Cuando fuimos dioses. Olga Romay

Cuando fuimos dioses - Olga Romay


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aguantaba la vigilia gracias a un brebaje preparado por un eunuco en las cocinas. La pócima impedía que los ojos del general se cerrasen, pero pronto aparecieron telarañas de sangre en la mácula. Sólo Bagoas posaba inalterable, maestro del disfraz, se había maquillado cuidadosamente esa mañana. Sus coloridos ropajes persas destacaban entre la marcialidad del ambiente.

      Silencio. Ni siquiera Alejandro emitía lamentos. Contemplar el sufrimiento del rostro agónico del macedonio encogía el corazón de los guardaespaldas. Nunca un ejército lloró tanto por la suerte de su general, lágrimas mudas surcaban las mejillas de sus compañeros de armas. Ninguno olvidó nunca su rostro.

      La ausencia de las mujeres era extraña en aquel desfile mezcla de homenaje y despedida. El harén permanecía oculto y, las hetairas griegas, presentes en todas las fiestas, habían sido excluidas.

      ― ¡Dejadme morir! ―dijo Alejandro a media tarde. El desfile era largo como el río Indo, cuando lo navegó pasaron semanas hasta llegar al mar, allí descubrieron por primera vez las mareas. Se trataba de un ruego desesperado― no más baños helados, deseo reposo. He vivido ya la vida de muchos hombres. Ptolomeo, ¿por qué no les dices a todos que mi voluntad es morir en la intimidad? Soy el rey del mundo, lo que no he conquistado no vale la pena, debes obedecedme.

      Ptolomeo cayó de rodillas al oír de nuevo la voz de Alejandro. Nadie más se había percatado. Intentó hablarle construyendo una frase con su mente. Pero obtuvo el silencio como respuesta. Luego probó a acercarse a la cama y decirle unas palabras al oído:

      ―Cuando llegue la noche ordenaré cerrar las puertas del dormitorio y morirás tal y como deseas.

      Los demás generales le apartaron con violencia. Creían que Ptolomeo deseaba sacar provecho de la muerte de Alejandro, fingiendo hablarle y recibir respuesta del moribundo. Cualquiera que se acercase al rostro del rey macedonio podría mentir afirmando que Alejandro le había comunicado su última voluntad.

      ― ¿Qué le has dicho? ―preguntó Pérdicas a Ptolomeo asiendo la coraza del general por la espalda. Los diádocos se habían vestido con ropa militar de gala, placas de oro y plata adornaban el pecho de Ptolomeo y las plumas de ibis en el penacho de su yelmo le conferían una apariencia de ave exótica. Hacía calor en Babilonia, pero él era inmune a la calima, un extraño frío asaltaba su cuerpo. Podía además soportar el peso de las armas como si se hubiese convertido en una piedra.

      ―No debes preocuparte por lo que yo diga ―respondió Ptolomeo a Pérdicas sin mirarle―. Le hablaba de cuando fuimos jóvenes y nos hallábamos desterrados en Iliria por culpa de la ira de Filipo. Su padre pensaba que yo ejercía una mala influencia sobre él.

      Pérdicas aceptó como buena la excusa y le dejó tranquilo.

      Ptolomeo se sentía mareado, pidió agua, apuró el vaso buscando alivio, pero aquella sed no mitigaba ni con agua, ni con vino. La idea de que Alejandro confiase sólo en él le parecía todavía una mala jugada de su mente. No había olvidado la advertencia de Alejandro del día anterior: le había prevenido sobre la posibilidad de que Pérdicas le matase si intentaba desafiar su autoridad.

      La víspera, al salir de la casa de Thais, a la que fue a ver después del incidente con su esposa, Ptolomeo visitó a un conocido nigromante de Babilonia. Aporreó su puerta hasta que le abrió, deseaba desahogarse con alguien y le relató lo sucedido. El adivino le dijo que conocía casos como el suyo, muchos muertos se aparecen en sueños a los hombres.

      ―Pero Alejandro todavía vive y yo estaba despierto cuando me habló― explicó Ptolomeo al nigromante.

