Confesor. José Alberto Callejo
salió de la sala mientras sacaba su móvil.
—Perdona, Santiago ¿quién es Mendoza? —preguntó Talavantes intrigado.
—Uno de nuestros agentes especializado en mafias latinoamericanas —respondió—. Se ha formado en la policía judicial mexicana y es experto en «confesiones atípicas».
—Explícate —pidió de la Bárcena levantando la ceja con suspicacia.
—Son confesiones en las que se recurre a torturas que no dejan huella, muy utilizadas por la policía mexicana y muchas otras de países latinoamericanos. Así los jueces no pueden revocar una sentencia por malos tratos o tortura al detenido —explicó Ybarra.
—No quiero ni imaginármelo —respondió de la Bárcena.
—No te haces una idea de lo que son capaces de hacer en la policía mexicana para obtener una confesión —sentenció el capitán.
El agente que había ido al laboratorio a por la caja de ibuprofeno entró en la sala y se la entregó a Ybarra. Este la revisó y sonrió entre dientes: ¡qué listo!
—¿Qué pasa? —preguntó de la Bárcena.
—Que el muy hijo de puta le quitó el código de barras para que no pudiéramos hacer un seguimiento del lote e identificar dónde lo compró. Sin embargo sí que dejó el precio; dos euros con cincuenta. Seguramente habrá hecho lo mismo con las pastillas efervescentes y los antigripales. —De la Bárcena sacó su móvil y llamó al laboratorio. Unos instantes después miró a Ybarra y afirmó con un gesto confirmando su teoría.
Se abrió la puerta y apareció el teniente Melchor Mendoza, que se dirigió directamente a Ybarra.
Mendoza era español pero su físico dejaba al descubierto su ascendencia mexicana. Su abuela materna era una india mestiza descendiente de la tribu de los olmecas. Nacido en Santander, se había formado en química en la Universidad Complutense de Madrid. Posteriormente había cursado un máster en bioquímica por la Universidad de Granada. Terminó su formación en Ciudad de México, gracias a una beca de intercambio entre la Guardia Civil y la Policía Judicial mexicana. Había trabajado en México, Guatemala, Colombia y El Salvador con los grupos más violentos de cada país.
—Buenos días, capitán —saludó a Ybarra. Después se dirigió al resto de los asistentes—: Buenos días a todos.
—Gracias por venir, Melchor —le agradeció Ybarra—. Supongo que Negrete te habrá puesto un poco al tanto de lo sucedido esta mañana.
—Más o menos. Ayer estuve de guardia y llegue hace un par de horas —respondió.
—Te presento al capitán Armando Talavantes, jefe del escuadrón de artificieros de Madrid, y al capitán Sergio de la Bárcena, director del laboratorio de criminalística.
—Permíteme la lista del contenido de la caja, Sergio —solicitó Ybarra a de la Bárcena.
Mientras Mendoza leía, Ybarra comenzó a explicarle:
—Estos son los objetos que encontramos en la caja que llegó esta mañana. Me gustaría que explicases a los compañeros para qué se utilizan —le pidió a al agente Mendoza.
Este echó otro vistazo a la lista.
—¿Esto es todo? ¿No había nada más, capitán? —dijo girando el folio intentando descubrir algún otro elemento que añadir a la lista.
—¿Como qué? —intervino de la Bárcena.
—Un suero salino, de esos que suelen venir en envases con forma de acordeón, como los utilizados para lavativas oculares o nasales —explicó Mendoza.
—Si no viene en la lista, imagino que no —sentenció de la Bárcena.
—Seguro que lo utilizaron, aunque no venga dentro de la caja —respondió Mendoza con absoluta seguridad.
—Ese será el noveno producto de la lista —afirmó Talavantes—. Álvarez, Beltrán, ¿recordáis el objeto en forma de fuelle?
—Sí, señor, era algo parecido a lo que describe el teniente Mendoza —respondió Álvarez.
