Vivir en las ciudades invisibles. Emilio Delgado Martos
se sumará en los años de madurez a la experiencia de las ciudades que el escritor amó y habitó (como veremos, París y Nueva York, pero también Turín o Roma). El resultado es el uso, a lo largo de todos sus textos de creación, de un concepto de ciudad cada vez más complejo y a la vez más depurado de connotaciones reales, y más especular respecto de la identidad del escritor. Una imagen absoluta de ciudad, podría decirse, que constituye ese lugar de origen, ese espacio interior que justamente Calvino definió como esencial en la identidad de un artista.
Precisamente en Las ciudades invisibles, en uno de los diálogos más intensamente autoficcionales y metatextuales, Calvino pone en boca de Marco Polo una declaración abierta al respecto:
—Sire, ya te he hablado de todas las ciudades que conozco.
—Queda una de la que no hablas jamás.
Marco Polo inclinó la cabeza.
—Venecia —dijo el Kan.
Marco sonrió.
—¿Y de qué crees que te hablaba? […] Cada vez que describo una ciudad digo algo de Venecia […]. Para distinguir las cualidades de las otras he de partir de una primera ciudad que permanece implícita. Para mí es Venecia.6
Esa Venecia de Marco Polo que recoge la cita corresponde precisamente a ese espacio interior que para el escritor tiene una estrecha relación con la memoria; es decir, con la conciencia y, por tanto, con el propio acto escritural.7 De hecho, en la aceptación del impacto que los espacios de formación tienen sobre el sujeto, el escritor señaló en varias ocasiones cómo estos influyen en la psicología, el imaginario y el propio lenguaje. En su vertiente como creador, a la búsqueda de esa adecuación del lenguaje a aquello que realmente se quiere expresar,8 Calvino transformó esos lugares interiores en abstracciones ya no coincidentes con un espacio concreto imitable, sino con una dimensión espaciotemporal (volveré inmediatamente sobre ello) que deja de existir en su concreción e identidad para abrir un inmenso y mutable abanico de metáforas y símbolos, como Las ciudades invisibles ejemplifican en su forma más elaborada y madura. Para el Calvino escritor, los espacios reales deben desaparecer para ser recuperados en la escritura, convertidos en materia nueva:
Como ambiente natural, lo que no se puede rechazar u ocultar es el paisaje natal y familiar. San Remo sigue saliendo en mis libros en los más variados escorzos y perspectivas, sobre todo visto desde arriba y sobre todo está presente en muchas de las ciudades invisibles […]. Toda búsqueda no puede partir más que de ese núcleo del que se desarrollan la imaginación, la psicología, el lenguaje. Esta persistencia es tan fuerte en mí como lo fue en mi juventud el impulso centrípeto que pronto se reveló sin retorno porque rápidamente los lugares han dejado de existir.9
Relacionado con la materia ficcional de Las ciudades invisibles, y ocupando un lugar central en la personalidad estética de Calvino, hay que añadir, como se ha adelantado, al menos otros dos espacios que, junto con los de la niñez, acompañaron al escritor e influyeron poderosamente en su identidad intelectual más madura. Su incorporación en cuanto materia enmascarada y ficcionalizada en sus obras y su mención casi confesional en infinitas entrevistas dan la medida de la importancia que tuvieron para el escritor Nueva York y París, las dos ciudades a las que me refiero, sobre las que Calvino reflexionó con singular agudeza a lo largo de toda su vida y cuya influencia en Las ciudades invisibles no solo fue explícitamente reconocida por él mismo, sino que justifica la conclusión de esta comunicación a la que llegaré ya en breve.
