Saltar el torniquete. Marisol Alé Tapia
en la capital, comunidades que viven apenas con unas pocas horas de electricidad y acceso al agua, o derechamente el agua es un lujo. Todo esto me ha ido reafirmando cómo el discurso de este país exitoso y el esfuerzo personal para surgir son palabras armadas por personas desconectadas de la realidad.
Aunque durante los años de la Concertación se hicieron varias cosas buenas, veo que nadie se ha hecho responsable por cómo durante este período se normalizaron y profundizaron el abuso de las élites a todos y todas nosotros. La excepción fue el segundo gobierno de Bachelet, que intentó realizar algunos cambios a los que nuevamente las élites se opusieron. La agenda de ese gobierno apuntaba en la dirección correcta y, sin embargo, gente incluso de su propia coalición le hizo la vida imposible, obstruyendo y dificultando todas las reformas que se requerían. Aquí queda claro que quienes se ven favorecidos por este sistema no tienen el mínimo interés en cambiar las cosas, les da igual el bien común y solo quieren mantener su poder intacto. Así nos fuimos acercando cada vez más al 18 de octubre, entre la acumulación de todas estas rabias y frustraciones, y un gobierno insensible a los abusos y humillaciones que las personas viven día a día.
Nunca olvidaré el 18 de octubre. Fui después del trabajo a tomar cerveza con unos compañeros a Providencia, a esa altura ya sabía que sería difícil volver a Puente Alto porque el transporte público dejó de funcionar, el Metro ya estaba cerrado y no pasaban micros, así que decidí despreocuparme de la vuelta a mi casa y caminamos de Providencia a Macul, a la casa de un amigo. En el camino nos encontramos con barricadas e íbamos informándonos sobre las estaciones de Metro de la línea 4, la línea que yo uso habitualmente, se estaba incendiando, realmente no sabía bien hasta dónde iba a llegar todo esto. Durante ese fin de semana participé de las movilizaciones que hubo en Puente Alto, nunca había visto tanta gente reunida en mi comuna, en todas las estaciones de Metro había gran número de personas manifestándose, haciendo barricadas, o solo mirando este momento excepcional.
Cuando comenzaron las primeras concentraciones y marchas en Plaza Italia, me di cuenta de que el movimiento era realmente popular. Durante todo octubre, noviembre y diciembre fui después de trabajar a muchas convocatorias, no importaba si estaba cansado o si era lunes o martes, necesitaba estar ahí. Participé el 25 de octubre de “la Marcha más Grande de Todas” y no me perdí ninguna de las convocatorias de los viernes. Además de ir a protestar valoro mucho el haber podido compartir con mis amigos de toda la vida y amigos de la universidad, también volver a encontrarme con gente que no veía hace años y sentir que además había alegría y esperanza: cantar y gritar, ver a la tía Pikachú y distintos colectivos bailando, los fuegos artificiales por las noches y la creatividad de los miles de carteles, compartir con personas desconocidas, volver a la casa en micros pirata con gente que también había ido a la manifestación y conversar de todo lo que estaba pasando.
Sin embargo, no todo fue bonito y alegre, este proceso está teñido por mucho dolor, angustia e incertidumbre, al principio fue el estado de excepción y los toques de queda, pero esto no era nada con lo que vendría después. Las marchas se fueron haciendo cada vez más represivas, la policía estaba descontrolada, saltándose todos los protocolos y normas que se supone debería cumplir. Estuve ahí al lado de mucha gente a la que le dispararon perdigones, la policía tiraba lacrimógenas sin tener motivos para hacerlo, vi cómo personas desesperadas huyendo de la violencia policial se tiraban a la ladera del río Mapocho. Sentí miedo a que me pasara algo grave, nunca había sentido un miedo así y también mucha impotencia de ver en vivo y por redes sociales abusos y violaciones a los derechos humanos que se repetían en todo el país.
Veo el futuro con optimismo, el estallido social derribó el mito de que los chilenos y las chilenas dejamos que se acumulen los abusos; sin duda tenemos la misma capacidad de cualquier otro país de levantarnos y demandar nuestros derechos. A pesar de toda la incertidumbre que hay en el proceso constituyente, tengo esperanza porque es una oportunidad única. Quizás estoy pecando de optimista, pero si me hubiesen preguntado hace dos años atrás si era posible un estallido social en Chile como el de octubre, mi respuesta hubiese sido que no. Ya no hay vuelta atrás.
