Cuando fuimos dioses. Olga Romay

Cuando fuimos dioses - Olga Romay


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Pero no recordaba cuándo se acercó a un altar por última vez.

      Sólo deseaba una cosa: compartir con Thais lo que le había sucedido. Ella le reconfortaría, sólo ella podría aconsejarle y explicarle lo ocurrido. Se dispuso a partir, Alejandro parecía haber enmudecido para siempre. Pero antes, volviéndose a los generales, les dijo:

      ―Mañana todo su ejército debe desfilar ante Alejandro para rendirle homenaje. Él lo hubiese deseado así.

      ― ¿Debemos avisar a sus esposas? ―le preguntó Bagoas. Nadie se acordaba de Filipo Arrideo que esperaba noticias de su hermanastro. Los generales le habían excluido, un hombre que no puede manejar una espada no contaba para ellos, aunque fuese de la casa real.

      Ptolomeo, que parecía completamente transfigurado, negó con la cabeza, no le importaban las esposas del rey ni sus amantes.

      Bagoas asintió y le pareció una sabia decisión. Conocía dónde se hallaban las mujeres: Barsine, la amante de Alejandro vivía en Pérgamo; Estateira y Parisatis, que eran su segunda y tercera esposa, en Susa; y por último Roxana, con la que se casó por amor, se había quedado en Ecbatana debido a su embarazo. Aunque se las avisase, nunca llegarían a tiempo.

      Pérdicas se irritó. ¿Qué autoridad había adquirido Ptolomeo para organizar aquel sepelio? ¿Acaso era un anuncio de que tras organizar los funerales se erigiría como regente del reino? Debía hacer algo. Pero todos parecían de acuerdo con la decisión del general, sus palabras no permitían comentario alguno. Pérdicas se contentó con dar las órdenes, total, Ptolomeo parecía trastornado y abandonaba las estancias reales.

      Capítulo 5:

      Las dos mujeres

      de Ptolomeo

      Ptolomeo salió del Palacio de Nabucodonosor por la puerta procesional y se dirigió al barrio de Eridu. Se había olvidado de su intención primera de buscar consuelo en Thais, la griega vivía en la otra orilla de Babilonia. Miró al cielo, era de noche, pero la ciudad se iluminaba con profusión de antorchas como si hubiese una fiesta nocturna o un banquete en la corte. Bagoas había ordenado encender a lo largo de la principal avenida de la ciudad grandes pebeteros donde ardía un fuego que arrojaba un humo oscuro y denso, como si fuese un mal espíritu que ascendía hacia el cielo.

      En el barrio de Eridu, en una de las lujosas casas, Artakama, la mujer de Ptolomeo escribía a sus hermanas:

      La mayor de ellas, Barsine, vivía en Pérgamo con el hijo que había tenido con Alejandro. Custodiaba la gran esperanza de la familia: un niño sobre el cual Alejandro nunca llegó a pronunciarse obligando a madre e hijo a permanecer suspendidos en una misteriosa indiferencia. Pero ahora el sobrino de Artakama podría reinar si todo salía según sus planes. No había otro heredero.

      Artakama, que era la segunda en edad de las tres hermanas, llevaba un año viviendo en Babilonia. Estaba desposada con Ptolomeo.

      La última de las tres hermanas era la joven Artonis. Después de haber sido una de las amantes de Alejandro, éste la había casado con Eumenes, su secretario personal. Toda Babilonia sabía que, cuando el rey la reclamaba, ella acudía a sus aposentos como si fuese la primera de las concubinas del palacio.

      Las tres hermanas pasaban por ser una poderosa influencia en la corte y su unión se basaba en correos secretos, mezcla de política y cotilleos.

      Cuando Artakama supo por los esclavos que su esposo había llegado, guardó los papiros, la tinta y el estilo en un arcón bajo llave y corrió al lecho nupcial. Siempre ocultaba a su marido sus intrigas. Si alguien hubiese observado los dedos de Artakama habría descubierto los restos de tinta, pero la noche era cómplice de sus enredos.

      Le sorprendía la presencia de Ptolomeo. Su marido no había aparecido por el hogar desde hacía días. Cuando Alejandro comenzó a sentirse mal, su esposo se negó a apartarse de él, era uno de los guardaespaldas y se suponía que velar por el rey estaba entre sus funciones.

