Confesor. José Alberto Callejo
meditó unos segundos. ¿Un gatito maullando? Aquello sonaba a broma perversa.
—Beltrán, acércate al escáner y observa la cinta de embalar de la imagen de la caja y dime si se parecen. Fíjate en cada detalle: color, tamaño…
—Sí, señor —obedeció este.
Buscó la imagen y la analizó con atención comparándola con la caja grande.
—Capitán, las dos cintas son idénticas —afirmó.
Talavantes tuvo una nueva corazonada. Todo comenzaba a cuadrar; aquello era un ardid para que la caja grande llegara a su destinatario final: el capitán Ybarra.
—Muy bien, Beltrán —continuó el capitán—. Ahora haz lo mismo; empieza a cortar por las aristas. Si te topas con lo más mínimo que detenga o frene el filo de la cuchilla, para de inmediato.
—Entendido, capitán —respondió solícito.
Empezó a deslizar el cúter por las aristas sin ningún contratiempo. Cuando llegó a la tercera buscó algún indicio de cables o mecanismo que activara la posible carga explosiva. No había nada que indicara la presencia de un detonador. Entonces miró hacía el fondo de la caja.
—¡Pero qué coño…! —gritó alterado el sargento—. Señor, ¿pueden ver lo que yo veo?
Al escuchar la expresión de Beltrán, Talavantes y Núñez imaginaron lo peor.
—Negativo, con la sombra solo apreciamos un gran bulto embalado —respondió Núñez esta vez.
Beltrán encendió la linterna que llevaba instalada en un lateral del casco. Un potente haz de luz iluminó hacia donde dirigía su mirada.
—¡Dios Santo! —exclamó Talavantes. Salió corriendo hacia la recepción dejando a Núñez y Martínez al mando de los sistemas.
En el fondo de la caja había un hombre casi desnudo, amordazado, atado de pies y manos y con claros síntomas de agotamiento, pero respiraba y parpadeaba, aunque muy lentamente. Estaba colocado en posición fetal, recostado sobre su lado izquierdo y rodeado por completo por metros y metros de cinta americana. Tenía la frente pegada a las rodillas y la nariz metida entre los muslos. Estaba totalmente inmovilizado. De hecho, pese a que el cartón no era muy grueso, estaba tan bien embalado que era imposible que pudiera romperlo. En la parte del muslo derecho que quedaba hacia arriba tenía escrito con letras rojas la palabra culpable. La tipografía era estilo esténcil, la misma que se utiliza en las cajas de madera de las mercancías marítimas.
Todos los agentes dispuestos en ambas zonas de seguridad corrieron a ayudar al sargento Beltrán. Álvarez fue el primero en entrar.
Se quitaron los cascos y los guantes para poder maniobrar con más libertad y retiraron la carretilla con suavidad para no lastimar a aquel pobre desgraciado, que además olía realmente mal, seguramente se había meado no pocas veces. Terminaron de desmontar la caja con el cúter y, con mucho cuidado, continuaron con los metros de cinta que cubrían el cuerpo de aquel hombre.
—¡Salgan todos inmediatamente! —ordenó Talavantes al entrar—. Solo quiero aquí a Beltrán y Álvarez. Cualquiera de estos paquetes podría contener otro explosivo; seguiremos el protocolo de actuación como es debido.
En pocos minutos se vieron rodeados de varios guardias civiles que, junto con los artificieros, les ayudaron a liberar al desdichado. El personal sanitario se colocó al ras del límite de la zona roja de seguridad, como indica el estricto protocolo en esos casos.
Mientras terminaban de liberar el cuerpo, Talavantes se colocó un casco antibombas, cumpliendo igualmente con el protocolo. Le gustaba dar ejemplo, solía decirse a sí mismo, de que «el buen pastor comienza por casa».
