Los millones. Santiago Lorenzo
1
La cárcel de Palencia se llama La Moraleja. El nombre le hacía mucha gracia a Francisco García. El resto de reclusos no entendía el chiste, porque ninguno era de Madrid. La Moraleja es uno de los barrios más postineros de la capital.
Hacía tres semanas que la sala de Modelismo Ferroviario de la prisión albergaba la exposición «En-Cárcel-Arte 88». La componían treinta y dos cuadros realizados con todo tipo de material escolar (ceras, Plastidecor, rotuladores gordos y finos, témperas Pelikán, etc.). Malos a rabiar, parecían reírse de tantos cumplidos que recibían de los visitantes, destinados a que los presos se animaran, recobraran sus puntos de autoestima y sopesaran la posibilidad de dejar de delinquir.
Había un solo óleo en la exposición. Era distinto a todos. El cuadro representaba un reloj de pared, con sus agujas marcando las doce y siete, y debía de ser obra de algún recluso que se figuraba así sus días: a tiempo parado. Ocurría con el lienzo lo que a veces ocurre con cierta obra plástica de aficionados que se encuentra por bares, por domicilios particulares, por entidades de gestión: que la pintura, tras una pésima ejecución de manual, muestra la impronta de un espíritu derruido, que lame a pincel sin vigor alguno y que, plasmando así su cansancio desmochado, retrata la desesperación con cruda verdad. Con más exactitud, en definitiva, que el espabilado que durmió a pierna suelta, desayunó bien, se puso frente al caballete en soleado estudio y trazó con desparpajo su ejercicio de simulada angustia.
El tío del reloj de manecillas inmóviles no estaba para explosiones de ánimo, y pintó un cuadro desmotivado que lo mismo daba acabar que empezar de nuevo. Retrató un objeto que no estaba en ningún sitio, como si el propio autor tampoco estuviera en lugar alguno. Un homenaje al aburrimiento que al producir tanta lástima resultaba emocionalmente mucho más eficaz que tanta obra expuesta en galería. El pintor había escrito la marca Exactus en la esfera y había titulado Sin título a su cuadro, que ni para denominar Reloj a su pintura reunió ganas.
La idea de utilizar el infinitivo con pronombre para traer la palabra «arte» a la denominación de la exposición, con ser una baratez, había sido muy aplaudida entre los miembros de la dirección gestora. Pero los cuadros le daban igual a todos los internos. Sin título, sin embargo, fascinaba a Francisco. Quien hoy, treinta y uno de julio de 1988, tenía en vilo a los dieciocho reclusos que ocupaban la sala. A las 16:56 horas, Francisco se disponía a enchufar a red la toma de corriente general de la inmensa maqueta a escala 1:87, casi como el año en curso, que los inscritos en el Taller de Modelismo Ferroviario habían construido durante los ocho últimos meses.
Hoy estaba lista para su primer rodaje. Por aparente afán de exactitud, Francisco hizo tiempo con excusas tontas hasta que dieran las cinco en punto en su Casio de plástico: miró el óleo, comprobó que el mando estaba a cero, supuso un inaudible tic-tac al Exactus, se fue al enchufe de la pared, insertó el macho, volvió a la maqueta y acarició el transformador general.
—¿Vamos o no vamos? —preguntó un preso que tenía ganas de ver biela en movimiento.
—Todavía no. Se tienen que asentar las vías —mintió Francisco—. A en punto la ponemos.
2
Dos años y medio atrás, el quince de febrero de 1986, Francisco había cumplido los veintisiete. Ya llevaba dieciséis meses bajando todas las mañanas a las siete al bar CoyFer, como antes había acudido cada día al bar Tembleque, de la Puerta del Ángel, y antes al bar Reno, en Nueva Numancia. Siempre para hacer lo mismo.
Se colocaba en la barra del bar, a la altura de una baldosa con la esquina partida, y pedía un café con leche en vaso de caña con las palabras justas. Luego, con toda discreción, palpaba bajo el mostrador. Si no había tres chicles pegados, no pasaba nada. El día que sí los hubiera, sin embargo, tendría que ir a la papelera que había enfrente del CoyFer y hurgar un poco. Allí encontraría el material explosivo y las instrucciones precisas sobre cuándo, cómo, dónde y con qué fin habría de llevar a cabo aún no sabía qué acción. Sería su primera intervención directa tras años de fisgar bajo los tableros de aglomerado de los bares de Madrid. Hoy tampoco había chicles.
