Vivir en las ciudades invisibles. Emilio Delgado Martos
en esta publicación, que, aprovechando el mismo título, es una compilación de escritos en los que han participado los ponentes del seminario y profesores de la Escuela de Arquitectura. Los diferentes enfoques permiten comprobar las sugerentes prospectivas que ofrece el texto original.
1 El seminario está disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=eplUUSptEUs.
La ciudad del yo. Reflexiones sobre Las ciudades invisibles de Italo Calvino
AURORA CONDE
Universidad Complutense de Madrid
Esta contribución parte del tratamiento de la habitabilidad de las nuevas urbes que Italo Calvino plantea en su obra Las ciudades invisibles.1 En ella, voy a partir de algunas generalidades sobre el escritor, centradas en su relación especialísima con el espacio y más aún con la imagen, con esa realidad visual y esa idea de un mundo casi limitado a su visibilidad, que le obsesionó al menos en la fase más madura de su trabajo y que determina también su idea de ciudad.
Por ello, inicio con una constatación, que es también casi una advertencia, señalando que, pese a ser una de sus obras más conocidas, y la única que en su propio título implica el concepto urbano, Las ciudades invisibles (publicada por primera vez en 1972) no es el texto en el que Calvino volcó sus ideas más directas y estrictamente vinculadas con el urbanismo (con su idea de ciudad real). Para aproximar cuáles eran esas ideas, respecto del nuevo urbanismo y de la realidad de las metrópolis contemporáneas, sería necesario acudir, por ejemplo, a La especulación inmobiliaria de 1963 (casi diez años anterior al texto que nos ocupa), obra que contiene páginas que registran y acusan la imparable e irracional transformación de la ciudad, dictada por criterios y motivos económicos, más que sociales, y observada en su mutación más dañina e irresponsable. Como también sería necesario remitirse al imprescindible Palomar (publicada en 1983, casi diez años posterior a Las ciudades invisibles), unas de las ficciones más teorizantes y complejas de Calvino sobre el espacio, la imagen y la visibilidad, en la que se afronta la relación habitante/mundo y la posible (o imposible) reproducción de lo real; es decir, el modo en que los espacios y la percepción sensorial y visual de la realidad externa influyen en nuestras formas perceptivas y, a la postre y en un sentido muy amplio, sobre nuestra identidad. En el texto, la reivindicación de la conciencia y del filtro que esta supone respecto de toda realidad (realidad cada vez más dudosa para el escritor)2 es una declaración teórica en plena regla que abre a sugestivas posibilidades de interpretación del valor de lo urbano, subsumido en una visión casi cósmica, podría decirse, y que, pese a su interés, no desarrollaré en esta contribución:
Pero ¿cómo se hace para mirar una cosa dejando de lado el yo? ¿De quién son los ojos que miran? Por lo general se piensa que el yo es alguien que está asomado a los propios ojos como al antepecho de una ventana y mira el mundo que se extiende delante en toda su vastedad. Por lo tanto: hay una ventana que se abre al mundo. Del otro lado está el mundo, ¿y de éste? Siempre el mundo: ¿qué otra cosa va a haber? Con un pequeño esfuerzo de concentración Palomar consigue desplazar el mundo de allí delante y acomodarlo asomado al antepecho. Entonces, fuera de la ventana, ¿qué queda? También el mundo, que en esta ocasión se ha desdoblado en mundo que mira y mundo mirado. ¿Y él, llamado también “yo”, es decir, el señor Palomar? ¿No es también él un fragmento de mundo que está mirando otro fragmento de mundo? O bien, dado que está el mundo de este lado y el mundo del otro lado de la ventana, tal vez el yo no sea sino la ventana a través de la cual el mundo mira al mundo. Para mirarse a sí mismo el mundo necesita los ojos (y las gafas) del señor Palomar.3
