Cuando fuimos dioses. Olga Romay
confinadas en las casas paternas, prisioneras del recato y las costumbres, vestían atuendos sobrios, parecidos a sayos de colores oscuros, ocultando sus cabellos con bastas telas.
Pero ante él, Dido parecía de otra raza, de otro mundo. Una deliciosa visión para un hombre ya hecho y derecho al que su padre había buscado una aburrida, tímida y virtuosa mujer para casarlo en breve.
Al padre de Dido no parecía molestarle que Absalón admirase a su hija, le fascinaba contemplar cómo claudicaba el judío ante la belleza, la vida placentera y las tentaciones. Hizo un gesto para que la muchacha se retirase, y luego, tumbándose en un diván y ofreciéndole a su huésped otro, le dijo:
―Este año se ofrecerá a la diosa ―sus palabras sonaron con una mezcla de orgullo y preocupación.
Absalón se dio cuenta de qué tipo de ofrenda era de la que estaba hablando su anfitrión: la virginidad de Dido se entregaría a la diosa Astarté. Como todas las fenicias, la muchacha iba a realizar un acto que a los ojos de los hebreos era abominable: una hierogamia. Primero un hombre pagaría por ella a las sacerdotisas del templo y luego fornicarían ante la estatua de la diosa del amor. El desconocido la trataría como si Dido fuese la encarnación de la diosa Astarté. Se consideraba un honor para la familia, cuanto más pagasen por la muchacha, más satisfecha estaría la diosa.
Luego llegaron las noticias: Alejandro había enviado una avanzadilla a sitiar la ciudad. La vida de Tiro se vio trastornada. Los habitantes de tierra se embarcaron a media noche hacia la protección de la isla. Hubo un momento que los continentales poblaban tantas calles y plazas de Tiro, que se impidieron nuevos desembarcos salvo aquellos que portaban armas o dinero.
El asedio había comenzado.
Los templos se convirtieron en lugar de refugio y las sacerdotisas de Astarté decidieron que las hierogamias se aplazarían hasta que el templo pudiese ser abastecido con mirra, incienso y sándalo. Astarté era una diosa exigente con los rituales.
Al principio poco le importaron a Absalón los preparativos de Alejandro. Los tirios se asomaban por las murallas y se reían de la absurda idea del macedonio: construir un dique que uniese la isla con el continente. Le vieron demoler la ciudad vieja y con los escombros comenzar las obras del espigón.
Tampoco le molestó encontrarse encerrado en Tiro. Pensó que, incluso si la ciudad fuese tomada, en su condición de judío le perdonarían la vida y podría volver a Judea.
Por otra parte, la idea de pernoctar unas semanas más en la casa de su anfitrión le resultaba tentadora ahora que Dido y él pasaban largos ratos juntos.
Cada vez menos barcos pudieron esquivar el bloqueo del Puerto del sur, aquel que llaman el puerto egipcio. Los víveres comenzaron a escasear en la ciudad. Llegado el tercer mes del sitio, las sacerdotisas comenzaron a pasar hambre. El hambre no hace cambiar a los dioses, pero sí a sus exegetas.
Alejandro se había empecinado en tomar Tiro y el sitio se tornó más asfixiante. La ciudad sólo había conocido un asedio como aquel en tiempos de Nabucodonosor. Pronto comenzaron los rumores de que el Consejo de Tiro estaba buscando la forma de romper el bloqueo y evacuar a las mujeres, niños y ancianos. Hicieron una lista, Dido se hallaba en ella. Las sacerdotisas se negaron a abandonar a su diosa, si la ciudad iba a ser tomada ya fuese por la fuerza o por inanición, ellas no podían abandonar el templo.
Dido comenzó a hablarle a Absalón del templo de Astarté. Le explicó a media voz cómo era el ritual de una hierogamia. El judío pareció desconcertado, en Jerusalén ni siquiera una mujer pública hablaba de negocios carnales. Luego Dido le confesó con los párpados entornados que se rumoreaba que el templo volvería a abrirse para recibir a las jóvenes vacantes. Por último, reveló, acariciando las mejillas, que se hallaba impaciente, debía cumplir el ritual para casarse en el futuro. Melkart se encontraba ausente, como el resto de los hombres, se dedicaba a la defensa de la República, cada vez pasaban más tiempo a solas.
