Vivir en las ciudades invisibles. Emilio Delgado Martos
Del mismo modo, podemos “leer” la ciudad como una obra de consulta, como “leemos” Notre Dame […]. Y al mismo tiempo podemos leer la ciudad como inconsciente colectivo: el inconsciente colectivo es un gran catálogo, un gran bestiario. Podemos interpretar París como un libro de los sueños, como un álbum de nuestro inconsciente, como un catálogo de monstruos.13
París era pues para Calvino, ante todo, un enorme símbolo, una compleja elaboración intelectual hecha de capas superpuestas derivadas de una formación electiva; como tal es esa enciclopedia, esa ciudad-mapa (en la doble acepción de trazado interior e íntimo e intelectual y racional) en la que el sujeto encuentra las rutas para el esclarecimiento de lo que Jung llamaría los arquetipos, los colectivos de los que se nutre que el imaginario subjetivo. Un catálogo, como afirma el escritor, de imágenes icónicas que representan un trazado interior, de nuevo un espacio-tiempo, que coincide con la evolución intelectual y maduración del sujeto, la suma de su racionalidad analítica («la ciudad como obra de consulta») y de su incontrolable imaginario («interpretar París como un libro de los sueños»).
Creo que Las ciudades invisibles traza a niveles ficcionales este recorrido biográfico e intelectual que el escritor experimentó en París y, más aún, que el texto subraya no solo la idea de mapa, de trazado y de enciclopedia (narra las ciudades suspendidas entre la realidad y el sueño), sino que además fuerza la importancia de la construcción del espacio imaginario con base en una primera narración, que es externa. Marco Polo cuenta al kan las ciudades que ha visitado y que conoce estableciendo su función como voz y testigo externo a la conciencia del otro, pero hacedor de esa misma conciencia. Esa intervención de la otredad en la determinación de la propia identidad es lo que otorga el inmenso valor de la experiencia parisina para Calvino, de esa París «imaginada a través de los libros, una ciudad de la que uno se apropia leyendo», que probablemente generó su más elaborada y madura reflexión sobre la relación entre el yo y sus contextos y realidades. Tal vez por ello también Calvino se nos revela cada vez más en su extraordinaria actualidad reflejada en la complejidad de sus ficciones y de forma muy singular en Las ciudades invisibles, sobre las que vuelvo ahora para concluir.
No cabe duda de que la necesidad de escribir un texto que tuviera como eje, al menos aparente, la ciudad debió de ser una tentación irrefrenable para Calvino, como ya se ha dicho atento observador también de su entorno intelectual y que, justamente en los años parisinos, descubre una nueva literatura alejada radicalmente de la tendencia neorrealista que dominaba por entonces la producción italiana.
La integración de la ciudad como elemento esencial de la narración se debe indudablemente a los autores que marcan la transición entre modernidad y posmodernidad. Por ejemplo, a Baudelaire o Joyce, por recurrir solo a dos de las innegables y más admitidas fuentes hipotextuales, con su intencionado y errático deambular a través de esas ciudades que son ya en ellos más que otra cosa espacios (y tiempos) inseparables de la identidad de quien los habita, experimenta, sufre, observa o, tal vez más apropiadamente, los construye como reflejo de su propia identidad y de los caprichos (pathos) y voluntad (razón e intelecto) de su conciencia.
Fueron tal vez estos escritores de transición los primeros en intuir que, desde una perspectiva literaria, la ciudad era un formidable entramado simbólico, además de ser la nueva realidad del sujeto, en plena y casi tautológica sustitución de la naturaleza romántica. La importancia de este hecho desborda obviamente hasta ocupar un lugar central en la literaria posterior (posmoderna si se quiere), que diluye las identidades propias de cualquier ciudad hasta transformarla en un espacio anónimo, intercambiable. Las ciudades de la nueva narrativa son lugares no marcados, despojados de cualquier singularidad tópica (turística podría decirse), que acogen los estados mentales de los protagonistas de los textos, fundiéndose con ellos. Dejan de ser, por tanto, como lo fueron en la literatura anterior, una u otra ciudad (con todo lo que ello implica en literatura) para revelarse como construcciones subjetivas, resultado de la proyección de los estados vivenciales contemporáneos y, como tales, yuxtaposiciones de fragmentos que reflejan y a la vez definen a sus a menudo dolidos y casi siempre perdidos habitantes. La ciudad deja de ser un lugar para transformarse en el espacio/tiempo que la debilitada identidad del sujeto establece como la topografía y cronotopía de sus vivencias.
