Confesor. José Alberto Callejo

Confesor - José Alberto Callejo


Скачать книгу
irritante que invade todo el sistema respiratorio, desde la garganta hasta la parte más alta de la nariz, inundando incluso los senos nasales y colándose a las glándulas de los lagrimales. Las mucosas faciales se inflaman emitiendo un moco muy líquido en respuesta a la agresión, lo que ocasiona una sensación de ahogo absoluto. Aunque uno continúa respirando por la boca, no lo siente, ya que tienes los sentidos bloqueados y confundidos. Es como si se te cerrase la entrada de aire al cuerpo. El dolor es tan intenso que parece que los ojos se van a salir de sus órbitas, los oídos te arden como si tuvieran quemaduras internas, la cara parece que fuera a estallar. Lo más impresionante es cuando sientes cómo el líquido sale por el velo del paladar hacia la boca. Es como si te rebanaran el cuello de lado a lado, como un corte doloroso con una sierra gruesa y poco afilada. En ese momento sientes como si te clavaran algo punzante en los oídos que te atravesara de un lado a otro. El dolor es insoportable, señor.

      »Al final todo acaba en cinco interminables minutos. Entonces viene la segunda oleada de dolor. Para limpiarte te hacen un lavado con el suero salino. Todo te vuelve a arder en una segunda reacción química de las mucosas, pero con menos intensidad. A veces se necesitan dos lavativas para que el sistema respiratorio quede completamente limpio.

      En ese punto, Mendoza finalizó su explicación. Los asistentes permanecieron callados intentando asimilar lo que acababan de escuchar. Fue el propio de la Bárcena quien rompió el silencio.

      —Lo que no me queda muy claro, agente, es cómo, con esa sensación de ahogo total, el torturado es capaz de confesar. ¿En qué momento lo hace? —pregunto un tanto consternado.

      —Es difícil de saber, señor. Uno ni siquiera recuerda haber pronunciado palabra alguna. Lo único que escuchas son tus propios gemidos ahogados. En ocasiones eres incapaz de escuchar tus propios gritos. En esos momentos de dolor y trance no ves más que algunos destellos en una visión completamente borrosa. Entonces sientes varias oleadas de un dolor tremendo. Sin que te des cuenta confiesas lo que te preguntan.

      —¿Y durante esos cinco minutos la persona respira? —preguntó de nuevo de la Bárcena.

      —En todo momento, señor —aseguró Mendoza—. A veces ahogado, hasta hiperventilado, pero uno no lo percibe. La sensación mientras tragas esa espuma ardiente es de falta el aire. Al mismo tiempo sientes que parte de esa espuma se va a los pulmones —continuó explicando—. Todo ocasionado por un bloqueo sensorial que confunde los sentidos. En realidad todo se traga y va directo al estómago en un acto reflejo de supervivencia.

      —Entonces, el torturado podría confesar algo que no ha hecho… —insistió de la Bárcena.

      —No, señor —le aclaró Mendoza—, el estado de trance es tal que anula la capacidad de mentir. Uno no es consciente de lo que dice, es el subconsciente el que habla. Este tipo de torturas no se utiliza para hacer confesar algo que uno no ha hecho, sino para obtener información específica. No se trata de afirmar algo, se trata de proporcionar datos.

      En ese momento entró en la sala el agente del laboratorio que había ido a confirmar la existencia del envase de fuelle con el mismo dentro de una bolsa del laboratorio. Se lo entregó a Ybarra y este se lo mostró a Mendoza sin mediar palabra.

      —¿Huellas? —preguntó de la Bárcena al agente.

      —Ninguna, señor.

      —¿Ni una sección parcial? ¿Nada que nos pueda servir? —insistió.

      —Nada —aseguró el agente del laboratorio—. Ni en el paquete, ni en las cintas de embalar las cajas, ni en las etiquetas, ni en la cinta que envolvía el cuerpo. Ni siquiera un cabello o vello corporal. Solo se encontraron las huellas del mensajero en el exterior de ambas cajas.

      —Por cierto, ¿cómo va el interrogatorio? ¿Se sabe algo nuevo? —pregunto Talavantes a Ybarra.

