Cuando fuimos dioses. Olga Romay

Cuando fuimos dioses - Olga Romay


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obligó a los macedonios a hacerle regalos.

      Como si Bagoas supiese que Ptolomeo lo observaba, levantó sus ojos unos instantes. Eso bastó al general para saber que, el eunuco haría cualquier cosa por su amo Alejandro. Había descubierto en aquel rostro la misma mirada que se repite una y otra vez en las batallas cuando un soldado agoniza y su compañero de armas le sostiene la mano desesperadamente. Le habían dicho a Ptolomeo que Bagoas no consentía a nadie limpiar las miasmas de Alejandro, él se ocupaba en persona de las tareas más humildes, propias de los sirvientes del palacio.

      El eunuco ayudó a los esclavos a levantar el cuerpo del enfermo, ahora ligero como una pluma. Los labios de Bagoas se contrajeron en una mueca de dolor, como si la agonía de Alejandro se hubiese contagiado a su cuerpo a través del contacto con su piel. Si era cierto que algunos hombres sufren al ver el dolor ajeno como si hiriese su propia carne, Bagoas se encontraba entre ellos.

      Thais rompió a llorar, ahora apoyada en el hombro de Ptolomeo. Este le acarició la cabeza y apartó uno de los rizos que le ocultaban la cara.

      ―El médico egipcio lo ha conseguido, es la primera vez que veo a Alejandro abrir los ojos en cinco días. Recuérdame que, aunque agonice nunca llame ni a un médico babilónico ni a uno griego. Mátame antes de que intenten darme una pócima ―dijo con rencor Ptolomeo. Luego se apartó de Thais y se acercó donde se encontraba el médico. El egipcio ordenó a Bagoas que no cubriese el cuerpo de Alejandro, debía permanecer frío durante la mayor parte del tiempo.

      Los otros médicos se rindieron ante la evidencia de la superioridad del egipcio. El griego había fracasado con sus medicinas y brebajes. Se había limitado a sedar al enfermo con vahos de adormidera del Peloponeso, siendo nulos sus intentos de desterrar la fiebre.

      ― ¿Cuánto tiempo puede mantenerse consciente? ―preguntó Ptolomeo al egipcio.

      En vez de una respuesta, el médico, sospechando que Alejandro comprendía en cierta medida lo que se decía a su alrededor, se alejó de la cabecera de la cama y condujo a Ptolomeo y Thais a la sala donde los generales formaban un contubernio. Al intentar en vano responder a Ptolomeo, los demás generales demandaron su presencia. Sus opiniones eran respetadas, ya sabían que había conseguido despertar a Alejandro.

      Orquestando las preguntas de los generales, confusas e insistentes, Pérdicas tomó la palabra:

      ― ¿Ha mejorado?

      ―Me temo que no ―sentenció el médico sin inmutarse. Su acento era extraño, el de los colonos griegos que habitan en Naucratis, en el Delta del Nilo. Pero, en aquella corte mestiza era uno más. No sentía ninguna simpatía por Pérdicas. Cuando lo había conocido en Menfis, leyó en sus pupilas dos enfermedades: una provocada por los mosquitos y otra por la ambición. Ambas eran igual de peligrosas.

      ―Mi faraón sólo ha abierto los ojos ―respondió apesadumbrado―. Morirá, ya no puede ingerir alimento, su debilidad es tal que sólo le queda un día. Llegó el momento de la despedida.

      Si para los macedonios su rey era su hegemenon, para aquel egipcio sin embargo Alejandro era su faraón. El médico había estado en Abydos cuando los sacerdotes escribieron el nombre de Alejandro en la lista de faraones, tras la proclamación se unió al macedonio en calidad de médico. Su misión durante años fue encargarse de la salud de la segunda esposa de Alejandro, Estateira, la hija de Darío que vivía en el palacio de Susa y desde allí había llegado cuatro días atrás por orden de Ptolomeo.

      Se hizo el silencio. Los hombres abrieron las bocas, pero no pudieron emitir palabra alguna, sus gargantas parecían paralizadas, las manos de los generales, antes tan expresivas y brabuconas, quedaron inertes al oír la palabra despedida.

      No dudaron de las palabras del egipcio. Días atrás, cuando la fiebre comenzó, pidió nieve ante las burlas de todos. Ahora sabían que su sabiduría había sido efectiva. Sin embargo, los médicos babilónicos, despreciando al egipcio y orquestados por Bagoas, se empeñaron en practicarle a Alejandro un exorcismo el cuarto día.

