Las profecías y revelaciones de santa Brígida. Santa Brígida
gente esté acumulando leña, encendiendo una hoguera y arrojando oro en ella de la que emerge un becerro para que ellos lo adoren como a un dios. Como un becerro, se sostienen a cuatro patas y tienen una cabeza, una garganta y un rabo.
Cuando Moisés se retrasaba en la montaña, la gente decía: ‘No sabemos qué ha podido ocurrirle’. Se lamentaron de que les hubiese guiado para salir de su cautiverio y dijeron: ‘¡Vamos a hacer otro dios que nos dirija!’. Así es como estos malditos sacerdotes me están tratando ahora. Ellos dicen: ¿Por qué vivimos una vida más austera que los demás? ¿Cuál es nuestra compensación? Estaríamos mejor si viviéramos sin preocupaciones, en la abundancia. ¡Vamos, pues, a amar al mundo del cual tenemos certeza! Al fin y al cabo, no estamos seguros de su promesa’. Así, reúnen leña, o sea, aplican todos sus sentidos a amar al mundo. Encienden una hoguera cuando todo su deseo es para el mundo, y arden a medida que crece su codicia en su mente y termina resultando en obras.
Después, le arrojan oro, que significa que todo el amor y respeto que me deberían profesar lo dedican a obtener el respeto del mundo. Entonces, emerge el becerro, es decir, el amor total del mundo, con sus cuatro patas de indolencia, impaciencia, alegría superflua y avaricia. Estos sacerdotes, que deberían ser míos, sienten pereza a la hora de honrarme, impaciencia ante el sufrimiento, se exceden en vanas alegrías y nunca se conforman con lo que consiguen. Este becerro también tiene una cabeza y una garganta, es decir, un deseo de glotonería que nunca se aplaca, ni aunque se tragara el mar entero.
El rabo del becerro es su malicia, pues no dejan que nadie mantenga su propiedad, extorsionan siempre que pueden. Por su ejemplo inmoral y su desprecio, hieren y pervierten a los que me sirven. Así es el amor al becerro que hay en sus corazones, y en él se regocijan y deleitan. Piensan en mí igual que aquellos hicieron con Moisés: ‘Se ha ido por mucho tiempo –dicen--. Sus palabras parecen sin sentido y trabajar para él es muy pesado. ¡Hagamos lo que nos de la gana, dejemos que nuestras fuerzas y placeres sean nuestro dios! ¡No se contentan, tampoco, quedándose ahí y olvidándome por completo sino que, encima, me tratan como a un ídolo!
Los gentiles acostumbraban a adorar pedazos de madera, piedras y personas muertas. Entre otros, adoraban a un dios cuyo nombre era Belcebú. Sus sacerdotes le ofrecían incienso, genuflexiones y gritos de alabanza. Todo lo que era inútil en su ofrenda de sacrificios se arrojaba al suelo y las aves y moscas se lo comían. Pero los sacerdotes solían quedarse con todo aquello que pudiera resultarles útil. Entonces, echaban un cerrojo a la puerta de su ídolo y guardaban la llave personalmente, de forma que nadie pudiese entrar.
Así es como los sacerdotes me tratan en estos tiempos. Me ofrecen incienso, o sea, hablan y predican bellas palabras a la gente para conseguir respecto hacia sí mismos y provechos temporales, pero no por amor a mí. Y lo mismo que no se puede sujetar el aroma del incienso, aunque lo huelas y lo veas, tampoco sus palabras tienen efecto alguno en las almas como para echar raíces y mantenerse en sus corazones, sino que son palabras que sólo se oyen y complacen pasajeramente.
Ofrecen oraciones, pero no todas son de mi agrado. Como quien grita alabanzas con sus labios pero mantiene su corazón callado, se mantienen cerca de mí rezando con los labios pero en el corazón merodean por el mundo. Sin embargo, cuando hablan con una persona de rango, mantienen su mente en lo que dicen para no cometer errores que podrían ser observados por otros. En mi presencia, sin embargo, los sacerdotes son como hombres atontados que dicen una cosa con la boca y tienen otra en el corazón. La persona que los escuche no puede tener certeza sobre ellos. Doblan sus rodillas ante mí, es decir, me prometen humildad y obediencia, pero en realidad son tan humildes como Lucifer. Obedecen a sus propios deseos, no a mí.
También me encierran y se guardan la llave personalmente. Se abren a mí y me ofrecen alabanzas cuando dicen ‘¡Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo!’ Pero después me vuelven a encerrar al poner en práctica sus propios deseos, mientras que los míos se vuelven como los de un hombre preso e impotente porque no puedo ser visto ni oído. Ellos guardan la llave personalmente en el sentido de que, por su ejemplo, también conducen al extravío a los que quieren seguir mi voluntad y, si pudieran, evitarían que saliera mi voluntad y se cumpliese, excepto cuando ésta se ajustase a su propio deseo.
