Confesor. José Alberto Callejo

Confesor - José Alberto Callejo


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principio a fin mientras asentía con la cabeza.

      —Ybarra, tenías razón —afirmó—. El informe es largo pero se resume todo en el párrafo final. Leo textualmente: «La duración de la grabación es de cuarenta y ocho minutos y treinta y siete segundos. En todo momento se escucha el diálogo entre lo que parece un sacerdote y otra persona. La grabación tiene muchos cortes. Se escuchan amenazas de dolor y sufrimiento por parte del supuesto sacerdote hacia su interlocutor. Posteriormente se escuchan sonidos difíciles de identificar, similares a los de persianas de cerramiento. Segundos después, gritos de dolor ahogados y entrecortados. En el minuto cuarenta y cinco de la grabación, entre gritos de ahogo, llanto y súplica, la voz del que grita confiesa haber cometido los asesinatos los de los niños Ángela, Martín y Dolores García».

      —Eso no serviría ante un juez —interrumpió Talavantes—, y menos aun sabiendo cómo se consiguió la confesión.

      —No tan de prisa, Armando. El sujeto ha confesado el lugar exacto donde enterró a los niños. Es lo último que se escucha en la grabación —respondió con autoridad de la Bárcena.

      —¿Y dónde están enterrados? —preguntó Ybarra.

      —En Berja, un pueblo cercano a Almería —le informó de la Bárcena.

      Un silencio se apoderó de la sala para dar paso a murmullos que fueron creciendo en segundos. Debían actuar con rapidez. Eran casi las tres de la tarde y hasta el día siguiente no podrían organizar la búsqueda, pues requería mucho personal y recursos. Una cosa que sí podían hacer, era enviar un equipo para que custodiara el terreno y sus alrededores.

      11

      Lunes 7 de septiembre, 15:15 horas.

       Dirección General de la Guardia Civil

       Madrid

      La reunión finalizó después de tres eternas horas de recopilación de datos e informes.

      Todos los equipos se marcharon con alguna tarea por realizar o alguna línea de investigación que seguir. Se les convocó de nuevo para el día siguiente a las seis de la tarde. Así tendrían tiempo de recopilar más información. La reunión la coordinaría el capitán Talavantes, ya que de la Bárcena e Ybarra viajarían con Negrete a Almería.

      A la salida, Talavantes y el sargento Núñez siguieron comentando algunos puntos de la reunión. Ybarra y Negrete iban detrás de ellos. El capitán Ybarra quiso aprovechar que estaban solos para hacerles un par de preguntas. Le hizo un gesto a Negrete para que se alejara por el otro pasillo.

      —¡Armando! —gritó mientras se dirigía hacia Talavantes. Cuando estuvo a su altura le comentó: Hay algo a lo que no dejo de darle vueltas desde hace rato.

      —Dime —afirmó amablemente Talavantes.

      —Si con el segundo envío, o si preferís llamarlo «aviso de la llegada del paquete» —enfatizó ese preferís, involucrando a ambos en la respuesta—, no había ningún mecanismo que activara el explosivo, ¿por qué creéis que explosionó el primer envío destruyendo el primer escáner? No tiene ningún sentido. ¿O me he perdido algo? —cuestionó con un delicado toque de ironía, lo suficientemente perceptible como para que ambos se dieran cuenta de que Ybarra había leído bien entre líneas el dialogo de ambos en la sala de conferencias.

      Ambos se miraron un segundo. Talavantes cerró los ojos pausadamente y asintió con la cabeza. Con aquel gesto autorizaba a Núñez a darle toda la información pertinente a Ybarra.

      —Sí, algún motivo debe haber, capitán, pero aún no lo acabamos de entender —explicó Núñez—. No podemos andarnos con rodeos. La situación es bastante atípica y cada minuto que pasa se complica más. —Exhaló un suspiro antes de continuar—: Hay una cosa que casi nadie sabe: el primer escáner tuvo problemas técnicos, solo funcionaban los sistemas más básicos pero no podía identificar explosivos.