      —De momento nada; será lo que imaginábamos, un mensajero anónimo —respondió el capitán resignado.

      —¿Anónimo? —cuestionó incrédulo de la Bárcena.

      —Sí, así solemos llamarles —aclaró Ybarra—. Indigentes a los que ofrecen dinero, generalmente una cantidad que no pueden permitirse el lujo de rechazar. Les entregan el paquete y un papel con las indicaciones y les pagan por adelantado. Después les amenazan con darles una paliza o matarles si no cumplen con su trabajo. Es un método muy utilizado por todas las mafias en general.

      —¿Y qué ha dicho hasta ahora el mensajero?

      —Aún continúan interrogándole. Hace una hora que hablé con los agentes que están con él, pero no han conseguido nada que nos pudiera servir.

      —De la Bárcena hizo un gesto a su agente para que se sentara y se quedara a escuchar el resto de la exposición. Después le pidió a Mendoza que continuara; el capitán Talavantes lo interrumpió.

      —Perdón, teniente, en todo momento hablaba usted en primera persona.

      —Sí, señor, he pasado por ese martirio —respondió Mendoza sin inmutarse.

      —¿Le torturaron, teniente? —preguntó Talavantes asombrado.

      —No, señor. Bueno… —titubeó—, en realidad sí, fue de mutuo acuerdo.

      —¿Me está usted diciendo que lo hizo por voluntad propia? —Talavantes no salía de su asombro.

      —Sí, señor.

      —¡O está usted loco o es un auténtico salvaje! —Inmediatamente se arrepintió de sus palabras al ser consciente de que se dirigía a una persona con sangre mestiza. Talavantes cambió el tono y se dirigió a él de forma casi paternal—: No pretendía ofenderle. Si no es indiscreción, ¿por qué lo hizo?

      —Por incrédulo y por chulito —respondió Mendoza con un punto de humor y un toque de ironía—. Fui tan escéptico con ese método de confesión como usted. Cuando ingresé en la policía mexicana les rebatía sus métodos constantemente, pues me parecían poco fiables. Estaba convencido de que cualquiera, con un poco de entrenamiento militar o policial podría aguantar esa práctica —siguió contando Mendoza con una medio sonrisa amarga en la boca—. Ellos me retaron a ponerme a prueba. Mi orgullo y mi amor propio hicieron el resto, así que acepté. Escribí una confesión personal dentro un sobre lacrado y firmado y lo guardé en mi taquilla con un candado. Prepararon una mezcla más ligera de la que suelen utilizar, con solo dos chiles pequeños. El reto era que confesara lo que había escrito dentro del sobre. Cuando terminaron y me recuperé, me contaron todo lo que había dicho durante mi trance. No recuerdo en qué momento confesé pero tenían la respuesta de lo que había dentro del sobre.

      —¿Y el ibuprofeno y los antigripales? —preguntó Talavantes, aún consternado con la explicación.

      —Dos comprimidos de antibiótico, dos de ibuprofeno y un sobre de antigripal cada seis horas y en tres días, máximo cinco, uno está como si no hubiera pasado nada —aseguró Mendoza—. Ni dolor, ni inflamación, ni irritación de mucosas. Nada de nada.

      —¿Y aún se sigue utilizando ese método, teniente?

      —En realidad siempre se ha utilizado. Antiguamente lo hacían en la alegalidad —aclaró—, ya que no había un reglamento interno que lo prohibiera explícitamente. Desde la entrada en vigor de la ley de los Derechos Humanos es ilegal, aunque me consta que se sigue aplicando. Evidentemente ellos lo niegan, y lo aplican con mucha menos frecuencia y solo en casos realmente necesarios.

      —Agente Mendoza —preguntó uno de los agentes de la policía científica—, por lo que usted cuenta, sí faltan dos pastillas efervescentes y entre cuatro y cinco guindillas, eso significa que le aplicaron un solo «tratamiento», ¿no?

      —Seguramente, eso se lo podrá confirmar el mismo sujeto. Eso seguro que lo recordará —dijo casi para sí mismo.

      —El sujeto está inconsciente —le informó Talavantes.

      —En cuanto se despierte podrá contarlo todo. Una vivencia así queda grabada a sangre y fuego


Скачать книгу