Cuando fuimos dioses. Olga Romay
ha dicho? ―Artakama pensó que tal vez, Alejandro había recuperado la conciencia confesando su última voluntad a Ptolomeo. Como era una mujer rápida de reflejos, abrió la boca como hacía cuando algo la excitaba, se acercó a al borde del lecho donde su marido se hallaba sentado, le cogió las manos y preguntó ansiosa―: ¿Te ha dejado el reino? ¿Es así? ¿Asumirás la regencia hasta que Heracles sea mayor de edad? Sé lo que significa: tú y yo reinaremos y mi sobrino Heracles será el rey de Macedonia, el egemón de los griegos, el sah de los persas, el faraón de Egipto.
Artakama se levantó presa de la emoción y dejó ver su cuerpo al trasluz de la lámpara, pues su túnica de lino blanca era de una calidad tan fina que se transparentaba. Pasaba sin duda por una mujer bella, pero Ptolomeo había conocido a su hermana mayor cuando ésta fue amante de Alejandro y sabía que, de las tres hermanas, su esposa Artakama era la menos favorecida.
―Has venido esta noche a comunicármelo. Bendito seas Ptolomeo. Cuando nací, hubo un mago en Éfeso que pronosticó mi boda con un hombre que llegaría a ser rey. La profecía entonces es cierta ―Artakama era presa de la más absoluta excitación. Cuando se había desposado un año antes con Ptolomeo, en una boda multitudinaria donde el mismo Alejandro también se casó con la hija de Darío, nunca se había imaginado cuan ventajoso iba a ser aquel enlace.
Alejandro había impuesto a Artakama como esposa de Ptolomeo por dos razones: la hermana mayor de Artakama era la amante de Alejandro y el padre de las tres hermanas, pese a ser persa, contaba con un elevado estatus entre las tropas de ocupación macedonia. Artabazo, el padre de Artakama era ahora el sátrapa de Bactria.
―No, te equivocas ―la decepcionó Ptolomeo―. Alejandro no me ha designado su regente. Nada puede hacer, el habla le ha abandonado. La regencia la decidiremos entre los siete guardaespaldas. Tal vez nos matemos entre nosotros para conseguirlo. Lo que esta noche trato de decirte es que Alejandro me habló, pero él no estaba consciente, ni siquiera movió los labios, y aun así oí sus palabras claramente, como si estuviese vivo.
Artakama no escuchaba ya. Sólo había oído que su marido no había sido nombrado regente. Cabeceó y como Ptolomeo parecía estar esperando una respuesta, le dijo:
―Así que no seré reina.
―No lo has entendido ―Ptolomeo le tomó las manos―. Te lo repetiré: Alejandro, que está medio muerto, se ha comunicado conmigo. Es como si hubiese hablado con su fantasma, ya sé que no es posible, que esas cosas no existen, los muertos no hablan con los vivos, es un acto contra natura. Pero lo hizo y, por alguna extraña razón sólo yo oí su voz, me advirtió que me matarían si intentaba oponerme a Pérdicas. ¿No lo entiendes? He hablado con un muerto, estoy asustado, aterrado, y, sobre todo, ni sé qué pensar, ni sé qué ha sucedido esta noche.
Artakama le miró con desconfianza. La desilusión afeaba el rostro de la esposa de Ptolomeo: la boca crispada, los pómulos caídos, la mirada desorbitada. Se había transformado en la imagen de la derrota. Primero pensó en descargar su ira en el pecho de su marido, apretó su mano y el puño inició su recorrido, pero se contuvo, decidió llenar la alcoba de reproches.
