Confesor. José Alberto Callejo

Confesor - José Alberto Callejo


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de Álvarez y Beltrán.

      —Probando… ¿Nos escuchan? —Solo se oía alguna interferencia estática de fondo, el resto era silencio.

      —Equipo, ¿nos escuchan? —El mismo resultado en otro canal.

      —¿Nos escuchan? —repetían en diferentes canales con el mismo resultado.

      En el muro frontal de la sala de mandos había cinco pantallas planas de cincuenta pulgadas formando una estructura semicircular. Ninguna mostraba señal de vídeo.

      —Sala de mandos, ¿me escuchan? —preguntó de nuevo Álvarez.

      —Te escuchamos, pero no tenemos imagen —respondió Martínez—. ¡Ya la tengo! —exclamó con euforia—. La señal se emite por la frecuencia 13.06. —Los otros dos agentes ajustaron dicha frecuencia en sus ordenadores.

      Mientras, en la central de Madrid, el sargento Álvarez sonrió al ver cómo la luz del led de su pendrive se volvía azul intenso; ahora también las cámaras de sus trajes, podrían trasmitir señal de video.

      En la sala de mandos de Valdemoro las cinco pantallas del panel comenzaron a iluminarse una a una. En la de la izquierda aparecía la imagen que transmitía la cámara instalada en el casco de Beltrán. En la siguiente, la del casco de Álvarez. En la pantalla central, las del sistema del escáner. Eso les permitía observar todas las imágenes en tiempo real. En la cuarta, la imagen de la cámara instalada en el techo de la recepción. Y la última pantalla mostraba los datos del programa informático de explosivos químicos que controlaba el sargento Núñez.

      —Ya tenemos todas las imágenes sincronizadas —dijo Talavantes—. ¡Manos a la obra! Álvarez, pasa el escáner por el espectro de gama azul —indicó el capitán desde la sala de mandos.

      —Entendido.

      La pantalla se iluminó en tonos grises y azul turquesa. Esta mostraba una caja más pequeña dentro del paquete que parecía metálica.

      —Álvarez, conecta el espectro ultrasónico —ordenó Talavantes.

      —Sí, señor —obedeció y lo puso en marcha.

      La pantalla cambió de color mostrando las imágenes del interior de la caja. Se podían apreciar unas láminas metálicas con la misma forma de las tabletas de píldoras comunes.

      —Álvarez, ¿qué crees que es? —preguntó Núñez.

      —Sí, lo hemos visto —confirmó el capitán Talavantes—. Núñez asegura que es un cd.

      —Podría ser parte del detonador. Tiene toda la pinta de ser una bomba casera —comentó Álvarez con firmeza.

      —Nosotros pensamos lo mismo. Ten mucho cuidado —le recomendó, con tono de cautela, su capitán.

      —Capitán, ¿y el objeto de la derecha con forma de fuelle circular? Parece que contenga algo de líquido —volvió a cuestionar Álvarez por la radio.

      —Capitán —se escuchó decir por primera vez a Beltrán—, lo del fondo a la izquierda parece una botella de refresco, como las de dos litros de Coca-Cola.

      —Eso parece, con más razón podría tratarse de un explosivo binario casero, que son aún más difíciles de manipular —aseguró Talavantes.

      —Álvarez —dijo Núñez, que permanecía inmóvil frente a su pantalla—, pon el sistema en modo de cámara normal y busca la etiqueta, quiero saber a quién iba dirigido el paquete.

      —Entendido —respondió este con seguridad.

      Tecleó una clave y la pantalla se iluminó. Por suerte la etiqueta quedaba en la parte superior. El destinatario y la dirección estaban escritos con letra antigua y tinta negra, la típica tipografía de máquina de escribir Olivetti, en un folio blanco adherido a una caja de cartón sin anuncios. La etiqueta estaba perfectamente alineada y los cierres de embalar eran rectos, centrados casi al milímetro. A través de la pantalla la caja parecía inofensiva.

      —¡Va dirigida al capitán Santiago Ybarra! —exclamó Álvarez con incredulidad.

      Los tres se quedaron pensativos mirándose unos a otros. ¿Un paquete bomba dirigido a un investigador de la Guardia Civil? Aquello era muy extraño, pensó Talavantes. Su instinto le decía que podía tener cierta lógica. Ybarra era experto en resolver casos difíciles, pero ninguno que implicara terroristas, mercenarios o exmilitares peligrosos.

      Talavantes descolgó el teléfono interno y pidió que localizaran al capitán Ybarra lo más pronto posible. Mientras tanto su equipo continuó trabajando.

      —Álvarez, dale al espectro electromagnético —ordenó Núñez.

      —Entendido, señor.

      Continuaron revisando el paquete. El escáner mostraba un objeto rectangular pequeño del tamaño de una pastilla de jabón.

      —Álvarez, eso debe ser lo que ha hecho saltar la alarma. Parece el espectro de un explosivo semisólido —afirmó Talavantes.

      —Estoy de acuerdo. ¿Qué cree que es, capitán? —preguntó Álvarez.

      —Lo vamos a verificar en el ordenador —respondió el capitán.

      —¿Ninguno de los otros elementos muestra un espectro explosivo? —preguntó Beltrán.

      —No, solo este —le respondió Núñez.

      —Qué raro —exclamó Beltrán con tono de preocupación.

      —Daos prisa, llevamos ya quince minutos aquí y esto no tiene buena pinta, podría explotar en cualquier momento —dijo Álvarez, notando la incertidumbre que se percibía en la voz de todos.

      —No tardaremos mucho, pero por si acaso no os mováis ni un centímetro —respondió con energía Talavantes por el micrófono.

      Núñez recortó la imagen de la sustancia que había en la caja pequeña, la colocó en el buscador y el programa comenzó a buscar imágenes similares. Medio minuto después el ordenador mostraba una coincidencia.

      —Es nitrocelulosa gelatinizada —exclamaron Núñez y Talavantes con un tono que dejaba ver un atisbo de tranquilidad.

      —No he oído bien. ¿Habéis dicho nitrocelulosa? —preguntó Álvarez.

      —Sí —afirmó Talavantes—, la misma que en la explosión anterior.

      —Entonces podemos estar un poco más tranquilos —respondió con alivio Álvarez.

      —La estructura del escáner podría contener la explosión, siempre y cuando la pastilla pese menos de cien gramos —comentó Núñez mientras consultaba los datos técnicos del químico en la pantalla.

      —Si explota sería el segundo que se cargan en solo quince días —soltó Álvarez con tono ácido.

      La explosión anterior había dejado completamente inservible el otro escáner, y cada aparato rondaba los doscientos cincuenta mil euros.

      —Álvarez, vamos a intentar calcularlo —dijo de nuevo Talavantes—. Núñez combinará las imágenes de los cuatro espectros para calcular el ancho y poder determinar el volumen y el peso del explosivo. Tened paciencia, no parece nada grave.

      —De acuerdo, capitán —respondió Álvarez muy confiado.

      La tranquilidad reinaba en la sala. Si el objeto explotaba sería muy difícil que causara el más mínimo daño a los dos artificieros.

      —Álvarez,


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