Confesor. José Alberto Callejo
con bastante éxito. Aunque un sonado caso había dejado a su departamento mal parado. Uno de los científicos de su laboratorio confundió los restos óseos de unos roedores con los de unos niños asesinados. Aquel error ralentizó el juicio, que tuvo una gran repercusión mediática. La mala imagen profesional ante sus superiores y ante la opinión pública afectó considerablemente a su carrera, incluso su puesto se tambaleó. Al final, su currículum y la gran cantidad de casos resueltos en los últimos diez años jugaron a su favor. Eso y el hecho de que se demostrara que él no firmó ningún documento correspondiente a dicho caso.
Más de veinte agentes esperaban en la sala. Talavantes, que dirigía la reunión, le cedió la palabra a Ybarra.
—Buenas tardes, señores. —Todos contestaron el saludo—. Imagino que algunos de ustedes no saben muy bien a qué se debe esta reunión. —Varios de los presentes afirmaron con la cabeza—. El objetivo es reunir todas las piezas para intentar identificar al sujeto que nos envió al embalao, o al menos trazar un perfil.
Todos asintieron de forma gutural. La sorpresa y consternación se reflejaba en los rostros de los asistentes. No estaban acostumbrados a trabajar en casos como aquel, tan típicos de países como Estados Unidos o Reino Unido.
—Hemos identificado al individuo de la caja como José Ruiz Navarrete, de cuarenta y un años y residente en Almería. —El capitán Ybarra cogió el informe que tenía sobre la mesa y continuó leyendo—: Acumula una larga lista de delitos de pederastia, desde tráfico de vídeos y fotos en Internet hasta el abuso de un niño y una niña, por lo que fue condenado a diez años de prisión. Hace dieciocho meses, cuando llevaba cumplidos seis años de condena, consiguió la libertad condicional por buena conducta y por no haber cometido delitos de sangre. —El capitán siguió pasando páginas mientras leía—. El verano pasado fue acusado de nuevo del presunto secuestro de dos niñas y un niño de entre nueve y doce años. Dos hermanas y un primo de estas; los niños García, de los cuales aún no hay rastro, sin embargo se encontraron pruebas suficientes en su piso como para procesarle. —En ese momento Ybarra cerró el expediente y lo dejó caer sobre la mesa para continuar hablando—: Él niega todos los hechos. Pudimos detenerle a través de un operativo conjunto entre varias ciudades donde detuvimos también a media docena de pederastas. Entre los archivos intervenidos encontramos fotografías de los niños García. Hace dos semanas se fugó a la salida de una vista en el juzgado. Aprovechó el revuelo que se formó entre la turba que lo quería linchar. Desde ese día no habíamos vuelto a saber nada de él.
Iba a continuar hablando cuando Beltrán levantó la mano.
—Dígame, sargento —atendió Ybarra.
—Supongo que ya han contemplado esa posibilidad pero, ¿han investigado a los familiares de los niños?
—Más de treinta agentes de paisano de la policía nacional han vigilado cada paso de los posibles sospechosos —respondió Ybarra—. Nueve familiares para ser exactos; cuatro consanguíneos y cinco parientes cercanos. Son los que identificamos en los vídeos que nos proporcionó la televisión local.
—Entonces el paquete lo podría haber enviado algún otro familiar en complicidad con alguno de estos —comentó otro de los agentes.
—Negativo, agente —respondió con contundencia Ybarra, que tenía informes muy detallados de los movimientos de cada uno de los familiares y amigos de la familia de los niños García. Además, hemos intervenido los teléfonos de todos los familiares.
—Tiene razón el capitán Ybarra —comentó Núñez dirigiéndose a Talavantes—. El envío del paquete bomba que explotó dentro del primer escáner fue anterior a la fuga de este sujeto. Y el material utilizado para explosionarlo fue el mismo, incluida la cantidad. Por lógica se trata de la misma persona. Algo ha debido pasar entre medias. Quizá en otra comunidad o en otra dependencia…
—Núñez tiene razón —respondió Talavantes atajando la respuesta en el aire—, pero eso lo comentaremos más tarde en una reunión con el resto de artificieros que estuvieron ese día de la explosión. —Su tono de voz se volvió cauteloso, como advirtiendo de forma sutil a Núñez que se callara.