      —¿Y por qué no lo arreglaron? —cuestionó Ybarra un tanto indignado.

      —El escáner llegó estropeado de Alemania, o se dañó durante su traslado. Los técnicos alemanes tenían programada su reparación la semana posterior a la explosión.

      —¿Y cuánto tiempo estuvo funcionando así? —preguntó de nuevo Ybarra con tono represivo.

      —Unos diez días —respondió Núñez—, hasta que lo destruyó la explosión.

      —¿Y cuándo llegó el segundo escáner? —continuó con su interrogatorio el capitán Ybarra.

      —A finales de la semana pasada. Tenían uno listo para la policía italiana pero ante el desaguisado nos lo mandaron inmediatamente.

      —Entiendo… —respondió Ybarra.

      —Es información confidencial —intervino Talavantes por primera vez—. ¿Te imaginas la que nos caería desde el sindicato de la Guardia Civil si se enteran de que el aparato explotó y lesionó a un guardia porque no funcionaba correctamente?

      —Lo entiendo perfectamente. Esto quedará entre nosotros, háganme un favor.

      —Dime —asumió Talavantes.

      —Necesito saber con total seguridad si el explosivo es exactamente el mismo y si lo envió la misma persona —exigió Ybarra.

      —Cuenta con ello —se comprometió Talavantes—. Mañana en la reunión te lo confirmaré.

      Cada uno se marchó rumbo a su departamento e Ybarra se fue más tranquilo. Sería difícil que volvieran a ocultarle información durante la investigación. Los artificieros están hechos de otra pasta; se jugaban la vida en cada intervención. Eran el departamento que más y mejor trabajaba en equipo. Sus vidas dependen de ello. Son como una hermandad, para lo bueno y lo malo, especialmente para cubrirse las espaldas.

      Ybarra dejó los expedientes del caso en su oficina. Ya casi eran las cuatro de la tarde y tenía hambre. Llamó a Negrete, que había ido al archivo para recopilar la documentación sobre el caso del pederasta, y quedó con él para comer algo. El día sería más largo de lo normal.

      12

      Lunes 7 de septiembre, 18:00 horas.

       Dirección General de la Guardia Civil

       Madrid

      El mensajero continuaba detenido en la sala de interrogatorios. Esperaba esposado y vigilado por dos guardias civiles. Su tranquilidad era desesperante. Los primeros agentes que lo interrogaron no habían conseguido sacarle nada de información. Repetía lo mismo una y otra vez: su nombre, su apodo, y que le había pagado un hombre muy educado para que entregara los paquetes. Enseguida se dieron por vencidos. Se notaba que era un simple indigente con un mono de trabajo común. Aquel hombre no sabía nada más. Además, el hedor que desprendía aquel pobre desgraciado era insoportable y vomitivo.

      Entonces apareció el agente Fonseca, un psicólogo experto en interrogatorios. Su misión era intentar descubrir algún rasgo sobre la persona que había contratado al indigente a partir de lo que este contara.

      La situación se estaba volviendo tensa. Ya era tarde y no tenían ni una sola pista. El revuelo que se había ocasionado con la llegada del embalao no permitía que se olvidara el asunto en poco tiempo.

      El agente Fonseca debía obtener cualquier dato que les permitiera elaborar un perfil sobre la personalidad del remitente de los paquetes. O al menos algún rasgo físico que ayudara a la policía.

      —Buenas tardes, Pedro —saludó Fonseca con amabilidad y utilizando su nombre de pila para provocar más cercanía.

      —Buenas —respondió este con desinterés y por mera educación.

      —Soy el agente Guillermo Fonseca y estoy aquí para interrogarle —continuó diciendo—. Mis compañeros me han dicho que usted no tiene nada que ver con


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