Confesor. José Alberto Callejo

Confesor - José Alberto Callejo


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hijo de puta mandó el paquete completo, para poder montar su show.

      —Tienes razón, Armando —asintió Ybarra con culpabilidad, mordiéndose el lado izquierdo del labio superior.

      —¿Cuántos paquetes serán aproximadamente, capitán? —le preguntó Beltrán, el agente que mejor conocía el funcionamiento del escáner.

      —No lo sé —respondió Ybarra resignado.

      —¿Podría decirme aproximadamente el peso o el volumen?

      —Aproximadamente creo que cabrían en una caja como esa —dijo señalando la caja de una impresora láser que estaba en el suelo.

      —Vale, entonces lo haremos de una vez —dijo Beltrán aliviado—. El escáner detectará cualquier cosa que haya dentro de todo ese volumen. Tardaremos más en ponernos los trajes y trasportar la caja con el robot hasta el escáner, que en revisar su correspondencia.

      —Lo siento mucho, chicos —volvió a lamentarse—. Me adelanto e intento recopilar toda mi correspondencia, ¿vale?

      —¡De eso nada! Desde este momento, y siguiendo el protocolo de seguridad, tú no regresas a tu oficina —lo increpó Talavantes—. Ven conmigo a la sala de mandos para que puedas guiar a Beltrán por la pantalla de vídeo. Él se encargara de recoger todo y llevarlo al escáner. Núñez vendrá con nosotros. Con uno que se la juegue esta vez es suficiente. Además, necesito que alguien me ayude con los ordenadores, el resto de los artificieros ya se fueron a casa.

      —Pues yo soy el menos indicado para manejar programas informáticos —sentenció Ybarra.

      —No te preocupes, el programa es muy intuitivo. Solo necesito que nos ayudes a guiar a Beltrán, así acabaremos antes. Ya casi es media noche.

      Capitán, ¿quiere que mande acordonar la zona de oficinas? —preguntó Núñez.

      —Solo la del capitán Ybarra y el trayecto hasta el escáner, y por cumplir con el protocolo de seguridad —afirmó Talavantes—. Si hay algo que aún no ha explotado, será porque no lleva mecanismo de detonación, como el resto de envíos. Aun así, tomaremos las precauciones correspondientes, aunque sean las mínimas.

      —Armando, ¿no te da la sensación de que con todo esto, lo de los envíos con material explosivo, lo que pretende el mensajero es causar alarma entre la gente y que llegue a los medios de comunicación sin que podamos detenerla? —preguntó Ybarra a Talavantes.

      —Eso parece, Santiago —afirmó Talavantes—. Si no, para qué querría montar un show como el de esta mañana. Con que te enviara el paquete con el embalao bastaría para que le tomáramos en serio.

      14

      Lunes 7 de septiembre, 23:01 horas.

       Dirección General de la Guardia Civil

       Sala de mandos de la Unidad de Artificieros

       Madrid

      Ybarra era el investigador de la Guardia Civil con más casos resueltos por delitos de sangre. Era intuitivo, frío y calculador. Un sabueso que olía lo que el resto no era capaz de percibir. Tenía un instinto natural para seguir pistas de la nada o leer el lenguaje corporal de cualquier persona. Observando algunos gestos de su interlocutor, intuía su comportamiento a corto plazo, o lo que ocultaban sus palabras entre líneas. Su coeficiente intelectual estaba por encima de la media. Pero sobre todo, su inteligencia emocional estaba fuera de lo normal. Era capaz de empatizar con cualquier persona, incluso con aquel aspecto serio que le otorgaba un halo de respeto.