Es en el contexto de esa nueva tendencia literaria14 y desde esta perspectiva que hay que leer Las ciudades invisibles, que, como ya he dicho, fue publicada en noviembre de 1972 y que, pese a ello, el autor valoró, casi hasta su muerte, como su último libro, un texto al que otorgó un carácter singular que va más allá de la metaficción y autoficción que caracterizan su obra completa. Las partes, o capítulos, que componen la obra fueron, además, concebidas casi como fragmentos líricos, poesías según el propio autor que requieren una lectura también fragmentada, mucho más exigente que la que Calvino planteó en otras obras, al ser una síntesis de las convicciones más amplias y complejas de la escritura calviniana. En la presentación a la edición de 1983, es el propio Calvino quien revela estas claves: «El libro en que creo haber dicho más cosas sigue siendo Las ciudades invisibles, porque pude concentrar en un único símbolo todas mis reflexiones, mis experiencias, mis conjeturas»;15 «El libro nació trocito a trocito, con intervalos a veces largos, como poesías que ponía sobre el papel»;16 «En suma, me gustaría que se leyera un poco como lo escribí: como un diario».17
Hay que volver ahora de nuevo al contexto cultural e intelectual parisino en el que Calvino vivió para encontrar la que, para quien escribe, es la verdadera clave interpretativa de Las ciudades invisibles, derivada de los planteamientos generales que he señalado hasta este momento y a la que debe sumarse este cariz fuertemente testimonial y esa estructura confesional y diarística que el propio autor le otorga.18 Como se recordará, en los mismos años en los que Calvino vive en París, va tomando cuerpo (especialmente gracias a la obra del filósofo Foucault) la teoría que analiza la función que las heterotopías y cronotopías tienen en la vida del sujeto contemporáneo.
Vivimos en el tiempo de la simultaneidad, de la yuxtaposición, de la proximidad y la distancia, de la contigüidad, de la dispersión. Vivimos un tiempo en que el mundo se experimenta menos como vida que se desarrolla a través del tiempo que como una red que comunica puntos y enreda su malla […]. Las descripciones de los fenomenólogos nos han hecho ver que no vivimos en un espacio homogéneo y vacío, sino, antes bien, en un espacio poblado de calidades, un espacio tomado quizás por fantasmas; el espacio de nuestras percepciones primarias, el de nuestros sueños, el de nuestras pasiones que conservan en sí mismas calidades que se dirían intrínsecas; espacio leve, etéreo, transparente o, bien, oscuro, cavernario, atestado: es un espacio de alturas, de cumbres, o por el contrario un espacio de simas, un espacio de fango, un espacio que puede fluir como una corriente de agua, un espacio que puede ser fijado, concretado como la piedra o el cristal. Estos análisis […] hacen referencia sobre todo al espacio interior.19
Asumiendo que las observaciones de Foucault, más allá de la cuestión de si Calvino tuviera acceso o no a su literalidad, supusieron un intento de transformación de la percepción del espacio y han tenido, junto con tantas otras aportaciones y reflexiones, una innegable vigencia. Lo interesante es la coincidencia que estas observaciones, tan lejanas del texto, tienen con Las ciudades invisibles. Estas son en efecto:
La narración de la percepción que el sujeto tiene no solo del espacio que habita, sino del tiempo y las relaciones que en ese espacio y a través de ambos, constituyen su vida: el relato de una vida y de los cambios, repeticiones, “re-visitaciones” podría decirse, que el narrador va ofreciendo a su poderoso receptor es decir a su Yo más objetivo y “externo” y que dependen de su maduración y evolución (de la “erosión” como quería Foucault). El espacio “invisible” del texto, es la complicada relación del sujeto consigo