Cuando fuimos dioses. Olga Romay
no moverse del palacio hasta saber las intenciones de los soldados invasores. Thais vio el resplandor peligroso de espadas y puñales, supuso que en cuanto alguno atravesase la barrera invisible que dividía el salón, se matarían entre ellos.
Thais sólo saludó a los griegos, los persas la ignoraron. A ella no pareció importarle, avanzó por la tierra de nadie que formaba un pasillo en la sala.
—Thais —oyó que alguien la llamaba a sus espaldas.
De entre la masa de infantes macedonios se adelantó uno de sus generales, Menelao, el hermano de Ptolomeo. La mujer lo trató con deferencia, esperaba que, si algún día Ptolomeo la abandonaba, su hermano la contratase al instante como hetaira. El trabajo de Thais y de muchas otras hetairas, consistía en ser unas sofisticadas concubinas de lujo; vivir en Persia era disfrutar de una edad dorada aprovechándose de los vanidosos generales griegos deseosos de presumir por mantener en exclusiva los servicios de una belleza. El precio se desorbitaba si la prostituta sabía recitar versos, tocar el oboe y dar placer en el lecho.
—Sólo quiero que le digas a mi hermano una cosa —le dijo Menelao—: los infantes nunca apoyarán la regencia de Pérdicas. Si Alejandro muere, coronarán a Filipo Arrideo y si Pérdicas lo impide, las falanges iniciarán una guerra.
Thais le aseguró que se lo diría en persona. Comenzaba a comprender el caos que se avecinaba: los macedonios se hallaban divididos en dos bandos irreconciliables, caballeros e infantes. Cada uno tenía su preferido para la sucesión.
Menelao, algo más joven que Ptolomeo, nunca había gozado del favor de Alejandro, requisito principal para ser nombrado guardaespaldas. Aun así, ostentaba el cargo de general de infantería y bajo sus órdenes luchaban las terribles falanges macedónicas. Cuando en las batallas se compenetraban las falanges de Menelao y la caballería de Ptolomeo, los hermanos se convertían en invencibles.
En la segunda sala, como si perteneciesen a una categoría superior, se encontraban los caballeros. Dominaban un salón donde los leones vidriados de las paredes parecían rugir a la luz de las antorchas. Allí sólo moraban los macedonios. Al ver a Thais, detuvieron sus frases, y las palabras se quedaron congeladas en el caluroso verano.
No fue el único efecto que consiguió la presencia de la mujer, ocurrió algo sorprendente para unos hombres acostumbrados a gobernar el mundo: el decidido andar de la concubina los obligó a apartarse. Ella desfiló fríamente por aquel corredor improvisado, como un cuchillo parte en dos mitades una granada. Sintió que pronunciaban su nombre en bajo y luego oyó las palabras: muerte, guerra y conspiración. Su instinto le hizo apresurar el paso, sentía rugir bajo sus pies un volcán a punto de estallar. El eunuco que la guiaba parecía indiferente.
Luego la hicieron pasar a una gran sala. Por fin las veía, allí se encontraban las mujeres de cierta categoría del harén, rodeadas de sirvientas. Al ver a Thais se apartaron hacia los rincones, organizándose en pequeños corrillos para defenderse inútilmente de la griega, como si hubiesen visto una serpiente venenosa. Le recordaron a pequeñas alondras asustadas. Las mujeres también conspiró, se dijo, pero lo hacen con gracia y contempló cómo las persas al ser sorprendidas se llevaban las manos a la boca. Algunas usaron un extremo de sus mangas para tapar sus labios y otras ocultaron los collares con los velos para que su enemiga no pudiese ver las joyas. Las esclavas las protegieron rápidamente cubriéndolas con abanicos de plumas de aves exóticas.
Thais se quedó maravillada, Persia nunca terminaba de sorprenderla, se preguntó dónde podrían vivir aquellos pájaros tornasolados con alas azules y verdes. Prosiguió hacia la cuarta sala donde se encontraban los siete generales más próximos a Alejandro.
El eunuco le advirtió que tras la puerta no se permitía el paso a mujeres. Al oírlo dudó al entrar, luego decidió ser prudente y se limitó a decirle al funcionario:
―Avisa a Ptolomeo, dile que estoy aquí.
