Los millones. Santiago Lorenzo

Los millones - Santiago Lorenzo


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gracias a un Interviú que se encontró debajo de un coche y al que ya habían mutilado las fotos de los reportajes menos politológicos. El sello interurbano costaba dieciocho pesetas, el sobre cinco, y las producciones audiovisuales, novecientas noventa y cinco, incluyendo gastos de envío. Solicitó.

      A los ocho días le llegó el aviso de Correos: el paquete ya estaba en la oficina de la calle Pinos Alta. Francisco trabajó a toda prisa el viernes y, con el rédito productivo obtenido, se tomó media hora de la mañana del sábado para ir a la estafeta. Mala idea, porque la afluencia de público era notable a pesar de que sólo eran las ocho de la mañana. Algo que ya de por sí era preocupante, estar con otras personas en recinto cerrado, devenía en sangrante ante la expectativa de que pidiera su envío y apareciera el funcionario con un paquete repleto de referencias al contenido: una pera con corazones, «Cine para ver solo», una lengua babeante, dos chicas poniendo caras, cosas así.

      Francisco se colocó a la cola de la ventanilla de entregas, atendida por dos funcionarios. Uno de ellos era un necio de risa fastidiosa que había librado la semana anterior. El otro, aquel que le sufría.

      —¡Que qué tal las vacaciones, me pregunta el hijo puta! ¡Pues cortas, joder, cortas! —gritaba.

      El de Correos encontraba graciosísima su ocurrencia, se reía atronando la oficina de simpatía personal en el trato y le daba pescozones al de al lado, que se lo permitía porque tenía menos trienios. Despachaba jacarandoso y con celebración de los clientes, que le llamaban por su nombre y le decían afables «¡Desde luego, qué cabrón!».

      —¡¿Eh?! ¡¡Cortas!!

      La cola avanzaba. Francisco sudaba de apuro, componiéndose en la cabeza las cuatro posibilidades de vergüenza: inscripciones o no en el paquete; cartero asqueroso o discreto; y su combinatoria. El funcionario cachondo trayendo un envoltorio repleto de marcas era lo peor. El sujeto normal entregando un envío sin más mácula que el nombre del destinatario, lo mejor. Le tocó el payaso.

      —Hola —dijo Francisco después de tragar la saliva que no quería que se le pusiera en la garganta cuando tuviera que hablar.

      —El resguardo —exigió el chistoso.

      Francisco dejó sobre el mostrador el documento y el dinero, que ya había separado en su cantidad exacta para abreviar un trámite que podía ser tan humillante.

      El funcionario leyó el resguardo. Por un momento pareció que iba a poner las pegas que inventa el que quiere prolongar la charla para ahuyentar su aburrimiento. Pero optó por meterse en el almacén sin dejar de soltar sus chorradas, que llevaba horas desgastando pero que seguirían pareciendo recién concebidas mientras continuaran llegando nuevos parroquianos como público renovado.

      —¿O dónde has visto tú si no unas vacaciones que sean largas?

      Francisco empezó a temblar. Podía imaginar todas las gracias que le iba a dedicar el saleroso como encontrara motivo para pasar un ratillo divertido a su costa por los cromos de su paquete. «Te ha escrito la prima del pueblo, que te manda los videos de la comunión», «Mira qué cine-fórum te vas a marcar, con debate luego», o, matando dos pájaros de un tiro, espetándole al de al lado: «Aprende de tu hermana. Ella haciendo películas y tú un puto cartero».

      Intentó subir el ánimo pensando que, como le había parecido oír en la radio, la sociedad española andaba mucho más suelta últimamente con lo de follar («es por la democracia»), pero Francisco no había notado nada. Le habría sido imposible tratar con aquel bocazas todos los detalles sobre que si «firme aquí, ponga la fecha de hoy, no ponga la de mañana que mañana es domingo y no estamos, ja, ja» delante de un paquete que llevara por fuera todo lo que Francisco se quería meter para adentro.

      Pero todo fue bien. El funcionario regresó con un bulto muy discreto: una caja de cartón kraft con una ancha banda naranja y el bendito rótulo «Promociones Postales, S. A.» como todo remitente. El de Correos miró el paquete por abajo, para que pareciera que la suya era una ciencia inasible, y luego se dirigió a Francisco.

      —Deme el DNI.