      ―Alejandro es un dios. Un dios elige cómo manifestarse ― obtuvo como respuesta el macedonio. El babilonio bebió acto seguido una pócima ante un desolado Ptolomeo; sus ojos se quedaron en blanco, le asaltaron convulsiones y farfulló en una lengua desconocida para él. Después volvió a la conciencia y respirando agitadamente clavó sus pupilas en Ptolomeo. Su mirada era la de un loco. El macedonio sabía por Thais que aquel hombre cobraba grandes sumas por comunicarse con los familiares difuntos de los babilonios. El general nunca hubiese acudido a él, consideraba charlatanes a todos los magos, adivinos y profetas. Pero se hallaba trastornado por lo que le había sucedido.

      ―El dios Alejandro dice que tú también morirás sin herederos si no le obedeces. Tus hijos se matarán entre ellos, sólo él puede ayudarte ―le dijo el nigromante. Las palabras se quedaron grabadas en un lugar oscuro de la mente de Ptolomeo. Todos los días de su vida saldrían a flote en los momentos más imprevistos, por mucho que luchase contra ellas.

      ―No, los dioses no existen. No has hablado con Alejandro, te lo estás inventando ―respondió Ptolomeo. Ya había visto bastante, aquel hombre le parecía un fraude. Arrojó unas monedas al suelo y se dispuso a volver a palacio.

      —Espera —añadió el nigromante agarrándolo de la túnica—. El espíritu de Alejandro también me ha dicho que no me creerías. Por eso ha añadido lo siguiente: quien se oponga a Pérdicas morirá aplastado por los elefantes.

      —Mentira, es absurdo —Ptolomeo se volvió furioso hacia él, deshaciéndose de aquella mano que le detenía.

      —Cuando así suceda sabrás que Alejandro es un dios y todo lo conoce.

      Ptolomeo se quedó perplejo. Sabía que, en ocasiones, cuando se acude al oráculo de Delfos, la pitonisa en vez de responder al suplicante, dicta un oráculo sobre un asunto que atañe a otra persona y no tiene relación con la consulta inicial.

      Volvió al palacio donde había terminado el desfile. Alejandro acababa de ser llevado en parihuelas desde el baño a su lecho. Se ahogaba, su respiración jadeante acortaba su vida.

      ―No más baños helados―ordenó Ptolomeo. El hielo comenzó a derretirse en la bañera como si fuese una cuenta atrás anunciando la inminente muerte del rey.

      Los médicos abandonaron el dormitorio y se retiraron al salón de los generales, estos últimos entraron a la alcoba. Bagoas tomó la mano de Alejandro.

      ―Está fría― les dijo a los diádocos. La fiebre también había abandonado a Alejandro. La muerte recorría su cuerpo. Los temblores y espasmos se apoderaron del macedonio.

      Su hermanastro Filipo Arrideo entró discretamente y se puso a la cabecera del tálamo. Su presencia era tan insignificante que parecía tener el don de la invisibilidad. Acarició la frente del rey y entonces Alejandro expiró, como si estuviese aguardando la presencia de su hermanastro para morir.

      El silencio infinito que dominaba el dormitorio magnificó su último suspiro, convirtiéndolo en un eco que recorrió todas las estancias. Parecía que el aire hubiese desaparecido y ninguno de los presentes se atrevió a respirar.

      En la bañera ya no había hielo, solo agua.

      Capítulo 8:

      Los funerales del rey.

      Tras el último suspiro de Alejandro en un lecho húmedo por la fiebre, los generales, en señal de respeto, guardaron unos instantes de desconcertante silencio. Arrideo cerró los ojos de Alejandro.

      Sólo Bagoas venció la indecisión, con rapidez envolvió el cadáver en una sábana limpia, donde asomaba el rostro pétreo de Alejandro con la mandíbula desencajada por el último espasmo, que el eunuco se dispuso a colocar antes de la llegada del rigor mortis.

      Ptolomeo pensó que el silencio se ha roto demasiado pronto, como si existiese una urgente necesidad de enterrar ya de una vez a Alejandro y proseguir con la vida. Salvo él, todos deseaban abandonar al héroe amortajado. Mientras comenzaban las palabras a media voz y los pasos se encaminaban hacia la puerta, él cruzó los brazos sobre su pecho y cerró los ojos, gesto extraño en un hombre de guerra, sin duda más propio de un sacerdote orante, o tal vez de un nigromante. En su mundo interior, un terreno que raras veces frecuentaba, tuvo la certeza de que Alejandro no les había dejado y seguía allí acechante, su espíritu se negaba a abandonar aquel paupérrimo cadáver. Si alguien le hubiese preguntado cómo lo sabía, hubiese respondido


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