      Fue uno de los guardias civiles que defendió con vehemencia la utilización de confesiones pactadas, o de chivatazos, para atrapar delincuentes o resolver casos en tiempos difíciles. Muchos jueces las desestimaban como pruebas válidas. Especialmente en tiempos en los que los derechos humanos, forzados por la legislación de la Unión Europea, prohibían el uso de la fuerza o de métodos agresivos de confesión, ya fueran físicos o psicológicos. Algunos jueces se opusieron en su momento a aceptar ciertas pruebas en casos en los que Ybarra participó. Aunque él encontró la forma jurídica para poder actuar. Eso sí, siempre apegado a la legislación nacional. Por eso los jueces lo respetaban. A algunos jueces les incomodaba tener casos en los que Ybarra hubiera participado en la investigación. Era el investigador más respetado en el sistema jurídico. Tenía dos grandísimos defectos: era mal tirador, su calificación más alta era de siete, y la informática, que se le daba de pena. Cualquier programa ligeramente complejo, por más intuitivo que fuera, le hacía perder los nervios. Y eso pocas veces le sucedía, por muy duro y violento que fuera el día de trabajo en las calles.

      Talavantes introdujo las claves en los cinco ordenadores que había en la sala de mandos, lo que hizo que Ybarra se sintiera aún más incómodo. Le aterraba entorpecer el trabajo de los artificieros con su ineficiencia en informática.

      Las cinco pantallas se iluminaron. La pantalla central emitía las imágenes del casco de Beltrán. La primera mostraba la imagen del escáner de la recepción. La segunda pantalla trasmitía la imagen del robot antiexplosivos. En la tercera pantalla se podía observar la cámara del traje antiexplosivos de Beltrán. La cuarta estaba sin señal. Y la quinta mostraba la ventana de inicio del programa de análisis de explosivos. Ybarra abrió los ojos asombrado cuando vio que esa pantalla quedaba frente a él. Talavantes, que ya sabía que Santiago no era muy ducho en la informática, se giró hacia él.

      —No te preocupes, si necesitamos utilizarlo cambiaremos las imágenes de posición para que Núñez pueda acceder al programa de explosivos —dijo Talavantes intentando calmarle—. Tú solo tienes que observar la cuarta pantalla, que aparecerá con imágenes en cuanto Beltrán instale una cámara con un gran angular en una esquina de tu oficina. Así podrás indicarle dónde debe de buscar el paquete.

      —Gracias —respondió Ybarra aliviado.

      Tardó unos quince minutos en prepararlo todo. De pronto, la cuarta pantalla comenzó a emitir imágenes del despacho de Ybarra. Beltrán se colocó en la esquina contraria para que, entre las dos imágenes, tuvieran una imagen lo más tridimensional posible de la oficina. Esta vez Beltrán no llevaba ningún artefacto para manipular explosivos manualmente, solo el mando para manipular el robot antiexplosivos.

      —Capitán, todo listo —se escuchó a Beltrán por la radio de la sala de mandos.

      —Muy bien. Santiago, ¿dónde está la caja con tu correspondencia?

      —En esa estantería que se ve a la derecha de mi escritorio —indicó Ybarra.

      —¿A qué altura, capitán? Desde aquí no se ve nada —preguntó Beltrán con seguridad.

      —Mira en la parte de abajo, junto a esa caja de cartón. Desde este ángulo no se ve bien, lo tapa la esquina de mi escritorio —indicó el capitán.

      Beltrán dirigió el robot hasta el ángulo apropiado. Se veía claramente una caja de cartón, recortada por su parte superior, llena de catálogos promocionales y algunos sobres corporativos.

      —¡Ahí está! —exclamó Ybarra

      —Ya la veo, capitán —afirmó Beltrán—. Por el peso y el tamaño, seguro que podré manipularla con normalidad.

      El robot sujetó la caja con sus tenazas y Beltrán lo dirigió al escáner.

      La ventaja de este robot es que lleva adaptado un sistema electrónico de estabilización que compensa los movimientos. Así la mercancía que trasporta se mantiene técnicamente inmóvil.

      Todo fue mucho más fácil que por la mañana. A esas horas había poca gente y el cordón de seguridad no causó tanto revuelo.

      Metieron al robot en el ascensor de la segunda planta, donde estaba la oficina de Ybarra, hasta la planta baja. Desde allí continuó su recorrido hasta el escáner. Beltrán colocó la caja en el interior del escáner y activó los sistemas de transmisión.

      —Capitán, ¿recibe


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