      Artakama fingió dormir. Se embozó con una sábana de lino, su habitación todavía guardaba el fresco de la primavera, mantenido con cuidado por los esclavos que sólo aireaban la estancia por la noche. Durante el día, la casa permanecía en la más absoluta de las penumbras, tapando las celosías de las altas ventanas con cortinas gruesas y oscuras.

      Sólo una tea iluminaba la alcoba. A diferencia de las lámparas griegas, alimentadas con aceite, la luz provenía de la oscura y pegajosa brea que emergía en las llanuras de Mesopotamia y que los griegos llamaban aceite de roca. Los babilónicos la recogían en recipientes para ser usada como combustible, calafatear barcos o impermeabilizar los ladrillos de la ciudad, allí donde el Éufrates penetra en canales o murallas.

      Como Ptolomeo detestaba el olor de la combustión de la brea, cuando los esclavos le vieron entrar fueron a buscar las lámparas de aceite para iluminar su camino.

      El general ansiaba un refugio esa noche, un cálido, acogedor y pacífico lugar donde dormir. Según sus necesidades y humor elegía entre sus dos casas: la de Thais, su amante ateniense, o la de Artakama, su esposa persa.

      Al cruzar el umbral, se preguntó por qué estúpida razón se había dirigido a la casa de su esposa y no a la de su amante.

      Ptolomeo, hombre prudente en muchos y sorprendentes aspectos, había conseguido un equilibrio en su vida privada, más bien un apaño consistente en alojar a sus dos mujeres en barrios distantes. Thais y Artakama hacían vidas tan distintas, que nunca coincidían en la ciudad más grande del orbe.

      La primera, en su calidad de griega, asistía a las fiestas de Alejandro, muchas de ellas orgías a las que una persa se hubiese negado a asistir, circulaba con toda libertad por Babilonia y sólo hacía ofrendas en los templos griegos. Sin embargo, la vida de Artakama era la esperada de una noble persa: vivía de puertas para dentro en su hogar, oculta de miradas impertinentes, asistía a los desfiles y festividades desde las terrazas de las casas de la nobleza y raras veces ponía sus delicados pies en los pavimentos de ladrillo de la ciudad.

      Cuando Ptolomeo penetró en la alcoba, Artakama se incorporó en el lecho y dijo:

      ―Si me hubieses avisado, estaría preparada para recibirte.

      Ptolomeo se preguntó qué clase de recibimiento le habría deparado Artakama para el cual necesitaba un tiempo de preparación. Era joven, estaba sana y su piel limpia no necesitaba perfume alguno; no comprendía cómo podría mejorar su oferta.

      ―Si te hubiese llamado, te habrías puesto demasiada ropa y maquillaje ―le respondió él―. Además, no he venido para hacer el amor contigo sino para hablarte de algo importante.

      Artakama se sorprendió y desconfió. Para la persa, un esposo no tiene entre sus funciones parlotear con su mujer. Debe limitarse a engendrar hijos y proveer el hogar. No esperaba de Ptolomeo que se sincerase con ella y mucho menos que compartiese sus inquietudes. Debía ignorarla la mayor parte del tiempo, desayunar y almorzar juntos de vez en cuando y ofrecerle costosos regalos. Todo lo demás sobraba. Ella conocía qué se debía esperar de un matrimonio con un macedonio: ausencias y estatus.

      ― ¿Importante? ¿Te refieres a que Alejandro se muere? ―preguntó Artakama. No vivir en el palacio no la impedía saber lo que sucedía en la corte. Esa misma tarde había recibido un mensaje de uno de los eunucos al que pagaba por facilitarle información. Después de conocer el dictamen del médico egipcio, se dirigió a su alcoba, escribió con tinta en un papiro y ordenó a un soldado de su escolta que cabalgase hasta Pérgamo con un rollo lacrado para su hermana Barsine con una única frase: has de presentarte en Babilonia con Heracles, es el momento de reclamar sus derechos al trono.

      ―Supongo que no hay secretos en Babilonia ―reflexionó Ptolomeo preocupado, observando ahora las delatoras manchas de tinta en los dedos de su mujer. Cualquier otra noche sentiría cierto interés por ver a Artakama paseándose por la alcoba en una leve túnica de dormir, pero las preocupaciones obnubilaban su deseo. Su esposa unía en su persona el refinamiento de una mujer persa y cierta gracia de hetaira griega, no en vano su madre era


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