Confesor. José Alberto Callejo

Confesor - José Alberto Callejo


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con tréboles de plástico.

      En algunas de las fotos los niños aparecían vivos, otros parecían dormidos o tal vez ya estaban muertos cuando se las hicieron. Extrañamente, todos los que salían vivos mostraban un rostro feliz y tranquilo. Seis velas blancas grandes, con base plateada de estilo clásico y medio consumidas, estaban colocadas en una repisa de madera adosada al muro decorando el trabajado altar. Era como si les venerara. Como si fueran santos o mártires.

      Las fotos estaban tomadas en el mismo sótano, en otra de las habitaciones, decorada con estilo infantil. Todo era blanco: las puertas, los armarios, el mobiliario y las sabanas.

      Al pie del altar, en una canasta grande de esparto que se encontraba bajo la repisa, había dos pilas de ropa infantil limpia, bien apilada y ordenada. Desde camisetas hasta jerséis. Sin embargo no había ni una sola prenda interior. Todo estaba bien doblado y planchado. A la derecha la de los niños y a la izquierda la de las niñas. Ybarra comentó entre dientes que aquel tipo debía ser un maniático del orden. Intentaba así aportar un dato más a su perfil, mientas la rabia le ardía por dentro.

      En la pared de enfrente había un panel de corcho grande con un marco dorado. En él había colocadas muchas fotos de una señora mayor con un niño al que no tardaron mucho en identificar. Era el pederasta durante varias épocas de su vida; desde niño hasta muy joven, aproximadamente unos dieciséis años. Aparecía siempre junto a la mujer, probablemente su abuela, ya que todas las fotos estaban tomadas en aquella misma casa o en el terreno contiguo.

      Protagonizaba aquel collage, aparentemente tan familiar e inocente, una foto muy antigua situada en el centro. Era otra foto del pederasta con la mujer. Ybarra la observó con atención y percibió en el rostro del niño algo sucio, un sentimiento de culpabilidad. Su abuela esbozaba una sonrisa radiante, como si estuviera orgullosa de su nieto. El resto de fotos tapaba la imagen completa, dejando a la vista solo ambos rostros.

      Ybarra pidió a un agente de la policía científica que fotografiase el retablo antes de tocarlo. Se puso un guante y fue levantando cuidadosamente las imágenes, sin alterar mucho el resto de las fotos. Dejó la imagen central al descubierto lo mejor que pudo. Ambos aparecían desnudos. Ella con los pechos al aire y él metido entre las sábanas encima de ella en la cama de la planta superior. Él tendría unos quince años y ella aparentaba unos sesenta. Probablemente la foto la había tomado ella misma con una cámara Polaroid, pues se podía apreciar parte del brazo en el ángulo derecho. Lo que hoy denominamos selfie.

      Ybarra lo vio claro. No era el primer pederasta que había sufrido abusos en su niñez por parte de algún familiar cercano. Y apostaría lo que fuera a que comenzó a cometer sus crímenes poco después de morir su abuela, cuando lo que él conocía como sexo con afecto se había acabado. Una verdadera aberración. Seguramente sus complejos le hicieron buscar seres inocentes y limpios para satisfacer sus deseos sexuales.

      En la tercera habitación encontraron una televisión, una cámara de fotos, otra de vídeo, un reproductor y un ordenador con conexión a Internet. También encontraron una colección enorme de fotografías y varios estantes llenos de cintas con todo el material que había grabado con las violaciones de los niños. Y por supuesto, material compartido con otros pederastas por Internet. Lo tenían todo para fundir a aquel hijo de puta y meterlo en la cárcel. Para Ybarra supuso un gran alivio.

      19

      Martes 8 de septiembre, 15:00 horas.

       Berja, Almería

      Hicieron un descanso para comer algo, y sobre todo para beber. El calor era aplastante y habían sudado mucho. El guardia al que habían mandado al pueblo apareció con los bocadillos y los refrescos. Se sentaron en la mesa del laboratorio portátil que había quedado libre. Ya habían terminado de recoger todas las muestras posibles de aquel «terreno de los horrores», como lo denominó Ybarra. Localizaron trece enterramientos, dieciséis cuerpos en total. A simple vista todos eran menores de edad. Según el forense, algunos llevaban enterrados cerca de quince años.