      El enlace clandestino e indocumentado respingó. Recogió su dinero y su resguardo, por no dejar señas, y se fue a la carrera sin decir nada, pero absolutamente nada, dejando al cartero guasón demasiado perplejo como para ponerse a componer chistes nuevos. Ya a la una de la tarde, al funcionario se le ocurrió otra lerdez a cuenta de la anécdota con el cliente que se escapó por piernas («¡Si es que van como locos¡ ¡Si es que van como locos! ¡Si es que van como locos!»), con la que llenó otra media hora de tedio. A las ocho y diez de la mañana, sin embargo, y mientras las suelas de sus zapatos levantaban polvo en el enlosado de Correos, Francisco sintió que terminaba sin empezar su sueño de amor, porque no cabían caricias con alguien que, como él, no existía.

      Con las manos vacías, llegó tristísimo a la marquesina del autobús para que el 49 le llevara de nuevo a la nave. Había fantaseado con una mañana de anhelo en el taller, una labor morosa y unas horas alargadas como un cable, un fin de jornada un poco adelantado y un regreso a casa sin paradas. Un vaso de agua para ver el espectáculo y un calcetín viejo para lo suyo. Muchos Rex muy cerca. Poner la tele, dar a los botones, mirar a las intérpretes... No iba a haber nada de eso.

      Encendió un pito y miró hacia Bravo Murillo en sentido norte. Volvió a ocurrir lo que le pasaba siempre: nada más prender el cigarro, el 49 apareció grandón, obligando al despilfarro de tabaco. Le daba vergüenza descapullarlo para fumárselo después, porque iban a pensar los demás que era un rata. Miró a ver si había gente en el entorno de la marquesina, porque si había poca, animado por la contrariedad recién sufrida, le pensaba echar audacia, apagarlo y guardárselo para cuando llegara al taller.

      Sólo había un señor. Que, tan serio, llevaba bajo el brazo una caja de cartón kraft con una ancha banda naranja y el rótulo «Promociones Postales, S. A.», impreso en el anverso. Una caja tan discreta, sin marcas, que el paisano llevaba con la confiada naturalidad de quien saca a su nieta a pasear. A Francisco le entró un poco la risa.

      —Mira ese. Qué llevará ahí, dentro de esa caja tan poco elocuente —se decía a mala baba mientras se deshacía de la brasa del Rex.

      El suceso de Correos le devastó el ánimo. Pero a mediados de marzo, quizá por la insatisfacción de la pornocuriosidad frustrada, Francisco se encorajinó. El viernes catorce, día de cobro, mientras volvía a casa por la tarde en el 49, Francisco cayó en la cuenta de que, a una mala, conservaba sus 3.227 pesetas intactas. Se encontró guapo viendo las cosas por el lado bueno. Confortado por el descubrimiento, dejó pasar una parada, y otra, y otra. En Plaza de Castilla cambió el 49 por el 147, y cruzó medio Madrid mientras valoraba la belleza del optimismo.

      El autobús llegó a Callao, su fin de trayecto, y Francisco se sintió capitalino. Bajó, compró un Bony, se lo comió y, eufórico quizá por el azúcar, decidió del todo que iba a regalarse un tren eléctrico.

      Cogió Gran Vía, un Bravo Murillo a lo bestia, y, por la acera de los impares, llegó al Bazar Mila. Avergonzado por su afición infantil, se asomó al escaparate con cara de estar mirando los puzzles para adultos. De reojo, vislumbró dos equipos de trenes en exposición, con máquina, transformador, circuito en óvalo y tres vagones cada uno.

      El embalaje del de la izquierda traía sus rótulos en alemán. A través de su ventana de acetato, Francisco podía distinguir los remaches de la caldera de la locomotora, las tampografías de los vagones de mercancías y los manillares de las portezuelas de los coches de pasajeros, tal era su grado de detalle. La caja del otro, una referencia española de marca Magic-Tren, daba idea de un trabajo mucho más basto. El plástico de sus unidades parecía más gordo, las vías eran más toscas y las inscripciones ferroviarias de los vagones eran pobres pegatinas impresas con colores excesivos.

      Podía comprar el alemán sólo si cosía casi cinco mil ochocientas camisetas más durante la próxima semana, lo que mandaba la caja al infierno de los apeaderos. El precio del tren nacional era de 4.445 pesetas. Decidido a no quedarse sin regalo de cumpleaños, pues llevaba ya suficiente desaire del destino


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