Confesor. José Alberto Callejo

Confesor - José Alberto Callejo


Скачать книгу
cabeza inmóvil solo podía ver parte de sus muslos y las rodillas. No tardó mucho en notar algo extraño; una presión soportable en los lóbulos de las orejas, pero no podía girar la cabeza para saber de qué se trataba.

      —¿Qué datos quieres? —preguntó fingiendo que quería colaborar intentando así ganar tiempo para repasar su situación.

      —Quiero que me digas en qué cuenta o cuentas de bancos suizos depositaste el dinero que estafaste. No quiero infligirte más dolor pero no pararé hasta que me des los datos y confieses tus delitos. Te repito que tengo todo el tiempo del mundo —arguyó el Confesor de forma pausada.

      —¡Los datos te los va a dar tu puta madre! —respondió Antonio de nuevo alterado.

      —Tú lo has querido…

      Una nueva botella tirada por el amarre de la polea comenzó a subir. Los gritos de pánico rompieron el silencio y Antonio solo pudo escuchar sus propios alaridos durante unos segundos. Una sacudida eléctrica pasó de un oído a otro a través de las pinzas que tenía sujetas a las orejas. Entonces comenzó a tener visiones. Una imagen brillante en forma de espiral de espinas puntiagudas en blanco y negro giraba de adentro hacia afuera sin parar. Lo veía todo dentro de una cortina de electricidad estática. Sintió cómo las ondas le pinchaban el cerebro en todas direcciones. El ácido hirviente empezó a abrirse paso de nuevo en su cabeza desde la nariz hasta la parte trasera de los ojos, penetrando a su paso por todos los rincones de su cara. El dolor era insufrible. Sintió de nuevo como si le rebanaran el cuello. Esta vez era más intenso, como si fuera una sierra de carpintero. No se podía mover ni un milímetro, su cuerpo estaba paralizado debido a la intensa corriente eléctrica. Aunque no escuchaba sus propios gritos, sí podía sentir cómo su boca se abría constantemente cuando intentaba inhalar algo de aire.

      Entre gritos ahogados comenzó a suplicar clemencia y le dio al Confesor todos los datos que le había pedido.

      7

      Lunes 7 de septiembre, 10:24 horas.

       Dirección General de la Guardia Civil

       Madrid

      Algunos agentes de Protección Civil, que esperaban para actuar desde hacía media hora, ayudaron a evacuar los edificios aledaños. Todos los ocupantes fueron dirigidos también al parque Santander. El caos reinaba en las calles que rodean el recinto de la Guardia Civil y en varios bloques a la redonda.

      A las diez y media en punto se escuchó el helicóptero que transportaba a Talavantes y el resto de su equipo. Bajaron rápidamente y entraron directamente al cuartel de los tedax. Los tres llevaban trajes antiexplosivos ligeros que se habían puesto durante el vuelo.

      En una sala improvisada, los otros cuatro artificieros habían montado cinco ordenadores portátiles sincronizados con las frecuencias que les fue indicando el cabo Martínez desde el helicóptero. Se acercaron y se colocaron los micrófonos.

      —Beltrán, ¿me escuchas? —preguntó Talavantes a modo de confirmación.

      —Veamos —comenzó a decir el capitán—, si la persona que mandó esto hubiera querido, lo habría hecho explotar antes de que llegáramos nosotros. De hecho, la caja pequeña es un aviso de que en la grande seguramente hay un explosivo. Tampoco hay ningún detonador, ni el inhibidor ha detectado señales de detonación a distancia —prosiguió.

      —Así es, capitán —respondieron ambos al unísono.

      —Creo que todo esto no es más que una advertencia —sentenció de nuevo Talavantes—. Confiad en mí.

      —Siempre lo hacemos, señor —respondieron.

      —Somos artificieros y nuestro deber es intervenir esas cajas —dijo con energía, consciente de la responsabilidad de sus decisiones—. Álvarez, saca la caja del escáner muy despacio y ábrela. Corta el cartón con cuidado por las aristas superiores. No se ve ningún cable que pase por ahí ni nada que pueda hacerla detonar. Saca la pastilla de nitrocelulosa y llévala al tambor para que la explosionen —ordenó.

