Los millones. Santiago Lorenzo
casa, como cuando jugaba «a dar» en las escuelas, pero la calle era un parchís donde entrenarse escondiéndose, driblando las miradas, huyendo sin apretar el paso y despistando a todo eventual espía de banda armada o a todo agente de la ley.
Le pasmaba el inmenso muestrario de personas y cosas que Bravo Murillo exhibía cada tarde. Pero andar por la calle, con ser apasionante, era exponerse a que quien fuera, de la autoridad o de la propia célula, le reconociera, le siguiera, le acotara, le detuviera. Así que siempre iba atento a todo. Veía a una chavala. La seguía. La evitaba de golpe. Veía a un municipal. Suponía que le había reconocido como miembro del GRAPO. Le daba esquinazo. Igual el policía ni se había fijado en él. Daba lo mismo. Francisco bruñía su invisibilidad para cuando vinieran peor dadas. No era paranoia. Era prudencia. Ya le hubiera gustado a él que sólo fuera paranoia. Se enamoraba de su habilidad para dominar la situación de sí mismo y de todo lo que le rodeara en su radar mental, y de su maña para evitar a todo aquel a quien tuviera en veinte metros a la redonda durante más de tres minutos. En siete años jamás había levantado una sospecha y nunca había pasado nada. A todo este oculto meneo sobre las casillas de Madrid, Francisco lo llamaba «hacer el deporte».
En caso de mosqueo (una mirada directa a los ojos, una interpelación preguntando por el metro, un somero contacto entre un codo y una manga), Francisco se metía en cualquier sitio a esperar. Lo más indicado era entrar en esa clase de lugares en los que todo el mundo puede estar mirando a algo sin que se le haga raro a nadie: la iglesia de San Francisco de Sales, simulando admirar las cenefas (se llamaba como él. En traducción de guasa del inglés, se repetía para sí «San Francisco de Ventas, San Francisco de Ventas» cuando andaba inquieto). El mercado de Maravillas, simulando husmear entre los puestos (olía a pescado y a serrín, como pinos en la playa, como peces jugueteando entre las cuadernas del pecio). La trasera de los quioscos, simulando mirar las revistas (a otra escala, pero los paneles de metacrilato con sus portadas eran iguales que un álbum de cromos).
Paradójicamente, la mejor forma de huir era estándose quieto. Las marquesinas del autobús, simulando esperarlo, eran la óptima opción: dotadas de asientos, de espaldas a la acera, a usar durante la hora larga que un mismo conductor podía tardar en pasar de nuevo y extrañarse, con planos urbanos a los que dirigirse para pretender la consulta de un trayecto mientras se estiraban las piernas y se estudiaba Madrid. Eran tan excelentes las marquesinas que desde hacía meses las usaba sin motivo de seguridad mediante, sólo por la generosidad con la que le permitían permanecer en la calle sin más, pensando en sus cosas mientras le daba el aire, como si fueran los paraguas de sus reflexiones.
Sobre todo, eran gratis. La abundancia de bares en Madrid habría hecho interminable la lista de escaques de seguro de este tablero. Pero en 1986, un café con leche o una caña de cerveza en los establecimientos de los barrios populares de la capital costaba cincuenta pesetas. Y ganar 16.000 pesetas mensuales significaba entonces disponer de muy, muy poco dinero, por muy 1986 que fuera.
1.300 pesetas se le iban en los veintiséis cafés que tenía que tomar al mes en el CoyFer (Fermín y Concha cerraban los domingos), con los dedos husmeando por los bajos de la barra. Otras 1.300 le costaba un mes de autobús, si tiraba de bonobus y siempre que algunas mañanas, de ida, se fuera a la nave a pie. En verano ahorraba 1.000 o 2.000 pesetas, porque con la anochecida demorada la vuelta no era tan escalofriante. Era para él su paga extraordinaria de vacaciones, y recorría la distancia entre su casa y el taller pensando en el céntimo y pico que ahorraba por cada zancada. Fumar le salía por 1.650, siempre que comprara el tabaco en el estanco (nunca en bares) y siempre que no sobrepasara el límite del paquete de Rex diario (había un margen de premio si fumaba menos). Cogiendo un cartón le regalaban un mechero («para que los pitos sean operativos», decía el estanquero). Probó con labores menos exquisitas, pero se le atrancaban las vías respiratorias y al tomar aire sonaba que daba miedo.
