Cuando fuimos dioses. Olga Romay
del gran rey. Aunque fingiese pesadumbre, en aquel rostro acostumbrado al disimulo nada era cierto, tras su máscara albergaba un gran temor al caos que les perseguiría tras la muerte de Alejandro. El miedo era un sentimiento extraño en Thais, sólo se manifestaba cuando el peligro era cierto.
Muchos de los eunucos se preguntaban cómo aquella griega conseguía moverse como si ella misma fuese la reina de las aguas y el palacio centenario un río en el que nadaba. El peplo de la mujer formaba ondas graciosas a su paso, aquel día vestía de seda azul, incluso los broches que sostenían su vestido en los hombros exhibían piedras de lapislázuli y las cintas de sus sandalias eran de piel de gamuza teñida de añil.
Dos eunucos, los que aguardaban junto a la puerta y que por sus vestiduras parecían de mayor rango, se miraron con complicidad y sonrieron levemente, reconocían la procedencia de los broches: del saqueo del palacio de Persépolis.
Diez años atrás uno de ellos, el más calvo, antes guardián del tesoro y más tarde defenestrado al invadirles los griegos, había catalogado las joyas y anotado su valor en una tablilla de barro. El otro eunuco, el más grueso, las había confinado en una cámara del ala norte del palacio de Persépolis. En aquellos tiempos todavía reinaba Darío III.
―Cada uno de esos broches vale mil daricos de oro ―cuchicheó el guardián del tesoro a su compañero―. Recuerdo el día que el sátrapa de la India se los regaló a Darío.
―Pues ahora los tiene ella, supongo que Alejandro se los regaló al general Ptolomeo y éste se los entregó a su amante. Llevo años preguntándome dónde han ido a parar y he aquí la respuesta ―añadió su compañero señalando los hombros de la griega.
Aunque la conversación de los dos funcionarios albergaba rencor hacia aquella advenediza tan odiada por la corte de Darío, se limitaban a ser serviles con ella. Thais pensaba que Alejandro había sometido a los eunucos a su voluntad, sin embargo, la realidad era bien distinta: los castrados eran imprescindibles para los invasores. El macedonio podría deshacerse de toda la corte formada por mujeres, esclavos y concubinas, pero nunca de aquellos funcionarios. Su valía era tan necesaria que nada en aquel inmenso imperio funcionaba sin su aprobación. Sin duda los eunucos se sabían tan imprescindibles como el agua de un molino, de ahí su porte arrogante al mirar a la mujer. Para ellos Thais no era más que otra de aquellas intrigantes griegas que se aprovechaban del ejército macedonio, con una buena posición por ser la concubina de Ptolomeo, uno de los generales más cercanos a Alejandro. Su fama era la de ser la más hermosa y su virtud consistía en una inteligencia aguda. Pero, los eunucos sabían que, en el harén de Darío, harén que ahora pertenecía a Alejandro, había mujeres mucho más bellas que Thais y más inteligentes. Si el macedonio no hubiese pasado tanto tiempo dedicado a conquistar el orbe, las persas ya habrían tomado posiciones y le hubiesen dado numerosos hijos como solían tener los reyes medos.
― ¿Dónde está? ―preguntó la griega al eunuco calvo que franqueaba el paso hacia las habitaciones privadas― ¿Se le puede ver? ¿Es verdad que no ingiere alimento desde hace dos días y que vomita bilis?
Le maravillaba que siempre se la respondiese en griego, parecía que todos los eunucos hubiesen nacido en Esmirna y hablasen el jónico con perfecto acento. Desconocía que dominaban a la perfección varios idiomas. Desde que entraban en el palacio, su educación se cuidaba de forma tan esmerada que podían recitar a Homero como el mejor de los aedos de Atenas.
―Duerme ―le respondió el eunuco calvo. Había pasado de ser guardián del tesoro a una especie de chambelán que examinaba a los aspirantes que deseaban acceder a Alejandro―. Ha recibido la visita de ese médico egipcio llegado desde Susa y al verlo le ha prescrito un baño de agua helada.
Un carro atravesó el patio en ese momento. El estruendo de las ruedas sobre el ladrillo obligó a todos a volverse, Thais dejó de ser la novedad por un instante.
El cargamento había entrado en Babilonia por la puerta de Istar y recorrido la vía procesional hasta el palacio de Darío, pero, allí informaron al cochero que Alejandro residía en el de Nabucodonosor. La ciudad albergaba varias residencias reales y el rey macedonio las utilizaba según su antojo.
