Elogio de las cocinas tradicionales del Ecuador. Julio Pazos Barrera

Elogio de las cocinas tradicionales del Ecuador - Julio Pazos Barrera


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informa que para hacer puchero, sopa tradicional ecuatoriana –que se cocina en los meses de febrero y marzo de cada año- hacen falta: 25 trozos de pollo grande, 1 kg. de res, 1 kg. de espinazo de cerdo, 1 kg. de chorizo, 500 grs. de garbanzo, 200 grs. de arroz, 240 grs. de tapioca, 12 zanahorias blancas (arachatas), 12 camotes, 3 hojas de col, ramas de cebolla blanca, 1 cucharadita de pimienta, 4 cabezas de ajo, ramas frescas de orégano, 1 rama fresca de albahaca, achiote al gusto, 60 grs. de manteca de cerdo, 60 grs. de mantequilla, 1 trozo de raspadura, 6 clavos de olor, 25 duraznos, pelados y cortados en cruz, 25 peras uvillas, 4 plátanos maduros cocinados con su cáscara y luego pelados y troceados, 3 membrillos medianos pelados y troceados (se conserva el agua de su cocimiento), 300 gramos de ciruelas pasas, 1 rama de canela, sal al gusto1.

      Con estos veintisiete componentes, y luego de una larga labor, se prepara una de las sopas más deliciosas del mundo. ¿Cuál es el monto descomunal de trabajo necesario para producir y combinar esos veintisiete ingredientes? ¿Qué implicaciones culturales y sociales tiene este trabajo enorme?

      Con este libro –como lo ha hecho con sus poemarios– Julio Pazos no sólo hace una verdadera etnografía de la cocina de nuestro país, nos da también algo más hondo: nos muestra las matrices de pensamiento que ordenan nuestra apropiación del mundo, a partir de las estructuras que tiene nuestra culinaria.

      1 Julio Pazos, Recetas criollas, Quito, Corporación Editora Nacional, 1991, p. 147. Pazos, además de ser un esforzado productor de poesía, ha trabajado, incansablemente, en la recuperación de la cultura gastronómica tradicional de nuestro país.

      2 A. Darío Lara, Viajeros franceses al Ecuador en el siglo XIXI, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1972.

       A propósito de las cocinas del Ecuador

      Hasta donde la memoria me alcanza, que no es solo la de mis años, sino la de mi padre, que nació en 1899 y siendo niño se trasladó de Pelileo a Guayaquil, se puede decir que los ecuatorianos han comido cuatro veces durante el día: el desayuno fue, en las haciendas, un locro de papas menudas con alverjas y huevo, luego un chocolate medio leche medio agua, acompañado con tortillas asadas en tiesto o con pan de huevo y manteca. Una vez que el ferrocarril introdujo cambios de costumbres se desayunó café con leche, tostadas o pan de agua, huevos revueltos, mermelada, en algunos casos caspiroleta o ponche y queso frito. En Manabí suelen desayunar hígado encebollado y en Esmeraldas, bala de plátano con café negro y queso fresco.

      El almuerzo de las 12 del día sigue siendo sopa, segundo, jugo y postre. No voy a decir los pormenores de los manjares, pero mencionaré que durante años se sirvió la sopa después del segundo; cabe anotar que la gente se benefició del morocho con leche o de avena con naranjilla como postres universales. En mesas un poco más exigentes apareció el postre de frutas y otras golosinas. En la década del setenta se insistió en la Coca Cola, como bebida entre los platos del almuerzo, no diré que ese líquido misterioso contribuyó al embotamiento del gusto, porque sus devotos podrían tildarme de maestro anacrónico y enemigo de la globalización.

      Entre las 15:00 o 16:00 horas solían tomar café acompañado con un pan, costumbre curiosa que sorprendería a visitantes del Medio Oriente o de Italia. Pero nadie se engañe, era un café transparente tan dulce como la miel, todo lo opuesto al expreso y al capuchino. En las ciudades, este entredía adquirió protagonismos variadísimos: en Ambato bien podía ser una fritada o unas bonitísimas; en Quito, un jugo acompañado con quesadilla o un sánduche de pernil; en Guayaquil, un helado con melbas; en Atacames, café con bolón, etc.