Comía lo que podía. Inventiva, mayormente. Sólo compraba sucedáneos y alimentos de gama baja, pero sacaba un excelente partido al aceite de girasol (en el que maceraba un ajo), a la achicoria (que mezclaba con canela), a la margarina (a la que añadía panchitos picados) y a la cabeza de jabalí (que mejoraba mucho con un golpe de llama). El agua de las latas de pimientos y alcachofas era la base de todos los caldos, y el hígado, el tocino, las mollejas y las cabezas de pescado, productos tan asequibles, eran la sustancia de tantos guisos. El perejil, que entonces era gratis, lo aderezaba todo.
Adornaba las sopas de sobre con todo aquello que estuviera a punto de estropearse: pan duro, que freía en el aceite de la lata de atún (si la sopa era de vegetales), y tiras de pollo, que despegaba de la carcasa poniéndola a hervir después de comérselo frito (si la sopa era de carne). Fabricaba su propia mermelada cociendo ralladura de cáscara de fruta con agua y azúcar. Empapando en leche las áridas galletas Reglero, se componía una base para pastel que quedaba muy bien recubierta de natillas, si las hacía muy espesas. Cuando se acababa el Tulicrem, imitación de la Nocilla, echaba leche caliente a la tarrina. El calor deshacía los restos a los que el cuchillo de untar no llegaba y obtenía algo parecido a un Cola-Cao.
De todo ello resultaba un gasto diario en alimentación de 250 pesetas (4.500 pesetas al mes). Aunque el domingo, por festejar, compraba en una panadería de la calle Veza una bolsa de patatas fritas Leandro y una botella de dos litros de refresco Blizz Cola (468 pesetas más).
Siempre tuvo muy presente que, al decir de Cicerón, «El mejor cocinero es el hambre». Máxima que nunca dejó de figurarse en letras de oro, por tan cierta la tuvo durante toda su vida, y que reducía a cenizas de ridículo tanto afán por la vida exquisita a la que tanta gente empezaba a adscribirse con devoción idiota. Especialmente, entre tantos dirigentes de última hornada, enseñando todo el pelo de la dehesa, hijos e incluso hermanos menores de nobles campesinos cuya dieta sólo tenía un capítulo («comer lo que haya») y que ahora disfrutaban mareando a los camareros con que si la temperatura de servicio, o impresionando con los puntos de cocción a otros gañanes y palurdas del sexo que apetecieran.
Contaba con una partida mensual para aseo de 200 pesetas: llegaba para una pastilla de jabón Nelly, seis rollos de papel de váter y un tubo de FluorDent. Llevaba el pelo a cepillo (él mismo se ocupaba de cortárselo con sus propias tijeras), con lo que el gasto en champú quedaba conjurado. Se afeitaba a brocha sin brocha, frotándose la cara con los trocitos de jabón de manos que, tras su uso, ya no servían por su tamaño para nada más. Si el pedacito de jabón hacía espuma, bien. Si no la hacía, era que la barba no estaba todavía tan crecida como para tener que rasurarla. Bien también. Era grotesco que Francisco se perfumara, si no trataba con nadie. Pero así lo hacía, por divertirse con la idea de exhalar una fragancia sin nariz a la que cosquillear. Una botella de litro y medio de Nenito, que remedaba bastante bien a la colonia de baño Nenuco, costaba 99 pesetas, y bien podía durar medio año.
Fregaba los cacharros con lavavajillas Flou, pero el jabón para la ropa se lo fabricaba él mismo, cociendo la manteca de los torreznos, mezclada con sosa, en una sartén. El gasto en estropajos, bayetas y fregonas estaba incluido en los cuarenta duros, si bien prorrateado a lo largo de los doce meses del año.
O alguien del grupo pagaba las facturas, o nunca se dio de alta ningún servicio. Jamás llegó recibo alguno. Ahorraba mucho dinero a quien fuera, porque el agua y la luz sólo fluían cuando fluían. La calefacción sí que era ecológica, porque no había. Sólo el infiernillo que destinaba a cocinar valía como radiador. Su potencia era pobre para tanto propósito, por lo que, en invierno, Francisco andaba por casa abrigado con tres o cuatro camisetas de las de San Fernando (Cádiz). Como eran para él, se las había cogido del montón de las que ya llevaban cosida la etiqueta de Benetton, y así iba de marca por su domicilio.
No tenía a quien llamar, y eso era malo. Pero así se ahorraba el teléfono, y eso era bueno. Había uno colgado en una pared. Nunca tuvo línea, por lo que su desembolso en telecomunicaciones jamás causó estropicio. Él hubiera preferido tener a alguien con quien hacer un poco de gasto, de vez en cuando.
Redondeando, «que tampoco hay que ser un tiquismiquis», Francisco gastaba 12.420 pesetas al mes. Comoquiera que el llamado Julio, en nombre de quien fuera, le remuneraba con 16.000 pesetas por el mismo período, el clandestino contaba con una suma para gastos