―Primero vienes a mí en mitad de la noche y me dices que vas a ser el regente. Luego rectificas y dices que nada hay decidido y que tomaréis la decisión entre los siete generales. Veo que no sabes ni lo que dices ni tienes la menor idea. ¿Es que lo vais a decidir a votación? ¿Es que ahora Persia se ha convertido en una democracia como la de Atenas? ¿Os habéis vuelto locos los macedonios? Si fueses un verdadero hombre llegarías al palacio y obligarías a los demás a que te acepten como regente, recuerda que estás casado conmigo, soy hija del sátrapa de Bactria, mi padre fue el que abrió las puertas del imperio a Alejandro, era su guía, su traductor, y, es más, recuerda que mi padre es de ascendencia noble, nieto de Artajerjes. Vosotros no hubieseis podido conquistar la India sin él. Y tú me dices ahora que nada está decidido. Mi hermana Barsine le ha dado un hijo a Alejandro, su único hijo…
Ptolomeo le tapó la boca. Luego la tumbó sobre la cama, levantó la túnica de su mujer y la obligó a soportar su peso. Ella pensó que iba a tomarla en un impulso de rabia y deseo, pero se equivocaba, Ptolomeo no iba a violarla. Odiaba la ambición y el descaro de su mujer, detestaba que le restregase sus orígenes nobles y su elevada posición, cuando Ptolomeo sabía qué había estado haciendo su familia en Macedonia:
―Recuerda, Artakama que, cuando conocí a tu padre años atrás en la corte de Macedonia sólo era un refugiado persa que tenía malas relaciones con Darío. Vivía con una mano delante y otra detrás de la generosidad de Filipo que le permitía residir en la corte mientras le diese información valiosa sobre Persia. En Grecia a los hombres como tu padre se les llama espías. Tus hermanas eran seres insignificantes y tú eras invisible a nuestros ojos. Luego tu padre imploró a Darío que le dejase regresar a Persia. Nadie os echó de menos al iros, las tres seguíais solteras. Sabes perfectamente lo que ocurrió luego, cuando Alejandro puso un pie en Asia, tu padre traicionó a Darío y se ofreció a nuestro servicio de la noche a la mañana como si hubiese nacido en la misma Macedonia. Has de saber que un hombre que ha cambiado de bando tantas veces como la luna cambia de caras, no merece mi respeto. Si por mí fuera, tu padre nunca habría gozado del favor de Alejandro y, por supuesto, tú y tus malditas hermanas, estaríais desterradas en el fin del mundo.
Artakama intentó protestar. El peso de Ptolomeo sobre ella la había acobardado. Incapaz de hablar porque su esposo tapaba su boca, se limitó a mover la cabeza y patalear.
―Pero aún no lo has oído todo. En Damasco, tu hermana Barsine se abrió de piernas ante Alejandro cuando lo vio entrar en la tienda real. Primero se me ofreció a mí y la rechacé. ¡A saber con cuántos generales más yació esa noche! Acababa de quedarse viuda y sólo buscaba la protección de alguno de nosotros, hasta que consiguió llegar a la tienda de Alejandro. Entonces no quieras saber qué ofrecimientos le hizo. Sí, puede que tenga un hijo, pero puedo asegurarte que ese hijo tiene muchos padres. Por fortuna, yo puedo decirlo bien alto: Heracles no es hijo mío. Y en cuanto a tu otra hermana, Artonis, todo el mundo sabe que es la amante de Alejandro, por eso duerme en palacio muchas noches y las joyas que luce no se las ha regalado su marido, Eumenes, el cual ha aguantado más infidelidades que el cojo de Hefestos soportó de su esposa Afrodita.
Como Artakama dejó de patalear, Ptolomeo pensó que ya la había sometido. Comenzó a besarla, algo en Artakama le excitaba. Ella le correspondió buscando sus labios, y desatando el cinturón de Ptolomeo. De pronto, como si el paso del amor al odio en aquella mujer fuese tan rápido como una nube en un día de tormenta, se deshizo de Ptolomeo y se irguió en la cama.
―Mi hermana Artonis no es una puta como insinúas ―diciendo estas palabras, se deshizo de su túnica de lino y se quedó desnuda ante Ptolomeo. La visión de su cuerpo sobresaltó al general, su esposa reunía una extraña combinación: podía hacer el amor en mitad de una discusión violenta―. Alejandro se encaprichó de ella al verla bañarse en casa de mi padre cuando todavía era una muchacha de quince años. Tu rey irrumpió en el gineceo cuando ella salía del agua, Artonis no tuvo tiempo de cubrirse.
―Mientes ― le dijo Ptolomeo besándole el cuello; su plan era el de siempre, deslizar sus labios hacia los pechos de la mujer y luego descender hacia un lugar que consideraba de su exclusiva propiedad. Debía apresurarse y distraerla con palabras, si la entretenía podría lograrlo antes de que ella se percatase―. Él me lo contó y no fue así. Tu hermana Artonis ayudada por un eunuco se presentó en las habitaciones de Alejandro para un asunto confuso, pero ella consiguió lo que ninguna otra mujer del harén había logrado, dormir con él dos noches seguidas.
―No fue así ―replicó Artakama―. Artonis es incapaz de semejante atrevimiento. Y, es más, también me ha revelado secretos de cómo es Alejandro en el lecho. Puedo decirte que su fama como conquistador desdice mucho al verlo amar a una mujer en la cama y…
Ptolomeo frunció el ceño. Sus labios habían alcanzado el monte de Venus y su esposa ya abría las piernas, él creyó que su esposa le iba a recibir como el invitado de honor. Pero Artakama estaba insultando a Alejandro y no podía permitirlo. Dudó entre consumar el acto o mandarla callar. Lo segundo echaría por tierra todos sus intentos