2. Las precariedades económicas de los “privilegiados”: morosidad en jóvenes profesionales de Santiago y Concepción
Lorena Pérez y María Constanza Ayala
El invierno del 2011 será recordado por muchos como el inicio del despertar de Chile. Las grandes manifestaciones que inundaron de jóvenes secundarios y universitarios las calles de las ciudades más importantes de Chile comenzaron no solo a inaugurar un ciclo de protestas de alta masividad en nuestro país, sino a instalar con fuerza el rechazo por el endeudamiento estudiantil y el lucro en el sistema universitario. Las altas tasas de interés de los créditos universitarios, las condiciones de pago perjudiciales para los jóvenes deudores y la promesa de movilidad social que ofrecía el endeudamiento estudiantil comenzaron a ser cuestionados en el seno de un movimiento estudiantil con alta legitimidad social. Ocho años más tarde, el endeudamiento universitario vuelve a aparecer en las pancartas de las masivas manifestaciones de octubre del 2019: “Toma conciencia que tu deuda universitaria es para el resto de tu vida”; “5 años estudiando, 15 pagando”; “Ilustrada pero endeudada”.
Llegar a encontrarse en una situación de endeudamiento problemático es la consecuencia de una serie de acontecimientos que se inicia para muchos jóvenes chilenos cuando acceden a la educación superior. La prevalencia de la deuda educativa se concentra en la población de adultos jóvenes —particularmente entre aquellos que estudiaron a fines de los 90 y principios de los 2000—, años en que la política de financiamiento de la educación superior se abrió a las instituciones financieras de la mano del crédito Corfo de pregrado (1998) y el Crédito con Aval del Estado (2006). En efecto, según las cifras de la Encuesta Financiera de Hogares (2018), un 12,3% de los hogares chilenos tiene deuda educativa y esta se concentra principalmente en la generación de adultos jóvenes, específicamente en el tramo que va desde los 25 años hasta los 29 años (27,82%).
Ahora bien, el acceso a la educación superior abre, a su vez, una serie de posibilidades de acceso a una vasta línea de servicios y productos financieros. Los bancos a través de alianzas con las instituciones de educación superior se instalan de manera transitoria o permanente en las instituciones de educación superior, para ofrecer productos especialmente pensados en ellos. Según los datos del Servicio Nacional de Consumidores (en adelante Sernac), el 85% de los bancos ofrece algún producto para estudiantes universitarios (2017). Más aún, el Instituto Nacional de Juventud (en adelante Injuv) muestra que uno de cada tres jóvenes entre 15 y 29 años posee al menos una deuda, préstamo o crédito a su nombre (2018).
Acceder a esta diversidad de instrumentos financieros trae consigo una nueva problemática: ¿son los jóvenes capaces de pagar sus deudas educativas, bancarias y de casas comerciales? Según los datos del último informa de morosidad (Equifax-Universidad San Sebastián, 2020), del total de la mora nacional un 13,7% correponde a jóvenes entre 25 y 29 años. Su promedio de deuda es de $1.028.216. Los ingresos inestables de la población juvenil y el trabajo informal son, a juicio de las instituciones financieras, las principales razones que podrían explicar estas dificultades financieras (sbif, 2017).
En este contexto de alta prevalencia de deuda educativa y de deuda de consumo, el propósito es explorar el peso económico de la deuda en profesionales que trabajan, pero que, a pesar de ello, no pueden hacer frente a sus compromisos financieros. Para esto se utiliza información de una encuesta online aplicada a jóvenes y adultos profesionales deudores que tienen entre 25 y 40 años, que residen en Santiago y Concepción.
La precariedad del privilegiado
Los jóvenes y adultos profesionales deudores que participaron en esta encuesta señalan que, en su mayoría, se encuentran trabajando de manera dependiente y presentan ingresos mensuales con una gran variación. De hecho, más de la mitad posee ingresos por trabajo entre el ingreso mínimo y un millón de pesos chilenos, pero en algunos casos llegan a más de un millón y medio. Comparativamente con lo que sucede a nivel país, se puede inferir que los jóvenes profesionales encuestados reciben ingresos mayores a lo que sucede con la inmensa mayoría de trabajadores chilenos.2 A primera vista, esta situación tiende a confirmar el supuesto de que