      El médico egipcio asistió horrorizado al ritual e hizo un amago de abandonar el lecho de muerte de Alejandro. Los demás se lo impidieron, si Alejandro no sobrevivía la responsabilidad debía caer sobre todos.

      Empeoró y Ptolomeo al ver su sufrimiento los echó llamándoles a gritos matasanos, salvo al egipcio que fue el único autorizado para tratar a Alejandro.

      Los generales esperaron las palabras del médico. El egipcio levantó la mano para ser escuchado:

      ―Si el hielo hubiese llegado antes, habría esperanza. Pero un hombre que lleva diez días con fiebre alta, los pulmones encharcados y ha sufrido la tortura de un exorcismo, ha de prepararse para morir. Su cuerpo ya es ligero como una pluma, su alma debe también serlo.

      ― ¿Puede hablar? ―preguntó Pérdicas. Sólo le interesaba que Alejandro eligiese un sucesor, el general se consideraba el mejor candidato, pero necesitaba una frase del moribundo confirmándolo.

      ―Balbucea ―respondió el médico―, hay hombres que en su estado todavía razonan y otros que no dicen nada coherente. Alejandro es de los últimos. La muerte nunca es digna, ni siquiera para un rey.

      Las palabras del médico parecieron bastar a Pérdicas. Seguido de los demás generales, se dispuso a entrar en la alcoba. El egipcio no se opuso, nada de lo que hiciesen podría salvar a Alejandro, ni tampoco empeorar su estado. Había llegado el tiempo de las despedidas.

      Bagoas les recibió a todos como si fuese un consorte la víspera de enviudar. Si hubo un momento en su vida para mostrarse respetable, fue en aquellas últimas horas. Con las lágrimas corriendo por sus mejillas, no emitió sollozo alguno.

      Pérdicas le saludó, tomó sus manos con respeto y después, abandonando al eunuco, acercó su rostro al de Alejandro. Iba a formular la pregunta.

      Capítulo 2:

      Cleómenes, el gobernador de Egipto

      Al entrar en Pelusio, el soldado macedonio preguntó por el gobernador de Egipto. Desconocía dónde paraba, aunque en Babilonia, el escriba jefe de la primera cancillería le había asegurado que probablemente Cleómenes se encontrase allí y no en Naucratis donde moraba la mayor parte del año. Sintió alivio al saber que no tenía que cruzar el Delta hasta el otro vértice, estaba seguro de que se perdería entre los canales y acequias.

      ―Traigo noticias de Babilonia ―le dijo el macedonio al gobernador cuando se lo encontró en el primer patio del templo de Horus hablando con los sacerdotes.

      ―Bien, pueden esperar ―se dijo sin percatarse de que no se trataba de un correo ordinario. Entregó con descuido la tablilla a su esclavo, que le esperaba apoyado en uno de los pilonos del templo sosteniendo su sombrilla.

      ―Cleómenes de Naucratis ―le replicó el jinete macedonio bajándose de su caballo con cierto dolor. Cabalgar durante tanto tiempo le había entumecido los músculos―. Este mensaje no puede esperar. No me está permitido desvelar las cartas bajo mi custodia, pero puedo jurar por Zeus que, si conocieses lo que acontece en estos momentos en Babilonia, lo leerías.

      El gobernador frunció el ceño. En todos los años de correspondencias con la corte de Alejandro, nunca había oído impertinencia igual por parte de un mensajero. Pero como no era un hombre irritable, sin cambiar de expresión, le hizo un gesto con los dedos al esclavo y tomó de nuevo la tablilla de barro. La leyó a duras penas. La cancillería seguía usando la escritura cuneiforme que tanto le desesperaba, se empeñaban en escribir el griego sin usar un cincel, con aquellas cuñas arcaicas. Al final pudo descifrarlo.

      ― ¡Por Zeus! ―exclamó. Cuando juraba lo hacía en griego, cuando insultaba, en egipcio. Miró de un lado a otro desconfiado. Se apartó hacia el interior del templo de Horus, pero al momento volvió a salir apresuradamente temiendo que los sacerdotes pudiesen echar un vistazo al contenido del mensaje. Al ser los clérigos tan hábiles y conocer tantas lenguas, podrían fácilmente usar su vista de halcón para ver dos palabras que nunca debieron


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