      Todos estaban agotados. El esfuerzo físico de desenterrar todos aquellos cadáveres era superior al ejercicio que Ybarra hacía en un solo día, que no era poco. Entonces su móvil sonó por enésima vez.

      —Es Talavantes —dijo en voz alta mientras descolgaba. Negrete y de la Bárcena lo observaban con curiosidad.

      —Dime, Armando.

      Negrete pudo observar cómo su compañero abría los ojos y se dilataban sus pupilas. Aquello era indicativo de que pasaba algo importante. Sin embargo, como era normal en Ybarra, su expresión no cambió ni un ápice más. Continuaron escuchando su parte del diálogo, que fue bastante escueta. Este se cuidó de no decir más de la cuenta.

      —Vale… ¿a qué hora fue?… ¿Saben quién es?… Aquí terminaremos sobre las cuatro y media… Bien, ahí estaremos. Gracias.

      Ybarra colgó el teléfono con la parsimonia y seguridad de costumbre. Le dio un mordisco a su bocadillo y bebió otro poco de refresco, mientras lanzaba una mirada al horizonte sobre el terreno anexo. Observó con tristeza todas las fosas levantadas. Negrete no le quitaba la mirada de encima, esperando que dijera algo. De la Bárcena continuó comiendo, su mirada saltaba de los ojos de uno a los del otro esperando adivinar algo en sus miradas.

      —Tenemos que darnos prisa, Sergio —dijo Ybarra sin dejar de mirar el terreno.

      —¿Qué pasa? —preguntó de la Bárcena extrañado.

      —Nada, un asunto antiguo que requiere de mi presencia inmediata. Una investigación de hace meses. —Negrete sabía que mentía. El resto de los agentes prestaba atención en silencio—. Tenemos que estar listos antes de las cuatro y media, me requieren con urgencia.

      —Vete, yo me quedo y espero a que todos terminen —se ofreció de la Bárcena.

      —Prefiero que me acompañes —insistió Ybarra—, quiero comentarte qué línea de investigación me gustaría seguir en este caso y necesito que me ayude tu departamento con ella. —De la Bárcena se dio cuenta de que Ybarra no quería o no podía hablar delante del resto de agentes. Ya empezaba a conocerlo.

      —Vale, voy a dejar indicaciones para que terminen el muestreo y precinten el terreno y la casa hasta nuevo aviso.

      Cuando acabaron de comer, Ybarra se llevó a Negrete y de la Bárcena aparte con la excusa de revisar el inventario de los vídeos incautados. Entonces sacó uno de sus puritos, Negrete hizo lo mismo con su Ducados. Los tres estaban solos, era el momento de hablar.

      Os resumo rápidamente. Ha llegado otro embalao. En las mismas condiciones y montando el mismo show en la entrada, esta vez no han podido atrapar al mensajero —comentó Ybarra visiblemente preocupado—. Aún no han identificado al embalao. La única diferencia con el de ayer es que este venía en bastante mal estado y completamente sedado. El asunto ya ha trascendido al Ministerio de Interior y a la Presidencia. Quieren que se sepa lo menos posible para que la prensa no se nos eche encima. El asunto es muy complejo, jurídicamente hablando. Han convocado una reunión de urgencia a las ocho. Un helicóptero nos recogerá para llevarnos al aeropuerto de Almería. La avioneta nos llevará a Madrid a las cinco.

      A las cuatro y cuarto un helicóptero de la Guardia Civil descendió en un terreno colindante muy amplio. Los tres estaban listos para subir. Melero se quedó al mando de la investigación en Almería.

      20

      Martes 8 de septiembre, 20:00 horas.

       Dirección General de la Guardia Civil

       Sala de conferencias

       Madrid

      Los asistentes a la reunión eras los mismos que el día anterior. También asistieron tres oficiales de la uei, la Unidad Especial de Intervención de la Guardia Civil. Esta unidad era especialista en rescate de rehenes, secuestros, detención de delincuentes peligrosos, desequilibrados mentales agresivos y amenazas inminentes de atentados.


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