Confesor. José Alberto Callejo
colabora, le prometo que le daremos comida.
—¡Quiero comer ahora! Tengo hambre. Ya se lo dije a sus compañeros; si no como, no hablo —gritó enfadado.
—Solo puedo ofrecerle comida si colabora, y mientras más rápido lo haga, más pronto se la podré dar —respondió Fonseca con calma.
—¿Lo promete? —preguntó suspicaz—. Sus compañeros han sido unos cabrones, no me han dado ni agua.
—Se lo prometo; si usted me ayuda, le daremos de comer. —Entonces pidió que le llevaran agua para ganarse la confianza del detenido.
—Bueno, ¿qué quiere saber?
De pronto, a Fonseca le dio una arcada sin previo aviso. Llevaba unos minutos aguantando el insoportable hedor que desprendía el indigente. Tuvo que salir rápido hacia el baño para vomitar, conteniendo el vómito con la mano. A los pocos minutos volvió con dos pegotes de Vick Vaporub en la nariz y el labio superior. Parecía el bigote de Charles Chaplin pero de gel blancuzco. En cuanto volvió a entrar, el indigente se echó a reír. Fue la única manera que encontró Fonseca de disfrazar el olor. Así pudo continuar el interrogatorio que duró más de una hora.
—Lo siento —dijo el detenido entre avergonzado y divertido.
—No se preocupe, Pedro —dijo Fonseca y cambió de tema—. ¿Por qué no ponemos ambos de nuestra parte para que pueda marcharse pronto a comer algo?
—Vale, ¿qué quiere saber?
Entonces comenzó el interrogatorio. Los únicos datos fiables que Fonseca consiguió fueron prácticamente los que ya tenían: que lo había contratado un hombre de aproximadamente cuarenta años, muy educado, de formas y manera de hablar muy cuidadas, que le inspiraba confianza y tranquilidad. Le pagó trescientos euros por adelantado. Le había indicado claramente cómo hacerlo: debía entregar los paquetes a las nueve y media de la mañana en punto. Y que cuando terminara la entrega, se podía quedar la carretilla. No pudo describir su rostro, pues dijo que llevaba un gorro y gafas.
Fonseca hizo una anotación en su informe: el gorro era blanco y llevaba bordado el número siete, como el famoso jugador del Real Madrid. De entrada, no le dio mucha importancia. Era un gorro muy común entre los aficionados de ese equipo. Fonseca pensó que seguramente lo había hecho para desviar la atención.
13
Lunes 7 de septiembre, 21:14 horas.
Dirección General de la Guardia Civil
Madrid
Ybarra estaba escribiendo un resumen de la situación en su portátil. Después de comer repasó todos los archivos y documentación del caso de pederastia. Quiso aprovechar aquellas horas de silencio de la noche, cuando apenas quedada nadie en el cuartel y el teléfono solo sonaba para asuntos verdaderamente importantes.
Había mandado a Negrete a casa para que descansara un poco. La semana anterior había sido muy complicada y esta sería peor. Estaban agotados, y apenas era lunes. El estrés de la amenaza de bomba no había ayudado. Trataba de ordenar un esquema de hechos. Había marcado una línea de sucesos intentando encontrar alguna pista que les permitiera identificar al remitente del embalao. No tenían nada con que señalar a un posible culpable.
Continuó dibujando durante media hora más en una gran pizarra que tenía colgada de la pared. Aquel dibujo parecía más el diagrama de un programa informático que un esquema de sucesos. A cada elemento que consideraba importante le asignaba un color. Se sintió frustrado cuando se dio cuenta de que solo tenía cinco colores, aun así se las arregló. Por más que se estrujaba el cerebro, buscando cualquier dato que le pudiera servir de referencia, la información que tenía era insuficiente. Además, su instinto le decía que aquel no sería el único paquete humano que recibiría. El modus operandi, el cuidado en cada detalle, lo bien planeado de la entrega… Aquello era más propio de un asesino en serie que de un justiciero. Así es como se consideraba el remitente: un justiciero o un vengador.