La víspera de la hierogamia, Melkart abrió la mejor de sus ánforas de vino y se la ofreció a Absalón para la cena. Esperó a que el caldo hiciese sus efectos y luego le preguntó si estaría dispuesto a acostarse con su hija en el templo.
―Sabes bien que amo a Dido como el mejor de los padres. Muchos son los hombres que desean cumplir con el honor, pero no cuentan con dinero suficiente, o son inapropiados para ella, ya me entiendes, demasiado viejos. Pero tú eres un hombre joven y apuesto, le tienes afecto y seguramente que pagarás lo justo.
―Y yo te respondo que bien sabes la costumbre judía de circuncidar a los varones, me han dicho que un hombre que ya ofrecido su prepucio a otro dios no puede entrar en el templo de Astarté ―le dijo apenado. Era el mejor negocio que le habían ofrecido en su vida y desgraciadamente era incapaz de consumarlo.
Entonces Melkart le explicó que nadie repararía en él siempre y cuando pareciese un comerciante griego. Las ropas de Absalón le delataban, si llegaba al templo con su áspera y austera túnica, sería como anunciar su condición de judío a gritos. También debería cortarse el pelo y deshacerse de los dos mechones que dejaba crecer formando tirabuzones. Y lo más importante para mantener en secreto su condición de circuncidado: cuando las sacerdotisas le preguntasen si tenía tara o defecto, negarlo con firmeza.
Absalón cerró los ojos, respiró profundamente, cruzó sus brazos sobre el pecho y le dijo a su anfitrión:
―Pon el precio que consideres, siempre y cuando Dido acepte que sea yo y no otro.
―Será un talento de plata―le dijo Melkart mirándole a los ojos. Nunca se había pagado semejante cantidad en el templo de Astarté. Pero cuanto más se pagase por una muchacha, mayor era el honor para ella y su familia, asegurándole un magnífico matrimonio con algún rico comerciante de la ciudad. Melkart sabía ya qué hombres podrían aspirar a ser sus futuros yernos.
Un talento de plata era mucho dinero por yacer con una mujer. Pero se lo estaba pidiendo Melkart, la mujer era Dido y llevaba meses encerrado en la isla de Tiro compartiendo casa con la muchacha.
― ¿Crees que Tiro caerá? ―le preguntó a su anfitrión. Absalón siempre había pensado que se salvaría de una u otra forma, su optimismo albergaba la idea de que, aunque Tiro fuese tomada, su familia pagaría el rescate. Es extraño cómo un hombre enamorado no piensa en la muerte inminente, la guerra se convierte en un asunto lejano e irreal.
―Sí. Sin duda estamos perdidos. Las sacerdotisas de Astarté serán las primeras en morir, las violarán los hombres de Alejandro. Luego irán casa por casa buscando a nuestras mujeres y cuando se hayan divertido, crucificarán a los varones. Alejandro planea matarnos a todos, seguramente que a ti, que eres joven y puedes trabajar, te venderá como esclavo.
El vaso que sostenía Absalón cayó de sus manos. Melkart hablaba con el don de la profecía. Lo supo entonces y lo comprobó cuando las murallas de Tiro fueron vencidas.
―Todavía no me has respondido, ¿pagarás un talento de plata?
Absalón se cubrió el rostro con las manos manchadas de vino. Iba a responder que le sería imposible abjurar de su fe, pero afirmó:
―No consentiré que ningún hombre la tome. Mañana pelearé con cualquiera que se acerque a ella en el patio del templo. Seré yo quien le pague ese talento de plata, la cubriré de monedas y luego, sin esperar a que las recoja del suelo, llevaré a tu hija hasta el sanctasanctórum y, tras los velos sagrados, bajo la mirada de la diosa, la haré mía sobre el ara del templo. Astarté será honrada: prometo que consumaré el acto como si fuese mi esposa en la noche de bodas. Mañana volverá a casa con la cabeza bien alta y las mejillas encarnadas.
Cumplió su promesa. Vestido como un griego, con andares de comerciante fenicio, el pelo corto como un macedonio y hablando en arameo, acudió al atrio del templo donde se exponían las hieródulas. Dido no dijo nada, sólo le miró y le sonrió de forma enigmática.
Cuando cayeron las murallas de Tiro, cuando Alejandro permitió a sus hombres el saqueo y la venta de los habitantes de la ciudad como esclavos, comenzó a odiar al rey macedonio.
Alejandro