La ciudad de Nueva York, que Calvino visitó en varias ocasiones y en la que vivió brevemente, es definida en toda su importancia en uno de los textos más importantes (del que he extraído la cita anterior y que citaré de nuevo) y más esclarecedores de la visión teórica que Calvino tiene de la ciudad: Ermitaño en París. Considerado un texto capital para la comprensión de muchas de las facetas de la personalidad calviniana, en este texto, que tiene el importante subtítulo de Páginas autobiográficas, se recoge una larga (y célebre) entrevista que el escritor concedió a la crítica Maria Corti. En ella se lee:
La ciudad que he sentido como mi ciudad más que cualquier otra es Nueva York. Incluso una vez, imitando a Stendhal, escribí que quería que en mi tumba se escribiera “neoyorquino”. Eso era en 1960. No he cambiado de idea, aunque de entonces acá haya vivido la mayor parte del tiempo en París, ciudad de la que no me separo más que durante breves períodos y donde, tal vez, si pudiera elegir, moriré. Pero cada vez que voy a Nueva York la encuentro más bella y más cerca de una forma de ciudad ideal. Será porque es una ciudad geométrica, cristalina, sin pasado, sin profundidad, aparentemente sin secretos. Por eso es la ciudad que menos miedo da, la ciudad que me puede dar la ilusión de apoderarme de ella con la mente, de pensarla toda entera en el mismo instante.10
Si Nueva York es, pues, para el escritor esa ciudad en parte perfecta porque su carencia de espesor y pasado la hace imaginable y aprehensible como totalidad inmediata, París se coloca en las antípodas y se revela, además, como el lugar que define un punto de inflexión en la maduración de Calvino, hasta el punto de poder afirmarse que los años parisinos y su experiencia de la ciudad y en la ciudad cambiaron significativamente no solo su estética, sino sus concepciones teóricas y dieron lugar a la que podríamos definir como su nueva visión del mundo y de la realidad.11 La experiencia parisina fija dos aspectos esenciales por lo que respecta a la relación del escritor con la ciudad en general y que se reflejarán en algunas de sus obras de madurez, de forma destacada en Las ciudades invisibles.
El primero se refiere a esa experiencia de la ciudad que colocábamos en las antípodas de la de Nueva York. Para Calvino, la capital francesa es ante todo un texto complejo, lleno de una espesura y de un pasado que impide su visión total e inmediata. Es, por lo tanto, un lugar de elección intelectual, resultado de un doble trayecto: el de la vivencia, que compone la imagen subjetiva y experimentada, de alguna forma real, de esa ciudad y el de las lecturas previas, la de una París preconstituida en el imaginario, lo que le permite cumplir una función escenográfica de especial intensidad y valor:
Si es cierto que son los escenarios de los primeros años de nuestra vida los que dan forma a nuestro mundo imaginario y no los lugares de la madurez. Diré más: es necesario que un lugar llegue a ser un paisaje interior para que la imaginación empiece a habitar ese lugar, a hacer de él su teatro. Ahora bien, París ya ha sido el paisaje interior de gran parte de la literatura mundial y de muchos libros que todos hemos leído y que tanto han contado en nuestras vidas. Ante que una ciudad del mundo real, París, para mí como para millones de otras personas de todos los países, ha sido una ciudad imaginada a través de los libros, una ciudad de la que uno se apropia leyendo.12
La apropiación (o interiorización) que Calvino fue haciendo de París dio pie, por otra parte, a la reflexión más importante a fines de esta contribución; es decir, entender el poder que esa ciudad tiene en cuanto ciudad-enciclopedia: un espacio en el que lo particular (sea este un monumento, una plaza, una biblioteca, la propia calle en la que se vive…) adquiere una relación referencial y establece un lazo explicativo (memorial, por tanto, y repito de nuevo este concepto) de carácter espaciotemporal con el pasado y el presente del sujeto que la habita y la observa:
Entonces podría decir que París […] es una gigantesca obra de consulta, una ciudad que se consulta como una enciclopedia; se abre una página y te da toda una serie de informaciones de una riqueza como ninguna otra ciudad. […] Esta idea de la ciudad como discurso enciclopédico, como memoria colectiva, tiene toda una tradición. Pensemos en las catedrales góticas