      —Entendido —respondió Álvarez.

      —Beltrán —continuó diciendo el capitán—, en cuanto salga Álvarez inspecciona la caja grande de cerca y dinos qué ves o escuchas. Y por el amor de Dios, no la muevas mucho. Dime si vibra o si oyes algo que nos permita averiguar qué coño hace que se mueva.

      —Entendido, señor. —La situación para Beltrán seguía siendo grave. No sabía qué tipo de explosivo iba a manipular y tendría que hacerlo sin ayuda.

      Álvarez tecleó en el ordenador del escáner y las puertas se desbloquearon. Al cabo de unos quince interminables segundos sacó el paquete y lo llevó al mostrador de atención al público. Cortó tres de las cuatro aristas superiores y levantó con cuidado la tapa de cartón. Identificó claramente la nitrocelulosa y la sacó. Parecía una pastilla pequeña de jabón de glicerina translúcida envuelta en un plástico de cocina. Dentro tenía un papel a modo de etiqueta. ¿Podría estar el detonador en algo tan fino?, se dijo a sí mismo.

      —Álvarez, parece que hay algo escrito en la etiqueta. ¿Qué pone? —se interesó Talavantes.

      —No lo sé, no puedo verlo bien con el vaho del casco —respondió Álvarez con fastidio—. Además, el reflejo de la luz de mi lámpara en el plástico no me permite apreciarlas bien. ¿Quiere que me acerque para que lo puedan ver mejor?

      —¡No! —dijo Talavantes alarmado—. Podría explotar cerca de tu casco y lesionarte el cuello. Coge tu cámara y haz un par de fotos, pero sin flash. Podría tener un detonador fotosensible.

      Álvarez hizo la foto lo más cerca que pudo, no estaba muy seguro de que estuviera bien enfocada. El vaho del casco le impedía ver bien. Cogió las pinzas largas que le había entregado Beltrán y llevó la pastilla al tambor. Salió al patio lentamente sujetando el paquete con firmeza. Depositó la pastilla en el fondo del tambor, instaló una carga explosiva pequeña, la cubrió con un costal de arena especial, para absorber gran parte del impacto de la deflagración; aseguró el tambor con una tapa perforada y se retiró a la zona amarilla. Una vez estuvieron todos resguardados, uno de los artificieros explosionó la carga con un mando a distancia.

      La detonación fue ligera. Apenas se notó un rastro de vapor caliente, parecido al que se genera en el asfalto de las carreteras en días muy calurosos. Inmediatamente comenzó a oler a caucho y tierra quemada, mientras caía una lluvia tenue de arenisca blanca alrededor del tambor. Aquel olor penetrante permaneció unos minutos flotando en el ambiente.

      Nada más escuchar la explosión, Beltrán, siguiendo las instrucciones de su superior, se acercó a la caja y comenzó a palparla. No detectó nada; ni vibraciones, ni ruidos. Parecía como si la caja estuviera hueca.

      —Capitán…

      —Dime, Beltrán —respondió Talavantes algo impaciente.

      —Por la parte superior parece vacía —aseguró Beltrán.

      —¿Y más abajo? —continuó preguntando.

      —Sí, aquí siento un poco de presión, pero muy ligera —respondió Beltrán intrigado.

      —Continúa un poco más abajo —ordenó el capitán.

      —Capitán, aquí siento más presión, como si hubiera una masa pesada en el fondo de la caja.

      —Prueba por todo el perímetro —continuó diciendo Talavantes.

      Beltrán pasó la mano alrededor de la caja por la parte más pegada al suelo.

      —¡Capitán! —dijo de repente sobresaltado.

      —¿Qué ocurre, Beltrán?

      —Se ha movido, ha reaccionado a la presión —exclamó aún con el susto en el cuerpo—. Apenas lo he notado pero juro que se ha movido.

      De repente, algo le hizo pararse en seco y permanecer alerta.


Скачать книгу