Cuando fuimos dioses. Olga Romay

Cuando fuimos dioses - Olga Romay


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se situó bajo la luz de una pequeña ventana. Su rostro ardía con los rojizos rayos del atardecer. A su espalda, un dragón rojo pareció cobrar vida. Thais detestaba los dragones que formaban parte de la decoración de Babilonia, unos monstruos feos y desgarbados. Decían que eran la representación de Marduk, otro de aquellos viejos dioses persas, aun así, la griega no creía en su magia protectora.

      ―Como puedes ver por ti mismo, no porto antorchas, ni oirás de mí música alguna. Sólo deseo ver a mi rey. Alejandro es fuerte, todavía puede recuperarse. He hecho mis ofrendas a Apolo y sé que vivirá―le respondió Thais. El duro rostro de Pérdicas le producía terror, pero para combatirlo la mujer contraatacaba con voz firme, no le permitía vencerla—. Vengo de la sala de los infantes, Menelao me envía con un mensaje para Ptolomeo.

      Thais cuchicheó a los oídos de su amante el recado de Menelao, mirando a Pérdicas con el rabillo del ojo. Luego entró decidida donde se reunían los siete generales.

      ― ¡Macedonios! ―exclamó la hetaira levantando los brazos con las palmas abiertas hacia el techo. Los labios de Thais derrochaban más elocuencia cuando se dirigía a hombres que a mujeres. Sabía que Alejandro moriría, pero como odiaba ser mala agorera, los animó: ―, alberguemos esperanzas, Alejandro volverá a empuñar su espada. Sois los amos del mundo, favoritos de los dioses. Nuestro rey es fuerte, otras veces temimos su muerte y los dioses no lo permitieron.

      Como los generales conocían sobradamente a aquella mujer, no le prestaron atención y siguieron a lo suyo. Diez días atrás tal vez hubiesen escuchado sus palabras, ahora la opinión de una hetaira les traía sin cuidado. El mundo cambia en diez días y, en ocasiones en diez horas.

      Ptolomeo la llevó hasta un umbral donde dos genios protegían las jambas de las estancias del rey. No eran leones como Thais había visto en Persépolis, sino varones alados con largas barbas rizadas. Portaban una cabra en una mano y una pluma en otra.

      Ptolomeo señaló a las dos figuras pétreas y le susurró a Thais al oído:

      ―Me han dicho que se hallan aquí para proteger a los reyes persas de los demonios― miró despectivamente al eunuco que era hábil escuchando conversaciones y se tomó las palabras como una ofensa a sus dioses― pero, yo me he asegurado de que nadie entre ni salga en los dormitorios sin la autorización de mis hombres.

      Dos soldados macedonios custodiaban la entrada con sus lanzas formando un aspa. No la habrían dejado pasar si Ptolomeo no la hubiese

      introducido. Tras aquellas puertas todos los eunucos carecían de autoridad, salvo uno en especial que gozaba de la confianza de Alejandro: Bagoas.

      ―Thais desea ver al rey ―informó a media voz a los guardianes. Ptolomeo prefería siempre utilizar un tono suave con los soldados. Raras veces se le oía ordenar a viva voz. Pérdicas envidiaba el dominio de la voluntad de los hombres que tenía el general de Alejandro. No comprendía cómo con un simple susurro, conseguía obediencia y sumisión inmediata.

      Los soldados apartaron sus lanzas. Uno de ellos descorrió la pesada cortina de lana roja y abrió la puerta oculta tras ésta. Thais inspiró, se preparó para encontrarse con el moribundo. Iba a entrar en el santuario.

      Dominaba la estancia la serena presencia de una cama bajo un baldaquino del que colgaban sedas teñidas de púrpura. Se desesperó, con tan poca luz la mujer no podía distinguir al rey macedonio. Buscaba donde no debía, Alejandro no se hallaba en el lecho.

      Entre dos esclavos lo izaban de una bañera. Entonces vio el cuerpo consumido del monarca. Alejandro había perdido toda su juventud. Sus carnes pálidas y acartonadas anunciaban la proximidad de la muerte. Los ojos desorbitados del rey macedonio se abrían aferrándose inútilmente a la vida y de sus labios se escapaba un gemido. El frío del hielo sólo había conseguido hacerle recobrar la consciencia, pero no la salud. Aun así, su agonizante dolor se consideraba un gran logro en un enfermo que llevaba desfallecido varios días por las altas fiebres.

