Confesor. José Alberto Callejo

Confesor - José Alberto Callejo


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ni ningún cadáver. En la parte trasera de la cocina, la que daba acceso al terreno, uno de los pastores alemanes se detuvo junto a un mueble alto que había entre el muro y el frigorífico y empezó a gemir. Era como si el perro hubiera encontrado un rastro pero a la vez dudara del mismo. El guardia que lo guiaba le insistió señalándole el mueble y la puerta, el animal solo rodeaba el mueble por los dos lados que podía hacerlo y volvía a gemir. Estaba entrenado para identificar humanos, o lo que quedase de ellos, incluso la ropa que hubieran utilizado recientemente. Pero no parecía que fuese nada de eso lo que identificase.

      —¿Qué pasa? —le preguntó Ybarra al agente.

      —No lo sé, capitán. Parece que ha encontrado algo, es extraño. O tal vez sea un rastro muy leve. Parece confundido.

      —Insístele —ordenó Ybarra.

      El perro volvió a olfatear el mueble, gimió de nuevo y giró sobre sí mismo.

      —Quizá sea algún alimento de dentro del frigorífico lo que le está confundiendo —supuso Ybarra.

      —El frigorífico ya lo hemos revisado y está vacío, señor —contestó uno de los guardias de la policía científica—. De hecho está desenchufado.

      —Inténtenlo con otro perro a ver qué pasa —insistió Ybarra.

      El otro animal se comportó casi de igual forma, dudó más que el primero. Simplemente gimió un poco y se sentó.

      —Pues algo huelen —insistió Ybarra—. Revisad el mueble, desarmadlo si hace falta.

      Mientras lo hacían, Ybarra salió de la cocina hacia el terreno por la puerta trasera.

      El capitán de la Bárcena coordinaba el trabajo del personal del laboratorio. El calor en la sierra de Almería, ya aplastante a esa hora de la mañana, le hacía sudar copiosamente. Sus agentes habían montado una carpa con material de laboratorio para poder obtener muestras in situ sin contaminarlas. Había unos veinte botes pequeños y bolsas de plástico con restos de tejido y trozos de metal. Ybarra dio un paseo por el solar buscando alguna pista. Fue entonces cuando vio algo que le llamó la atención. Había flores de beleño blanco por casi todo el terreno; la flor de la muerte, una flor que Ybarra conocía bien. Era la preferida de su madre.

      Los galos envenenaban sus flechas con un concentrado hecho a base de esta flor, de ahí el sobrenombre de flor de la muerte. Por aquel entonces no había cura posible a la sustancia tóxica que se obtenía del concentrado de beleño blanco. La muerte era lenta y agónica. Con el tiempo su significado cambió y pasó a ser la flor utilizada para honrar a los muertos. Era una flor blanca fácil de encontrar y muy económica en los pueblos. La madre de Ybarra solía llevar beleños blancos a la tumba de su padre en el aniversario de su muerte.

      Ybarra se refugió bajo la sombra de un árbol y entonces apreció una secuencia caótica, aunque constante, en el terreno, solo interrumpida por dos montículos de tierra. En ciertos puntos había grupos de tres ramilletes de beleño plantados juntos. En el resto del terreno solo había algunas plantas sueltas. Un horrible presentimiento se apoderó de él y el corazón empezó a latirle con fuerza. Se dirigió a paso ligero hacia uno de los dos puntos donde habían desenterrado a las víctimas y removió un poco la tierra. No tardó en localizar las tres plantas que habían echado raíces juntas. Luego se dirigió al otro punto y encontró lo mismo: tres plantas. Contó once puntos en total. Se dirigió de nuevo a la casa y buscó a Melero.

      —Sargento, una pregunta —le abordó directamente—: ¿estos perros solo identifican cadáveres?

      —Principalmente, señor —contestó uno de los tres guardias—. Han sido entrenados para ello.

      —¿Y huesos antiguos enterrados? —volvió a interesarse Ybarra.

      —También, señor —aseguró de nuevo el guardia—. Están adiestrados principalmente para encontrar personas vivas en catástrofes y terremotos; cuerpos relativamente frescos o en estado de descomposición. Pero si se les da a oler huesos enterrados o una prenda, seguro que siguen el rastro.