La alarma de su móvil interrumpió el silencio. Era el capitán Armando Talavantes.
—Dime, Armando —respondió Ybarra.
—Santiago, tenemos la imagen de la etiqueta que venía en la pastilla de nitrocelulosa —aseguró Talavantes sin ni siquiera saludar—. A los informáticos les ha costado un poco reconstruir la imagen, ya que la foto estaba muy movida y la letra era muy pequeña, pero lo han conseguido. Ven ahora y te lo enseño.
—Ahora estoy un poco liado —se excusó Ybarra—. ¿Qué pone la etiqueta?
—Preferimos que vengas. Quiero explicarte algunas cosas en persona —insistió Talavantes.
Ybarra captó el mensaje. No debían comentar nada por el móvil. Tardó muy poco en llegar al cuartel de los artificieros.
—Pasa —dijo Talavantes al escuchar los pasos de Ybarra.
—¿Qué ocurre? —preguntó alarmado.
—Esto es lo que encontramos al aplicar varios filtros digitales a la imagen —le contestó Talavantes al tiempo que le mostraba una copia a color impresa en un folio.
—¡Qué hijo de puta! —exclamó muy sorprendido Ybarra—. Este capullo está jugando con nosotros.
En la imagen se leía, con letra de máquina de escribir antigua del tipo Olivetti, sobre un trocito de post-it, el texto:
Qué bien que al fin han podido reparar el escáner. ¡Enhorabuena!
—Este cabrón sabía que el primer escáner no funcionaba bien —afirmó Núñez.
—No lo tengo tan claro —lo contradijo Ybarra con contundencia—. Él habla de un solo escáner, tal vez no sepa que lo cambiaron. Por la forma en que lo dice, creo que solo sabe que ya funciona.
—Entonces, él sabía que no funcionaba bien cuando lo instalaron —intervino Talavantes.
—Sería lo lógico, o bien se dio cuenta de ello —respondió Núñez a su capitán.
—Pues la cosa está jodida —intervino Beltrán—. Puede ser uno de los nuestros, alguien de dentro, un guardia civil.
—Es una posibilidad —afirmó Talavantes.
—No lo creo. Hay algo que no me cuadra —respondió Ybarra.
Los tres artificieros lo miraron interrogantes.
—Él sabía que este escáner funcionaba. Y si cuando voló el primer escáner, no funcionaba, es porque también lo sabía —afirmó de forma retórica—. Si no es uno de los nuestros, solo hay una posibilidad de que él supiera que no funcionaba; que el remitente hubiera enviado algo anteriormente que no activó la alarma del primer escáner.
Los tres artificieros asentían a cada deducción de Ybarra.
—Así se dio cuenta de que el escáner no funcionaba, pues no hubo respuesta de alarma a un posible primer envío —dedujo el capitán muy seguro de lo que decía—. La pregunta es: qué coño mandó, cuándo lo mandó y… —se quedó pensando un segundo— ¿a quién se lo mandó?
—Joder, Santiago, blanco y en botella. Si este paquete venía a tu nombre, seguro que el primero también iba dirigido a ti —respondió Talavantes con contundencia—. La pregunta es cuándo lo envió y dónde coño está ese paquete.
Ybarra marcó un número en su móvil. A los pocos segundos le contestó Chari, su secretaria. Le preguntó por los paquetes recibidos a su nombre en las últimas tres semanas. Colgó y sonrió levemente con aire de culpabilidad.
—¿Qué pasa? —preguntó Talavantes.
—Creo que os voy a dar más trabajo esta noche —se lamentó Ybarra—. Han llegado varios sobres grandes a mi nombre, de esos de publicidad que recibimos todos cada mes. Suelo abrirlos cada dos semanas,