Se quedan con todo lo que, en las ofrendas de sacrificios, es útil para ellos y exigen todos sus derechos y privilegios. Sin embargo, parecen considerar inútiles los cuerpos de las personas que caen al suelo y mueren. Para ellos están obligados a ofrecer el sacrificio más importante, pero los dejan ahí para las moscas, o sea, para los gusanos. No se preocupan ni se molestan por los derechos de esas personas ni por la salvación de las almas.
¿Qué fue lo que se dijo a Moisés? ‘¡Mata a los que hicieron este ídolo!’ Algunos fueron eliminados, pero no todos. Así pues, mis palabras vendrán ahora y los matarán, a algunos en cuerpo y en alma a través de la condenación eterna; a otros en vida, para que se conviertan y vivan; otros aún mediante una muerte repentina, al tratarse de sacerdotes que me son totalmente odiosos ¿Con qué los voy a comparar? De hecho son como los frutos del brezo, que por fuera son bonitos y rojos pero por dentro están llenos de impurezas y de espinas.
Igualmente, estos hombres acuden a mí como rojos de caridad y a la gente le parecen puros, pero por dentro están llenos de porquería. Si estos frutos se colocan en el suelo, de ellos salen y crecen más brotes de brezo. Así, estos hombres esconden su pecado y su maldad de corazón como en el suelo, y se vuelven tan arraigados en la maldad que ni siquiera se avergüenzan de mostrarse en público y alardear de su pecado. Por ellos, otras personas no sólo hallan ocasión de pecar sino que quedan seriamente dañadas en su alma, pensando para sus adentros: ‘Si los sacerdotes hacen esto, más lícito será que lo hagamos nosotros’.
Ocurre, así, que no sólo se parecen a la fruta del bierzo sino también a sus espinas, en el sentido de que éstos desdeñan ser movidos por la corrección y la advertencia. Piensan que no hay nadie más sabio que ellos y que pueden hacer lo que les parezca. Por lo tanto, juro por mis naturalezas divina y humana, en la audiencia de todos los ángeles, que atravesaré la puerta que ellos han cerrado de mi voluntad. Mi voluntad se cumplirá y la suya será aniquilada y encerrada en un castigo sin fin. Entonces, como se dijo antiguamente, mi juicio comenzará con mi clero y desde mi propio altar”.
Palabras de Cristo a la esposa sobre cómo Cristo es figuradamente comparado con Moisés, dirigiendo al pueblo fuera de Egipto, y sobre cómo los condenables sacerdotes, que Él ha elegido en lugar de los profetas como sus mejores amigos, gritan ahora: “¡Aléjate de nosotros!”
Capítulo 49
El Hijo habló: “Antes me he comparado figuradamente con Moisés. Cuando él guiaba al pueblo, el agua se sujetó como una pared, a la izquierda y a la derecha. De hecho Yo soy Moisés, figuradamente hablando. Yo guié al pueblo cristiano, es decir, abrí el Cielo para ellos y les mostré el camino. Pero ahora he elegido a otros amigos para mí, más especiales e íntimos que los profetas, en concreto, mis sacerdotes. Éstos no solo oyen y ven mis palabras, cuando me ven a mí, sino que hasta me tocan con sus manos, cosa que ni los profetas ni los ángeles pudieron hacer.
Estos sacerdotes, que Yo escogí como amigos en lugar de los profetas, me aclaman, pero no con deseo y amor como hicieron los profetas, sino que me aclaman con dos voces opuestas. No me aclaman con hicieron los profetas: ‘¡Ven, Señor, porque eres bueno!’ En lugar de esto, los sacerdotes me gritan: ‘¡Apártate de nosotros, pues tus palabras son amargas y tus obras son pesadas y nos resultan escandalosas!’ ¡Fíjate lo que dicen estos condenables sacerdotes!
Estoy ante ellos como la más mansa de las ovejas, ellos obtienen de mí lana para sus vestidos y leche para su refresco, y aún así me aborrecen por amarles tanto. Estoy ante ellos como un visitante que dice: ‘¡Amigo, dame lo necesario, que no lo tengo, y recibirás la máxima recompensa de Dios!’ Pero, a cambio de mi mansa simplicidad, me arrojan afuera, como si fuera un lobo mentiroso en espera de la oveja principal. En lugar de darme su acogida me tratan como a un traidor indigno de hospitalidad y se niegan a alojarme.
¿Qué hará entonces el visitante rechazado? ¿Se armará contra el anfitrión, que lo echa fuera de su casa? De ninguna manera. Eso no sería justo, pues el propietario puede