      A partir de las 19:00 horas la merienda consistía en arroz con huevo frito o sopa de pan, alguna colada dulce o un pastelillo. No se dice nada aquí de la cena, porque su práctica y el uso de la palabra es un melindre de gente estirada. Por cierto, la pitanza mencionada favoreció a la clase media urbana y a la burguesía rural. No fue lo cotidiano de los indios de altura ni de la oligarquía ni de la alta burguesía. Quedan a un lado conventos y cuarteles, instituciones que han regulado su alimentación según estrictas normas, en un caso curiosas y en el otro poco creativas.

      Hambruna no ha sufrido la mayoría del pueblo, aunque sí fallas nutricionales. Punto, este último, motivo de discusión, porque se ha dicho que la dieta carecía de proteínas, yodo y minerales, insuficiencias que provocaban tardanza en el pensar y en consecuencia, nefastos resultados políticos. Se deja este tema, el de la dieta alimenticia, a las versadas conclusiones de la Dra. Irene Paredes, que descansa en paz, y a las novedosas y científicas recomendaciones del Dr. Plutarco Naranjo Vargas.

      Otra historia es la que se cuenta de pasados festines ocurridos en estas laderas de los Andes, cuando todavía dominaban los criollos de tierras y fortunas. Estas fueron las experiencias que describe el vizconde de Kerret, francés que visitó el país en el año 1853, durante el gobierno del mestizo-indio, dice Kerret, de José María Urbina. Trae la información el libro Viajeros franceses al Ecuador en el siglo XIX, de Darío Lara. Viene así el relato de la corta permanencia en Nagsiche, provincia de Cotopaxi. En ese lugar ofrecieron a la comitiva “una sopa de carne secada al sol, cocida con patatas y una agua amarillenta; era algo como para causar vómito en cualquier otra ocasión; pero, como nos moríamos de hambre, hicimos honor al plato, al que añadimos unos huevos duros y agua fresca; quedamos encantados de la cena” (Lara, 1972). Fue pues una sopa de charqui, papas y leche pintada con achiote, es decir, un locro. Comida andina, heredera de un centenario código. Pero qué encandelilló al vizconde, ya una vez en Quito, fue la invitación a cenar que recibió del conde y la condesa de Aguirre. Cito:

      Espléndido palacio, frente al del Presidente Urbina. […] Al llegar a esa admirable mansión nos hicieron entrar en un inmenso salón en donde se encontraban los amos de la casa, gente muy simpática. El señor Aguirre, que había realizado una parte de sus estudios en Francia, tenía todos los modales franceses. Esa enorme pieza estaba separada por una galería en arcos de bóveda y columnatas elegantes; entre cada columna había leones y tigres disecados, así como otros animales. […] Llegamos a un soberbio comedor; toda la vajilla era de plata. Se nos hizo un primer servicio en ese comedor: todo lo que el país tiene de cacería se hallaba en esa mesa, hasta un excelente foie gras y unos diminutos pescados […] en un segundo servicio, nada más sorprendente que vernos conducidos a un segundo comedor, con platería tan hermosa como en el que estábamos; vinos los más finos y los mejores de Europa; carnes de cacería mayor y de aves deliciosas; era una cena para echarnos por tierra, absolutamente de mil y una noches. Creíamos haber terminado, cuando se nos invitó a pasar a un tercer comedor para servirnos los postres, helados y café […] Aquí todo el servicio era de oro, los vasos de cristal los más hermosos del mundo; la mesa cubierta de frutas las más variadas, sorbetes, etc. (Lara, 1972).

      Como consta, también aquí, en esta ciudad de campanarios y arcángeles, los banquetes de Lúculo y de Trimalción tuvieron sus homólogos. Al frente de la casa de los condes Aguirre, medio se levantaba el Palacio de Carondelet, digo medio porque fue García Moreno quien completó su arquitectura. Poco sabemos de las cocinas de palacio, afrancesadas hasta bien entrado el siglo XX. Consta que el presidente Oswaldo Hurtado introdujo la cocina del Ecuador al protocolo oficial. Pero como ese lugar, en Carondelet, desfilan personas de talantes diversos y de inteligencias de muy curiosas características, las cosas se presentan intrincadas y la historia de la cocina de palacio, en el futuro, encontrará materia que superará


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