      Thais, que en los últimos tiempos lo evitaba, sintió lástima por él. Conocía a Alejandro desde hacía diez años, cuando Ptolomeo la había llevado ante su presencia en Atenas, exhibiéndola como un trofeo de caza. Aquel día el rey se limitó a asentir y saludarla con cortesía sin interesarse por ella lo más mínimo. Alejandro y Ptolomeo podrían haberse criado juntos, pero en cuestión de mujeres nunca coincidían. Rara vez pusieron sus ojos en la misma hembra y, por supuesto nunca en el mismo hombre porque Ptolomeo se había aficionado a los refinamientos de las hetairas desde su adolescencia en Macedonia.

      Al ver la decrepitud de Alejandro, Thais se derrumbó como si la hubiesen apuñalado, cayendo sobre el suelo mojado con la teatralidad de una heroína de Eurípides. Luego, al sentir la humedad empapando su peplo, se arrepintió de su efusividad. Allí no había alfombras, la sala debía fregarse varias veces al día para limpiar las inmundicias que emanaban del cuerpo de Alejandro. La ropa de Thais ahora se encontraba mojada por miasmas, tendría que regalar su peplo a las esclavas.

      ― ¿Cómo ha podido suceder? ―se preguntó sin poder mirar hacia otra parte que no fuesen aquellas costillas marcadas. La carne había huido y los músculos del rey de Macedonia se reducían a unos frágiles tendones grisáceos.

      Al oír la voz de Thais, Alejandro giró el rostro hacia ella, como si fuese un faro en la oscuridad. La hetaira supo que aquellos ojos miraban, pero no veían. Luego, como si el macedonio hubiese realizado un movimiento extenuante, su cabeza cayó hacia atrás, desmayándose. El cuerpo ingrávido del rey perdió toda voluntad y los esclavos lo sostuvieron.

      Los médicos lo tumbaron en la cama. Con cojines incorporaron su torso componiendo brazos y piernas para conferirle cierta dignidad. La cabeza volvió a desplomarse y consiguieron erguirla con mucho cuidado. Los ojos permanecían abiertos, desorbitados. La mandíbula se desencajó en una mueca grotesca comenzando al momento a bailar, recordando a los presentes la de un anciano incapaz de controlar los movimientos espasmódicos.

      ―No está consciente ―dijo una voz en el dormitorio. Thais reconoció al que hablaba: Bagoas, el favorito de Alejandro.

      El hombre emergió de la sombra que le ocultaba el rostro y se acercó a Thais. Eran viejos conocidos. Al verlo, se abrazó a él. Solía ser atenta con aquellos que Alejandro elegía como compañeros. Tal vez Bagoas, si no fuese un eunuco más, la hubiese rechazado, un abrazo implicaba demasiada intimidad en su rango de afectos. Pero, Thais supo ganarse con el tiempo su corazón solitario, lo sabía necesitado de amor, a cambio él permitía a la mujer ciertos privilegios.

      ― ¿Llegará a un nuevo día? ―susurró la hetaira al oído temiendo ser oída.

      Ptolomeo la separó de Bagoas. Le parecía bochornoso que su concubina perdiese ante él la decencia. El general también sentía en sus carnes la desesperación de ver a Alejandro agonizando en forma tan miserable, pero se contenía, lloraba solo cuando estaba a solas y esperaba de Thais estar igualmente a la altura de las circunstancias.

      Bagoas colaboró con él deshaciéndose del abrazo de la mujer. Se situó a la cabecera de la cama y comenzó a mesar el pelo de Alejandro. Lo peinó con suavidad, le extrajo con un lienzo las gotas de agua de la bañera y después, una vez que los esclavos secaron con cuidado el cuerpo de su amo, lo cubrió suavemente con un manto inmaculado.

      Componían entre el enfermo y el eunuco una estampa hipnótica: Bagoas en el esplendor de su juventud y Alejandro en sus últimas horas.

      Viendo los esfuerzos de Bagoas en aquellos cuidados, Ptolomeo sintió en cada gesto del eunuco la tierna huella del amor y la piedad. Siempre había juzgado a aquel persa como un adorno bello e impenetrable, poseedor de un corazón perverso. Todos en la corte de Babilonia parecían olvidar que antes de ser el favorito de Alejandro lo había sido de Darío III. Pero, Ptolomeo tenía una excelente memoria, recordaba cómo encontraron a Bagoas abandonado a su suerte cuando ganaron la batalla del Gránico. Vagaba entre las tiendas y, cuando le preguntaron por su condición, se presentó de forma pomposa como esclavo de Darío. Alejandro al verlo se lo llevó para su servicio personal.

      Al principio a nadie


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