La mercancía de su interior oculta bajo toldos blancos, procedía de un nevero del palacio de Ecbatana donde ese invierno se había guardado la nieve de los montes Zagros. Consistía en varias cajas de madera que vertían un reguero de agua sobre el suelo del patio. Dentro se encontraba la nieve compacta que había sobrevivido al viaje. Había seguido la ruta de posadas viajando de noche y, de los cuatro cargamentos de nieve que salieron de la montaña, sólo había resistido aquel. Al sol del verano no le interesaba lo más mínimo que Alejandro se consumiese de fiebre. Es más, parecía conjurarse con los persas para que su muerte llegase lo antes posible.
El destino del hielo era la bañera del monarca. Los médicos babilónicos salieron de las puertas de bronce, saludaron a Thais y recibieron con escepticismo el cargamento. Apartaron las telas tan sólo un instante, el brillo del hielo deslumbró a todos. Dos niños casi púberes salieron corriendo de una puerta lateral comunicada con el harén y se acercaron a ver el carro, sus ayos, unos orondos eunucos, no pudieron alcanzarles a tiempo. Los pequeños rebeldes arrebataron un pedazo de nieve y se sorprendieron de su tacto glacial, gritando en persa exclamaciones de júbilo al sentir en sus manos aquel nuevo elemento del cual habían oído hablar muchas veces. Sus niñeras los arrastraron por donde habían salido, los muchachos se negaban a abandonar su valioso botín que se derretía aprisionado entre sus puños.
Una vez desaparecidos los díscolos habitantes del harén, el resto de los funcionarios comenzaron a hablar nerviosos entre susurros. A ratos se frotaban las manos. Tal vez el frío no calmase el sufrimiento de Alejandro, sino que produjese un empeoramiento y algún general les mandase matar por ello. Todavía se acordaban de cuando el macedonio ordenó asesinar a su médico Glaucas al no poder salvar la vida de Hefestión.
El hielo había sido idea del egipcio recién llegado por orden de Ptolomeo, los babilónicos fracasaron con su magia desde el primer intento, y el único médico griego, Critodemo, ya no se atrevía a proponer nada. Los babilónicos habían dominado la voluntad del enfermo, formaban entre todos un consejo que atormentaba al rey combinando hechizos, encantamientos y pócimas que Alejandro ya no podía ingerir porque sólo vomitaba sangre y escupía bilis.
Los médicos y la nieve desaparecieron con rapidez. Luego Thais fue conducida a las habitaciones de Alejandro por el eunuco más grueso.
Había estado allí en numerosas ocasiones, pero no sabía orientarse, y sospechaba que se perdería si la dejaban sola. El eunuco abrió para ella las puertas de numerosas antesalas, descorriendo las cortinas de otras. Thais sabía que iban por el buen camino porque el hielo derretido había dejado un reguero sobre las alfombras, aquella agua era el hilo de Ariadna del palacio de Nabucodonosor. Pero, no estaban en Minos y ella no era Teseo atrapado en el laberinto. La concubina pensó en las alfombras y se dijo que eran el mejor invento de los persas, luego rectificó y reconoció que los jardines superaban con creces a las alfombras. Le complacía pasearse por aquellos vergeles que los persas llamaban paraísos llenos de hermosos animales y plantas exóticas. Siempre fue sensible a la naturaleza insólita. Se dijo que, si algún día se instalaba en una ciudad, compraría esclavos jardineros para recrear los vergeles que subían hacia el cielo.
Lejos parecían los días de fiesta cuando todo en la corte brillaba bajo el hechizo de lámparas de cristal. Ahora los corredores y salones semejaban una caverna tenebrosa y deshabitada. Nada más lejos de la realidad, escondidos en los rincones se ocultaban muchos de sus moradores, pero ya no brotaban palabras, y si se pronunciaban, sólo se emitían a media voz. Los movimientos de la corte se hallaban silenciados por el miedo.
En la primera sala esperaban los soldados, un pequeño grupo de infantes macedonios charlando con Filipo Arrideo, el oscuro y débil hermanastro de Alejandro que se recostaba en un diván.
En la misma estancia, acechando entre las sombras con sus brillantes pupilas se encontraban la élite de los soldados persas que formaban parte del ejército de Alejandro. El rey macedonio se había empeñado en que combatiesen junto a los suyos, un intento inútil, los