Francisco era del GRAPO, grupúsculo de acción armada que renqueó desde el mismo momento de su creación en 1975. Estaba fichado por la policía, por muy corto que fuera el alcance de sus cometidos. Prestando mucha atención y yendo sobre aviso, su foto podía localizarse en algunos carteles de ciertas comisarías de pueblo. Su cara venía en blanco y negro, y en un grupo de retratos de menor tamaño que el resto. Dentro de una supuesta jerarquía de peligrosidad, Francisco jugaba en división regional.
No era de extrañar. Lo más importante que le habían dejado hacer en la banda era lo de los chicles. Con eso y todo, y aunque hubiera sido destinado a actividades aún más banales, ya no tenía forma de dar marcha atrás. Aunque él apenas lo percibiera, sabía que en el GRAPO le tenían tan controlado a él como él tenía controlados los bajos de la barra del CoyFer. No se sabía cuántos miembros quedaban en la banda en 1986, no se sabe hoy, pero para Francisco la única forma de dejarlo era morirse de viejo: porque todos seguían en búsqueda y captura, y porque ningún cuadro del GRAPO («mis generales», los llamó un dirigente en plena negociación con Interior) iba a permitir ventoleras de deserción.
Dedicado a esta tarea de enlace, Francisco no conocía a ninguno de sus compañeros. Sólo a José Ramón Pérez Marina.
Pérez Marina era el fundador del Grupo de Montañismo «Pico Almanzor», en el que Francisco ingresó en 1973. Se montaba unas excursiones fenomenales. En 1979, y a instancias de Marina, Francisco ya estaba encuadrado en la estructura informativa del GRAPO. Le vio por última vez en 1981. De él sólo sabía que continuaba en la clandestinidad, en activo, con nombre falso, y que por las tardes se dedicaba a restaurar objetos religiosos en cierta iglesia de cierta ciudad castellana. Paradero tan secreto que Francisco se borraba de la cabeza el nombre de la tal ciudad cada vez que su memoria lo escribía en su mente.
El CoyFer era un ajado local de los que se llamaban «de viejos», cuyos dueños, Fermín y Concha, no conseguían reunir fondos para emprender la reforma de la decoración, por más que ahorraban. Los cuatro paneles de formica gris recién instalados eran insuficientes para darle el aire limpito que ellos anhelaban. Cada silla era de una familia, y el mural que cubría la pared de barra estaba repleto de bobadas bienintencionadas: la colección de llaveros, el póster del perro disfrazado de camarero con gafas de Blues Brothers, el bote de propinas que regalaba Canada Dry, la garrota CONTRA MOROSOS y mucha grasa por las paredes.
A las siete de la mañana lo ocupaba parroquia trabajadora, que ya empezaba a traer el bocadillo del almuerzo en papel Albal (lujo poco antes impensable). Se bebía mucho solysombra y un mejunje que habían puesto de moda los trabajadores de la subestación eléctrica de Tetuán: el trifásico, a base de gaseosa, ginebra y chinchón, tres bebidas blancas como los enchufes de la pared. El CoyFer olía a bar español, un aroma que ni cambia ni remite, así pasen las décadas.
Quedaba en el cruce de las calles Bardala y Plátano, en pleno barrio de la Ventilla. En 1982, el gobierno municipal de Tierno Galván había aprobado el plan para borrar la barriada con una goma y edificarlo todo de nuevo sobre su misma planta. No obstante, eran aún muy pocas las transformaciones operadas en ese núcleo de aluvión noroccidental en el que los emigrantes del cuadrante noroccidental de la península (Madrid detiene a sus oleadas humanas en el punto al que arriban) se construyeron a mano sus propias vivienditas. Así que la Ventilla aún se parecía mucho a como fue concebido por sus improvisados creadores, que no la concibieron de ninguna manera.
Lo que nunca ha cambiado en el barrio es la triste emoción de sus vacíos. Nunca hay nadie por la calle, como si hubieran arrojado esa bomba de neutrones que acaba con las poblaciones pero que respeta los edificios que ya no van a cobijar a nadie.
En el CoyFer, la conversación apenas abandonaba el género de la tarugada, a base de exponer tenues sandeces para confirmar que no se está solo («trabajas menos que el muñequito rojo del semáforo»,