Aquel individuo estaba rodeado de más metros de cinta de los que aparentaba a simple vista. Una vez hubieron retirado el último trozo, lo sacaron entre cuatro guardias civiles de la oficina de acceso, para que pudieran actuar el equipo sanitario de la ambulancia
Tendieron al hombre, que se había desmayado por hiperventilación, en el suelo. Lo estiraron con cuidado y lo colocaron en la camilla. Una vez en la ambulancia, comprobaron sus constantes vitales y le tomaron una vía de suero en vena.
8
Lunes 7 de septiembre, 10:45 horas.
Dirección General de la Guardia Civil
Madrid
Una vez liberado el sujeto que venía dentro de la caja, Álvarez y Beltrán se dispusieron a revisar los paquetes y sobres que había desperdigados por el suelo de la recepción. Activaron de nuevo el escáner y los pasaron uno a uno por la cinta transportadora revisándolos con cautela pero con más tranquilidad. Estuvieron inspeccionando paquetes unos veinte minutos más. No encontraron nada sospechoso. Solo un par de sobres grandes sin remitente en los que tampoco había nada.
Al mismo tiempo, el personal de la sala de mandos repasaba cada imagen grabada en busca de algún detalle que se les hubiera podido escapar. Pusieron especial atención en las imágenes grabadas por la cámara instalada en el techo de la recepción. Estudiaron el momento en que el mensajero entraba con ambos paquetes. Buscaban un cómplice, alguien que hubiera actuado de forma sospechosa en los minutos previos a que se activara la alarma. No encontraron nada.
El capitán Talavantes ordenó a todo el personal que se reuniera en la sala de conferencias de la quinta planta. También hizo llamar a Ybarra y al equipo de la policía científica. Les esperaba a todos en una hora.
9
Lunes 7 de septiembre, 11:11 horas.
Dirección General de la Guardia Civil
Explanada central
Madrid
Los médicos tardaron al menos diez minutos en estabilizar al sujeto. Tuvieron que administrarle oxígeno y colocarle dos vías con suero glucosado y salino. Cuando estaban sujetando al paciente para subirlo a la ambulancia, se escuchó una voz a sus espaldas:
—¿Este es el hombre que venía dentro de la caja? —dijo Santiago Ybarra con tono autoritario.
—Sí, señor —respondió el jefe del equipo sanitario.
El perfil de Ybarra era poco frecuente entre la Benemérita. Licenciado en criminología por la Universidad de Valencia, con un postgrado universitario en Madrid y un año de intercambio con el departamento de investigadores de Scotland Yard.
Su físico tampoco pasaba desapercibido: un metro noventa y dos centímetros de estatura y ochenta kilos. Vestía siempre con camisa blanca inmaculada, con los puños y el cuello tan almidonados que parecía que las estrenase cada día. Siempre con corbata negra lisa y de seda, con un nudo estilo español de trazo perfecto (tenía siete iguales, una para cada día de la semana). El traje, de casimir inglés y siempre de tonos oscuros, era de color gris grafito. Era su particular forma de ir uniformado. Su cargo de investigador jefe no le hacía olvidar su gusto por los uniformes. Ahora no tenía que llevarlo, pero él se uniformaba a su manera. La disciplina y la rectitud se adivinaban hasta en su forma de andar. A punto de cumplir treinta y ocho años, estaba casado y tenía seis hijos, más otro que venía en camino. Pertenecía a la comunidad del Camino Neocatecumenal, o los kikos[4], fundada por Kiko Argüello.
Participante activo de su comunidad religiosa, Ybarra era un predicador frecuente en los seminarios juveniles. Sus conceptos de lealtad, respeto al prójimo, honestidad y rectitud hacían de él un modelo a seguir.
De tez trigueña, pelo negro liso y abundante, su rostro era alargado, con las facciones angulosas y marcadas en parte gracias a las dos horas diarias de correr y gimnasio. Solía utilizar gafas de pasta negra, de esas entre clásicas y antiguas, que lucen como el último modelo retro.
Santiago Ybarra tenía pocos vicios. Solo fumaba dos puritos habanos al