—De acuerdo, capitán —afirmó Núñez con un ligero tono de sumisión, consciente de su error. Había hablado más de la cuenta llevado por la inercia de los acontecimientos en su afán por querer encontrar coincidencias.
A Ybarra aquel gesto no le pasó desapercibido.
En ese momento, un agente del laboratorio que aún llevaba puesta la bata blanca, entró en la sala y le entregó un sobre a de la Bárcena. Todos se mantuvieron expectantes mientras este le echaba una ojeada rápida. Entonces se levantó y se dirigió a los asistentes.
—Ya tenemos la lista del contenido de la caja. A ver qué conclusiones podemos sacar —dijo este, y empezó a leer—: Además de la pastilla de nitrocelulosa, la caja contenía una botella de gaseosa La Casera de litro y medio casi vacía, una caja de ibuprofeno de cuarenta comprimidos, de los cuales faltan dieciocho, una caja de pastillas efervescentes Alka-Seltzer de veinte comprimidos a la que le faltan solo dos, una caja de sobres antigripales de la que faltan seis, siete guindillas extrapicantes dentro de su empaque original. Hay una nota del laboratorio que indica que, considerando el peso que aparece en la etiqueta y el de cada guindilla, al parecer faltan entre cuatro y cinco unidades. —De la Bárcena continuó enumerando los diferentes elementos de la lista—: Una sonda de plástico en forma de Y con una goma de silicona en un extremo, un bote pequeño de vaselina, un cd que están analizando en el laboratorio de sonido y un ticket de compra sin más indicación que unas cantidades que suman un total de nueve euros con cincuenta. —El capitán mostró una fotocopia en color ampliada del ticket—. Y por supuesto no hemos encontrado ni una sola huella ni tampoco nada que pudiera detonar la nitrocelulosa —aseguró Talavantes—. Solo la utilizó para que se accionara la alarma del escáner y que inspeccionáramos el paquete.
Mientras tanto, Ybarra repasaba mentalmente la lista del contenido de la caja. Estaba seguro de que ese ticket era clave, si no, no lo habría incluido. ¿Qué indicarían todas aquellas cantidades? Pensó en la imagen del embalao con la palabra culpable escrita en el muslo. Un explosivo que no podía explotar, el cd, las guindillas, las pastillas efervescentes, la botella de gaseosa, la sonda, la vaselina, el ibuprofeno…
De repente, una idea le vino a la cabeza. Pasó un par de hojas del informe del laboratorio y se detuvo en la foto de la caja de ibuprofeno. Sin decir nada, sacó su móvil y llamó a su secretaria.
—Buenos días, Chari —se dirigió educadamente a la mujer—. ¿Podrías, por favor, subirme la caja de ibuprofeno que hay en el cajón de mi mesa? Gracias. —Inmediatamente colgó el teléfono.
—Sergio, ¿puedes hacer que suban la caja de ibuprofeno de la lista? —preguntó entusiasmado a de la Bárcena.
—¿Qué ocurre, Santiago? —preguntó este mientras hacía un gesto a uno de sus agentes para que fuese a por el medicamento.
—Tengo una corazonada.
Ybarra continuaba repasando mentalmente la lista de la caja. Las guindillas era lo único que no le cuadraba pero debían tener alguna conexión con el resto de los objetos. Entonces recordó una charla que tuvo años atrás con uno de sus agentes sobre torturas en países del tercer mundo. En ese momento irrumpió en la sala Chari, la asistente de Ybarra. Una morena no muy alta, delgada y atractiva que provocó un silencio inmediato. Se dirigió a Ybarra y le entrego los calmantes, que eran de la misma marca que los encontrados en la caja del embalao. Aquel buscó inmediatamente el precio recomendado por el laboratorio. Entonces cogió la fotocopia del ticket.
—¡Lo sabía! Dos euros con cincuenta —afirmó con tranquilidad. Todo empezaba a cuadrar en su cabeza—. Nos ha mandado la cuenta de la confesión. Hacerle confesar sus crímenes le costó nueve euros con cincuenta. Si no me equivoco, las cantidades del ticket corresponden a los precios de cada uno de los productos de la lista. Y me jugaría el cuello a que el cd contiene una grabación de la confesión del pederasta.
—Pero señor —replicó Álvarez—,