Vuelvo ahora al tema central de mi reflexión. La cuestión de cómo ciertos espacios o, más exactamente, la interiorización y la memoria que ciertos espacios (en particular los urbanos) construyen como base más íntima y profunda de la identidad tiene probablemente mucho que ver con algunos aspectos de la biografía de Calvino. Como es muy sabido, el escritor nació en Santiago de Cuba, donde el padre había sido trasladado por cuestiones de trabajo, y volvió a Italia siendo aún muy niño. Su vinculación al espacio geográfico en el que vivió a partir de los dos años, la pequeña ciudad de San Remo, en Liguria, y el espacio de la casa familiar son determinantes en una buena parte de su obra.4
A esos lugares y espacios, de manera más o menos explícita, se refirió el escritor en innumerables textos y entrevistas, y tal vez su mención más obvia queda recogida en «El barón rampante», ambientado precisamente en una villa significativamente llamada Ombrosa, rodeada por un parque en el que Cosimo, su protagonista, vive cobijado en un árbol, que lo protege y a su vez lo define como personaje. En el texto, el parque que rodeaba la villa de los Calvino emerge sin duda, como se ha dicho, de forma explícita, revelando su importancia en el imaginario más profundo del escritor (que lo utilizará en muchas otras variantes en otras ficciones), del mismo modo que la perspectiva de Cosimo, que observa el entorno desde una posición elevada y en cierto modo alejada, transforma el parque, la villa y los detalles que las definen en una pura imagen: abstracta y distanciada, fusión entre la visión real, el recuerdo, la memoria y la función metatextual que el escritor otorga a ese espacio en el texto y que funde un ideal luminoso y utópico con lo que podríamos definir la cotidianidad y lo real:
Descubrieron el agujero en el barril y comprendieron de inmediato que habíamos sido nosotros. Nuestro padre vino a atraparnos en la cama con el látigo del cochero. Acabamos cubiertos de estrías violeta en la espalda, las nalgas y las piernas, encerrados en el mísero cuartito que nos servía de prisión. […] Ese mediodía del 15 de junio […]. [Cosimo] estaba vestido y peinado con gran propiedad, como nuestro padre quería que viniera a la mesa, a pesar de sus doce años […]. Ya he dicho que pasábamos horas y horas en los árboles, y no por motivos prácticos como hacen muchos niños, que suben a ellos sólo para buscar fruta o nidos, sino por el placer de superar difíciles protuberancias del tronco y horcaduras, y llegar lo más alto que podíamos, y encontrar buenos sitios donde pararnos a mirar el mundo allá abajo, a gastar bromas y decir cosas a quien pasaba. Me pareció, pues, natural que la primera idea de Cosimo, ante aquel injusto ensañamiento contra él, hubiera sido trepar la encina, árbol que nos era familiar y que al extender sus ramas a la altura de las ventanas de la sala imponía su actitud desdeñosa y ofendida a la vista de toda la familia. […] Cosimo estaba en la encina. Las ramas se desplegaban, altos puentes sobre la tierra. Soplaba un viento ligero; hacía sol. El sol estaba entre las hojas, y nosotros, para ver a Cosimo, teníamos que protegernos con la mano. Cosimo miraba el mundo desde el árbol; todo, visto desde allá arriba, era distinto, y eso era ya una diversión. La avenida ofrecía una perspectiva muy distinta, como los arriates, las hortensias, las camelias, la mesita de hierro para tomar el café en el jardín. Más allá las copas de los árboles eran menos frondosas y la huerta descendía en pequeños campos escalonados, sujetos por muros de piedra; la loma era oscura por los olivares y, detrás, la población de Ombrosa asomaba con sus tejados de ladrillo descolorido y pizarra, y se divisaban vergas de barcos allá abajo, donde estaba el puerto. Al fondo se extendía el mar, alto de horizonte, y un lento velero lo surcaba.5
He reproducido esta larga cita, ya que creo importante resaltar el hecho de que Calvino fue plenamente consciente, desde sus inicios como escritor, del impacto que los espacios que interfieren en los años de formación tienen sobre el sujeto; para él, fue sin duda el de esa casa de la niñez y ese reducido paisaje de su región, veteado por el simbolismo de la luz y el sol, dominado por una vegetación