      —Vale… —Ybarra se giró en dirección de la casa mientras gritaba llamando a Negrete, que estaba dentro supervisando hasta el último rincón de la primera planta.

      La ventana del piso de arriba se abrió y asomó Negrete con los guantes de látex, las mangas subidas y una buena mancha de sudor en el pecho, que abarcaba desde el cuello de la camisa hasta el cinturón.

      —Negrete, mándame un par de agentes enseguida. Que cojan palas y vengan conmigo —gritó en la distancia Ybarra.

      —¿Señor, no prefiere que lo hagamos con la excavadora? —preguntó el agente encargado de dirigir la máquina.

      —No. Si hay huesos, como intuyo, antes quiero verificar a qué profundidad están enterrados —sentenció Ybarra—. No quiero dañar algún esqueleto o alguna prueba. La excavadora no daña cuerpos recientes si se topa con ellos, aunque es posible que pueda romper huesos viejos o desordenar un esqueleto.

      —Cierto, capitán Ybarra —respondió el operario de la excavadora.

      Dos agentes con palas llegaron en un par de minutos. Ybarra ordenó abrir un hoyo en el punto más cercano a la casa donde había tres plantas juntas. El operario de la excavadora se sumó a la tarea con otra pala. Trazó sobre la tierra un óvalo grande alrededor de los ramilletes de tres plantas. Se había dado cuenta que en las dos sepulturas abiertas, los beleños estaban plantados a los pies de los cuerpos y tenían la cabeza apuntando hacia el norte. Así intentó adivinar la orientación, calculando que el largo del óvalo fuera un poco más amplio que la estatura de un niño de trece años.

      Sucedió lo que Ybarra intuía; encontraron un cuerpo enterrado, aparentemente hacía muchos años y del que solo hallaron los huesos. Pertenecía a un infante de entre siete u ocho años. La ropa estaba tan deteriorada que no pudieron identificar el sexo a simple vista. Tomaron las fotos de rigor y el forense sacó un fémur con cuidado. Sin apenas limpiarlo y con algunos pegotes de tierra incrustada, se lo dieron a oler al pastor alemán, el perro con el olfato más sensible de los tres. El perro lo olfateó a consciencia. Lo llevaron a cada uno de los puntos que Ybarra iba indicando, donde había ramilletes de tres beleños blancos. En todos ellos el perro dio aviso de encontrar un rastro.

      Excavaron un cuarto agujero y encontraron otro cuerpo. Una vez que Ybarra comprobó que las cuatro sepulturas estaban orientadas de igual forma, trazó uno a uno los surcos donde debían cavar para no dañar ningún hueso. Cuando terminó, y mientras se secaba el sudor de la frente con la manga de su camisa, le pareció que alguien lo llamaba desde la casa. Entonces se giró para verificar si se dirigían a él.

      —¡Capitán! —gritó uno de los guardias desde la puerta de la cocina. Estaba buscando el rastro extraño que habían identificado los perros—. Parece que hemos encontrado algo importante.

      —¿De qué se trata? —preguntó Ybarra mientras dejaba la pala en el suelo y se dirigía rápidamente a la cocina.

      —Señor, creo que hemos dado con el escondite donde guardaba su galería de fotos y trofeos —aseguró el agente—. Desde el fondo de este mueble se accede a una escalera pequeña que lleva al sótano.

      —Por eso dudaban los perros, porque el rastro estaba muy profundo —dedujo Ybarra.

      —No, capitán —le corrigió con respeto el guardia—. Lo que olían era una pila de ropa limpia y planchada de los niños. El perro fue directo hacía ella. No están adiestrados para identificar ropa limpia y aromatizada, especialmente si es una sola prenda. Pero si el montón de ropa es tan grande, el olor a humano se concentra, aunque esté disfrazado entre los aromas del detergente. Los animales percibieron algo, pero muy levemente.

      Ybarra y Negrete bajaron al sótano y encontraron una estancia con tres habitaciones. En una de ellas había decenas de fotos de niños pinchadas en un muro con alfileres con cabezas de colores; rosas para las niñas y azules para los niños. Las imágenes estaban colocadas con cuidado, como si fuera un pequeño santuario. De algunos de los alfileres


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