Cuando fuimos dioses. Olga Romay

Cuando fuimos dioses - Olga Romay


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Capítulo 11: Los ushebtis de Alejandro.

       Capítulo 12: Cleopatra y el tuerto.

       Capítulo 13: Bajo un mismo techo.

       Capítulo 14: El cofre de las joyas de Thais.

       Capítulo 15: La primera impresión.

       Capítulo 16: Hipopótamos y cocodrilos

       Capítulo 17: Eurídice, la novia azorada.

       Capítulo 18: La derrota es huérfana.

       Capítulo 19: Demetrio, el cuñado entusiasta.

       Capítulo 20: El color del desierto.

       Capítulo 21: La lluvia de Macedonia.

       Capítulo 22: La niña asustada en el teatro de Egás.

       Capítulo 23: Un idiota por marido.

       Capítulo 24: El templo de Isis.

       Capítulo 25: Tres hermanas y el heredero bastardo.

       Capítulo 26: Jerusalén.

       Capítulo 27: La prima Antígona.

       Capítulo 28: Regalo de bodas.

       Capítulo 29: Carta desde la perla del Egeo.

       Capítulo 30: La cicatriz de Ptolomeo.

       Capítulo 31: El ala de mujeres del palacio de Menfis.

       Capítulo 32: La crema de Afrodita.

       Capítulo 33: Un nuevo dios para Egipto.

       EPÍLOGO

      PRIMERA PARTE: BABILONIA

      Capítulo 1:

      Alejandro agoniza

       Babilonia, 323 a.C.

      -¿Dónde está Alejandro? —preguntó Thais levantando un brazo hacia el cielo estival de Babilonia—. ¿Vive aún el rey de Macedonia?

      Su voz inundó el cuarto patio del palacio de Nabucodonosor. Los eunucos se le quedaron mirando sin atreverse a responder. Se replegaron con rapidez, formando un pasillo que dejó ver una puerta de bronce en un extremo del recinto. Se cubrían con mantos oscuros, semejaban murciélagos encogiendo sus alas asustados ante un enemigo. Sus movimientos escondían cierto temor.

      Thais había salido esa tarde desde su lujosa casa en el barrio de Tuba recostada en una litera, los porteadores atravesaron el puente de madera del Éufrates y la llevaron hasta la puerta monumental donde se iniciaba la fortificación que rodeaba Babilonia. Luego, en vez de recorrer en litera la avenida procesional de ladrillos hasta el palacio de Nabucodonosor, la mujer se había subido a una barca ligera. Sus esclavos remaron con largas pértigas para recorrer los canales que atravesaban Babilonia hasta la misma puerta de la residencia real.

      Un pavo real cruzó el patio persiguiendo a una hembra, y desplegó sus plumas para iniciar el cortejo. Nadie le hizo caso, los eunucos no apartaban la vista de Thais.

      —He dicho que he venido a ver a Alejandro —la voz de Thais deseaba ser firme, pero, sonó aguda, demasiado femenina. No tenía costumbre de repetir las frases, los hombres siempre la obedecían complacientes y los esclavos temerosos. La mujer se frotó con nerviosismo las manos y se apartó del sol que quemaba el ladrillo vidriado del pavimento. Vahos de calor flotaban en el ambiente distorsionando su visión, parecía que los eunucos y los pavos reales formasen parte de un espejismo.

      La griega temía no llegar a tiempo, sabía de la agonía del rey y era vital despedirse de él antes del óbito. Mientras caminaba iba ensayando cuidadosamente las palabras que le diría, pero luego lo olvidó todo, la muerte desbarata incluso los planes elaborados. Debía estar allí, era un deber que se había impuesto, Alejandro era el segundo hombre más importante de su vida después de su amante Ptolomeo.

      Vio un eunuco frente a la puerta de bronce haciéndole una señal con la mano. Avanzó hacia él con elegancia e indiferencia. Arrastraba una nube de moscas, que un esclavo se afanaba en apartar de su cabeza agitando una fusta de cuerdas de lana de un lado a otro, sin rozar lo más mínimo a su ama. El aroma de su piel engañaba a los insectos, la importunaban posándose sólo unos instantes para saber si Thais era en realidad comestible.

      La ciudad apestaba, y por eso ella se perfumaba profusamente. Se suponía que, a aquellas alturas del año, la corte debía encontrarse en la fresca Ecbatana huyendo del calor de la llanura fluvial mesopotámica. Pero, quince días antes, Alejandro había obligado a los generales a regresar a Babilonia para un funeral. Era irónico, el entierro planeado para su amigo Hefestión, muerto de una borrachera en Ecbatana, parecía ahora olvidado y ya todos hablaban del sepelio del propio Alejandro.

      Thais consideraba absurda la idea de llevarse las cenizas de Hefestión a aquella ciudad que ahora Alejandro consideraba la capital de su Imperio. Pero, cuando un gran hombre como Alejandro toma la decisión de recorrer media Persia para un sepelio fastuoso, nadie osa contradecirle. Tan sólo los eunucos le advirtieron tímidamente a su amo que Babilonia se tornaba insana en verano, hablándole de la infesta de mosquitos y ratas. Las aguas menguantes, además, ocasionaban un problema de suministro para una corte tan numerosa y exigente, en verano el Éufrates sólo permitía a los navíos de bajo calado remontar el río.

      A los dos días de llegar a Babilonia, los planes del rey macedonio se desbarataron en parte por su enfermedad y se tuvieron que posponer los funerales de su amigo. Ahora ya nadie recordaba por qué extraña razón la corte se hallaba en la ciudad del Éufrates y las cenizas de Hefestión dormían en una urna olvidada en algún rincón del palacio.

      Thais odiaba el calor de la ciudad. Combatía con armas eficaces el sudor: baños tibios y salidas después del ocaso. Se volvía invisible mientras el sol estaba en su cénit. Por dicha razón, era un acontecimiento extraño verla a la luz del día. Los eunucos sospecharon al instante que su presencia en el palacio de Nabucodonosor obedecía a razones


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