Esperó en la antesala donde varios divanes se distribuían a la usanza griega para que los invitados se recostasen. Le trajeron cerveza fresca y ella la rechazó con un gesto despreciativo. Una griega siempre bebe vino. Ptolomeo hizo acto de presencia en la pequeña antesala. Una ventana cubierta con una celosía iluminaba la estancia y los rayos del ocaso se posaron sobre Thais cuando él entraba:
―La hora más oscura se aproxima. El dios Hermes ronda ya el palacio para guiar a Alejandro al inframundo. Los médicos dicen que no puede vivir más de dos días. Lo acaban de sumergir en nieve, pero aún no ha vuelto en sí.
Thais le concedió un rápido vistazo. Ptolomeo no vestía su ropa militar, sólo una sencilla clámide marrón. Tampoco calzaba sus habituales botas de montar, sustituidas ahora por unas sandalias usadas sólo en tiempos de paz. La hetaira adivinaba que su amante se sentía incómodo vestido de civil. Alzó la vista y tropezó con sus ojos, sin duda lo más bello de su rostro. Le parecieron brumosos como la niebla que envuelve un barco y a pesar de que el general había sufrido una larga vigilia, esta no los había despojado de su brillo.
Thais se creía una gran conocedora de los estados de ánimo de Ptolomeo, la griega poseía una sabiduría innata parecida a la que tienen los expertos en el vuelo de los pájaros que predicen cuándo va a llover. Podía interpretar cada una de sus miradas. Eran unos ojos bellos, acariciadores, sensibles y duros a la vez. Combinaban todos los sentimientos del mundo.
Su voz solía ser pausada con ella, pero Thais sabía que su amante se transformaba cuando daba órdenes en el campamento, se volvía rudo y atronador. En los banquetes hablaba lo justo y sonreía por compromiso observándolo todo. Había heredado de su padre un cuerpo fuerte, se levantaba temprano para ejercitarse en el gimnasio y comía frugalmente. Sólo lo vio engordar después de atravesar el Kurdistán, al llegar a la India se dejó llevar por la gula y luego sintió repugnancia de sí mismo, de sus manos regordetas y su panzudo estómago. Pero, al regresar a Babilonia volvió a ser el hombre apuesto de siempre.
―Si no puede vivir más de dos días, debemos prepararnos ―le dijo Thais―. Pérdicas ya habrá hecho proyectos, no lo dudes. De todos los macedonios tú eres el más prudente, ¿ya has pensado algo? Te conozco, no quieres decírmelo, piensas que las mujeres no sabemos nada de cómo se gobierna un imperio, pero tú no puedes haber pasado todo este tiempo sin hacer planes ―añadió Thais levantándose de su diván. Consideraba a Pérdicas el más ambicioso y peligroso de los generales de Alejandro, sólo Ptolomeo podía evitar que se hiciese con el poder.
Existía el rumor de que dos días atrás Pérdicas aprovechó los últimos momentos de lucidez de Alejandro para preguntarle quién sería el heredero de su reino. Alejandro había respondido con el silencio.
―Pérdicas ha sondeado cuál es la opinión de cada uno ―le reveló Ptolomeo acercándose a su amante. Sospechaba que el palacio no ofrecía seguridad para confidencias. Las celosías, las cortinas y las paredes camuflaban delatores―. Yo le he dicho que Roxana está embarazada y si nace un varón, heredará el reino. Debemos esperar.
― ¿Y quién será el regente hasta que el niño crezca? ―preguntó Thais―. No me lo digas, supongo que Pérdicas se considera lo suficientemente poderoso para ejercer la regencia de ese niño. ¿Y si nace una hembra?, ¿Se desposará con ella cuando sea púber? Sea como sea, debemos impedirlo. Ese general sólo alberga dos sentimientos hacia ti: odio y envidia.
Pérdicas descorrió la cortina que separaba la pequeña sala donde se refugiaban Thais y Ptolomeo. Huesudo, musculoso, su carne se concentraba en unos labios carnosos y tras los labios unos dientes torcidos y grandes. Thais y Ptolomeo se quedaron mudos y se miraron de forma cómplice sin saber cuánto de su conversación había oído el recién llegado.
Sin embargo, Pérdicas no había escuchado a la pareja, se había personado de forma sorpresiva movido por otra razón: percatándose de la ausencia de Ptolomeo, dedujo que sólo Thais habría podido retenerle. Los demás generales se espiaban unos a otros, en una extraña vigilia donde nadie se atrevía a ver al moribundo, salvo para certificar su muerte, pero tampoco deseaban moverse de aquella sala de recepciones donde se iba a repartir el Imperio de Alejandro. Una pequeña ausencia, aunque sólo fuese unos instantes, podría suponer