—Imagino que aún están buscando huellas y se les ha pasado anotarlo en la lista —se disculpó de la Bárcena tratando de exculpar momentáneamente a los agentes del laboratorio.
—Sergio, ¿te importaría verificar si el envase del suero estaba dentro de la caja? —solicitó Ybarra de forma condescendiente.
—Sin problema. —De la Bárcena hizo un gesto al agente que había traído el ibuprofeno y este salió de nuevo hacia el laboratorio.
—Mientras tanto, ¿podrías explicarnos el uso de estos artilugios? —le pidió el capitán a Mendoza.
—Por supuesto, señor. —Mendoza se colocó en la zona de ponentes y empezó a hablar—: Este es el método al que recurre la policía mexicana para obligar a confesar a alguien que, generalmente, es débil física o mentalmente. Se cogen tres chiles habaneros, una de las guindillas más picantes que existen, y se golpean ligeramente intentando no romper la vaina. Así las semillas y las venas internas, que contienen la mayor parte del picante, se separan y se abren liberando la sustancia picante en la carne de la vaina. Después se tuesta a fuego lento para que se deshidrate y se concentre más el picante, que además se potencia con el calor del fuego. Se dejan enfriar y se baten con agua hasta que quedan completamente líquidos. Esta mezcla se añade a la botella de gaseosa, con cuidado para que no libere mucho gas. Es necesario para que la mezcla penetre bien dentro del cuerpo.
Se dirigió a la pizarra blanca que tenía tras de sí y dibujó el perfil de una cabeza humana.
—Se cubre bien la nariz internamente con vaselina —continuó diciendo mientras indicaba en el esquema cómo se aplicaba cada elemento—. Esto tiene una doble función: la primera es que las pastillas efervescentes, que se introducen partidas por la mitad, una en cada fosa nasal, penetren bien. La segunda es evitar que con la mucosa se active la efervescencia en las pastillas. También permite introducir fácilmente la sonda tubular en cada fosa nasal. Después se une el tercer extremo de la sonda con la pieza de silicona a la boca de la botella de gaseosa con el picante batido y se levanta unos treinta centímetros por encima de la cabeza.
¡No me lo puedo creer! —exclamó indignado el capitán Talavantes—. ¿Y así es capaz de confesar un crimen un delincuente? Parece una simple lavativa nasal.
—Mendoza, explícale al capitán lo que pasa en el cuerpo cuando reaccionan esas «sustancias tan inofensivas»— comentó Ybarra con un toque muy irónico.
—Si me lo permite, señor —se excusó Mendoza—, creo que primero es conveniente que les explique cómo reacciona el cuerpo humano a la capsicina, la sustancia que hace que los chiles y las guindillas piquen. Esta sustancia genera en el cerebro la misma respuesta química que cuando el cuerpo se quema con fuego. Por eso uno suda tanto cuando come mucho picante, para refrescar el cuerpo y bajar la temperatura de la supuesta quemadura. Especialmente cuando es muy picante, la señal es similar a la de una quemadura de segundo o tercer grado. Al mismo tiempo, el cerebro también libera endorfinas para que el cuerpo quede un poco anestesiado. Por eso, después de comer mucho picante, el cuerpo recibe esa sensación de placidez que dura entre una y dos horas.
—Visto así, no parece tan agresivo como para hacer confesar un crimen de pederastia y secuestro. —Talavantes mostró su incredulidad.
—Señor, con el debido respeto, no se hacen una idea de lo agresivos que son algunos chiles, especialmente estos que vienen en el paquete —advirtió Mendoza—. Esta especie está entre los cinco más picantes del mundo. Para que se hagan una idea, cada chile contiene la misma cantidad de capsicina que treinta botellas de salsa tabasco. Cuando un picante tan intenso invade zonas del cuerpo tan sensibles y delicadas como las mucosas interiores, que no están acostumbradas a recibir el impacto de una sustancia tan irritante, el mensaje que llega al cerebro es de estar sufriendo quemaduras