alguna redención.

      Capítulo 7:

      Bagoas, el eunuco

      del palacio.

      Desbordados por la muchedumbre, los eunucos intentaban poner orden a la interminable fila de soldados que se acumularon a las puertas del palacio. Primero entrarían los caballeros y luego los infantes. Acostumbrados a calcular aglomeraciones a simple vista, los funcionarios contaron más de cinco mil hombres en toda la avenida procesional que recorría Babilonia de este a oeste atravesando el Éufrates. Sólo la fiesta de Año Nuevo congregaba a tantas almas.

      Temieron el momento de abrir la puerta que conducía al primer patio del palacio de Nabucodonosor. Aquel se trataba del momento más peligroso, los soldados podrían provocar una avalancha, sería como abrir la compuerta de una acequia, el agua podía desbordarse e inundarlo todo.

      Bagoas puso orden, para ello contaba con más de cien soldados armados como si fuesen a la batalla, con escudos unidos como una falange macedónica. Intimidaron a la masa cuando se procedió a abrir la puerta oeste. Aquella guardia formó un estrecho pasillo, un embudo por donde todos los hombres debían penetrar de forma ordenada en el primer patio del palacio. El favorito de Alejandro observaba a la muchedumbre sobre una torre que dominaba el patio. Desde la altura suspiró aliviado. Lo que iba a ser un caos cobró de pronto orden y solemnidad, los hombres fueron pasando uno a uno a despedirse de su rey, serios, sin provocar disturbios. Nunca habría pensado que, aquellos que días atrás desfilaban borrachos por las calles celebrando una fiesta en honor a Dionisio, se hubiesen transformado en las mejores plañideras soñadas jamás por un rey.

      Bagoas bajó de la almena y entró en el segundo patio que se había adornado con banderas con la estrella de doce puntas, el símbolo de la realeza macedonia, confeccionadas en Damasco con lino de Caria. Colgaban como pendones de los mástiles de cedro del Líbano traídos desde la ciudad de Tiro después de su caída diez años atrás, antes formaban parte del artesonado de la Asamblea Púnica.

      En el segundo patio no había novedades, se repetía el mismo orden, un ejército comportándose como una fila de hormigas. Le sorprendió cuan limpios estaban los yelmos, qué elegancia la de los penachos de plumas y crines teñidos de diversos colores, unos rojos, otros blancos, la mayoría negros. Los soldados, ansiosos por rendir su último homenaje a Alejandro, habían bruñido sus grebas, pintado los escudos de lino y remachado sus sandalias. Se diría que su panoplia hubiese sido adquirida la víspera, todo parecía ser nuevo.

      Es una pena que Alejandro no pueda verlo, se dijo. El macedonio tenía abiertos los ojos, pero se encontraba medio inconsciente, en un estado catatónico, postrado por la fiebre.

      La fila de peregrinos atravesó el segundo patio por las puertas de cedro que conducían a una nueva ala del palacio, la destinada a las audiencias. Como era la primera vez que veían el complejo palaciego, los soldados se movían temerosos, abrumados por el lujo hecho para avasallar. Bagoas lo dispuso todo para subyugar a la masa y aleccionarles sobre la grandeza del Imperio persa: estancias profusamente iluminadas, pebeteros donde ardían aceites perfumados, alfombras provenientes de Ecbatana, de Bactria y de Persépolis. Exhibía, ante los que él consideraba patanes, un mundo inalcanzable que ningún griego osó soñar jamás.

      Bagoas había ordenado que se dispusiesen banderas y pendones por donde pasarían los macedonios. Los debía recibir un ejército de esclavos y eunucos, sacó además a los sacerdotes de los templos de Babilonia y les ordenó bendecir a los soldados mientras oraban por el alma de Alejandro. Todas las religiones del mundo se concentraban en aquel palacio para despedir al moribundo: monjes adoradores de Zoroastro, santones de la India, sacerdotes griegos, cananeos, fenicios y judíos. Unos portaban máscaras, otros amuletos que dejaron a los pies de Alejandro, muchos oraban en lenguas desconocidas. Un rey merecía entrar en el infierno siguiendo todos los ritos. No pudieron encontrar ningún sacerdote egipcio y el único habitante del país del Nilo en la corte, el médico que prestaba sus últimos cuidados al rey, se negó a ponerse la máscara del dios Anubis usada en los entierros egipcios, con la excusa de atender a su paciente hasta el último momento.

      Alejandro, que los últimos días de su vida había adoptado ropajes persas, vestía una simple túnica de lino blanco. Su corona de oro, medio caída sobre la cabeza, puesto que la voluntad le había abandonado, estaba formada por hojas de olivo doradas como un triunfador de los Juegos de Olimpia, tal vez el único triunfo que se le resistió, siempre hay algún asunto pendiente en la vida de un hombre.

      Los generales, aquellos que él había nombrado con el pomposo título de guardaespaldas, habían colocado las armas de Alejandro a los pies del lecho donde reposaba. Un gran escudo dorado con la estrella de doce puntas destacaba entre el resto de la panoplia. Rodeándolo, como si el escudo fuese el centro del universo, se encontraban el resto de sus armas ceremoniales bañadas en oro, destinadas a ser vestidas tan sólo en grandes ocasiones. Las otras armas, las verdaderas, también se encontraban junto a él en la cabecera de aquel tálamo lúgubre. No había ningún otro lujo rodeando el lecho.

      Ptolomeo miró a diestra y siniestra, encontró mil caras temerosas, pero sólo una triste, el hermanastro de Alejandro, Filipo Arrideo, sentado en un escabel a diez pasos detrás del rey de Macedonia. Le rodeaba el silencio y la invisibilidad, dos cualidades extrañas en la familia real. Filipo se retorcía las manos. Nadie parecía tenerlo en cuenta, ni allí ni en Grecia.

      Roxana, Estateira y Parisatis, las tres esposas de Alejandro se hallaban ausentes. Alejandro no las mandó llamar cuando todavía se hallaba consciente. La primera, su amada Roxana, ya se encontraba de camino desde Ecbatana. Sin embargo, las dos últimas, que vivían en el palacio de la ciudad de Susa, al conocer la agonía de Alejandro ni se inmutaron ni hicieron planes de viaje. Barsine, la cuñada de Ptolomeo todavía estaba a tres días de camino y tal vez llegase a tiempo para los funerales, pero no para la muerte del que fue su amante. Traía el niño con ella, un precoz infante de diez años, pavoneándose como si fuese en realidad el hijo de Alejandro.

      Ptolomeo se acercó a Filipo y le tocó el hombro en silencio, parecía carecer de materia, sólo había en él huesos y espíritu. El hermanastro de Alejandro alzo su vista y asintió agradecido. Nadie se acordaba de él.

      La procesión silenciosa contempló sobrecogida la agonía de su rey. En ocasiones Alejandro abandonaba la cama para tomar un baño helado que detuviese la fiebre unos instantes. Pero en cuanto se le depositaba en el lecho mortuorio de nuevo, el sudor y los temblores volvían a aparecer. El médico egipcio anunció que al atardecer moriría, el macedonio llevaba dos días sin poder beber, y si se le obligaba, el agua encharcaba


Скачать книгу