Los millones. Santiago Lorenzo
en los que se iba gastando el dinero.
Al volver, apuntaba lo derrochado y lo restaba a las 3.580 pesetas con las que contaba mensualmente para este capítulo de antojos. El día treinta, o treinta y uno, comprobaba cuánto había ahorrado. Hacía mucho tiempo que sabía que toda esta minuciosidad no tenía nada que ver con el control de sus recursos, sino, sobre todo, con la necesidad de balizar el mar de días en el que vivía, echando mano de magnitudes mensurables (número de pesetas, cantidad de horas, porcentaje de superávit, media, mediana y moda) que acotaran con su exactitud toda la maraña de naderías en la que pasaba su existencia.
El apartado de dinero en mano para eventualidades era su gloria, quizá la única región de su vida en la que hacía lo que le parecía conveniente, y que controlaba guardando y | o derrochando según considerase. Esa gamba o libra (moneda de cien) con su pico puntiagudo («como quien dice, ciento veinte pesetas») era su cuota diaria de placer.
Por aquellos días empezaron a aparecer las primeras tiendas «todo a cien», lo que suponía que, en una semana comercial normal, Francisco podía reunir un colador, un pack de tres cajas de cerillas, una lata de betún, una baraja para solitarios, un plato llano nuevo y tres paños de cocina, sin salirse del presupuesto y ahorrando además las 19,33 del pico. Que, multiplicadas por los seis días de tienda, daban 115,98 pesetas salvadas: las mismas que permitían una nueva visita de propina, como si fuera esto la bola extra del pin-ball. Como muchas veces volvía a casa con las 119,33 pesetas íntegras, iba haciéndose con un fondo que le permitía comprarse una muda cada dos años, una camisa cada tres, unos zapatos cada cuatro y un jersey cada cinco.
Los balances iban encajando, pero también había dislocaciones en el sistema. Como todos sus cálculos pecuniarios estaban trazados sobre la base de tabular treinta días al mes, el decalaje contable venía de la mano de enero, de marzo, de mayo, de esos siete meses traidores que febrero ayudaba a neutralizar. En total, cinco días de más cuya financiación solventaba con heroicos ayunos que, se esforzaba en creer, solidificaban los cimientos de su carácter. Siempre llevaba todo su dinero consigo: el bloque, en la cartera negra; sus lascas, en el bolsillo derecho del pantalón.
La gente tiene cuidado de sus cosas de natural. Han de durar porque si no hay que reponerlas. Pero si a Francisco se le rompía un cristal de la ventana o la rodillera de un pantalón, no le quedaba más remedio que quedarse sin ello. Si le dolía una muela, a esperar a que se le pasara. Tenía que cuidar sus cosas como quien cuida de su perro o de su hijo: como lo que es irreemplazable. Aunque, siempre y cuando anduviera al quite, nada tenía por qué romperse. Mientras actuara con celo y cuidado, todo duraría dentro de aquel piso lúgubre de la Ventilla.
Ingresos y gastos iban quedando compensados sin fallas abruptas. Pero hubo, no obstante, días de hambre. En ocasiones, según se despendolara y según el nivel de inconsciencia que le echara a la vida, pecaba de manirroto. Otras veces, el llamado Julio se perdía, o venía sin nada. Semanas hubo en las que el trabajo le cundía poco, porque le entraban sofocos y tenía que levantarse de la máquina de coser e ir a meneársela. Luego lo notaba, para mal, en las liquidaciones. Entonces sobrevenía el hambre.
El hambre era incómodo, pero había trucos. En el CoyFer ya sabían que Francisco tomaba el café con dos azucarillos (entonces era muy común el cubito de azúcar). Uno se lo echaba al café. Chupar el otro a la hora de la merienda engañaba el apetito muy eficazmente y procuraba una cierta energía para pasar la tarde. Seis chicles Cheiw (treinta pesetas) metidos en la boca de golpe podían sustituir a una cena. A la hora de acostarse, dejaba la bola de goma ya insípida junto al fregadero de la cocina. A la mañana siguiente el chicle había recuperado su sabor, milagro que muchos conocerán. Ardides como comerse las uñas, irse a dormir o intentar coger fiebre, que la fiebre quita el apetito, también estaban entre sus recursos.
Lo que echaba de menos era el lujo de coger el periódico. La prensa le fascinaba, pero sus balances se descuadraban si la compraba más de cuatro veces al mes, y nunca en domingo. Sospechaba que la quiosquera se olía su indigencia, porque cuando no tocaba lujo y sólo iba a comprar un chicle para desayunar, ella le inquiría con retintín.
—¿Y hoy de prensa no lleva nada?
—Es que ya la he cogido esta mañana. En otro quiosco, vamos.
Cuando sí tocaba, el diario daba para muchas distracciones, una vez leído. En el mapa del tiempo se tenía a la vista toda España, para viajes imaginarios. La sección «Fallecidos en Madrid» traía los nombres de los muertos del día anterior, con sus edades consignadas. Sin mirar, Francisco pintaba un punto al azar sobre la ristra de finados e imaginaba que un adivino le auguraba los años que tendría al morir (los del pobre sujeto sobre el que cayera el punto). El juego le ponía de buen humor, porque le solían salir edades avanzadas. Tachando ciertas letras a las palabras, resultaban frases que se le hacían chocantes. Modificar a lápiz las fuentes de luz de las fotografías le era muy gratificante. Jugaba a la bolsa en el conglomerado accionarial de Cerrajera, y seguía los tanteos de ganancias y pérdidas con toda atención. Si un día ganaba un entero, tenía el presentimiento de que las cosas evolucionaban para bien. Muchas veces, Cerrajera perdía dividendos.
Poder coger dos o tres periódicos a diario, más algún semanario de información general y alguna revista mensual de temática específica, debía de ser como estar en el mundo, con todos al lado. Es muy posible que fuera esta sensación de apego lo que le hiciera babear por la letra efímera.
Había un segundo artículo al que le hubiera gustado aficionarse, pero al que le parecía ingenuo aspirar. Francisco sentía verdadera devoción por los trenes eléctricos. Eran carísimos. Así que sólo le alcanzó para un juego de seis postales de tema ferroviario. Se las había encontrado un domingo en el Rastro, a las cinco de la tarde, la hora a la que los de los puestos ya se han ido y han dejado tiradas las sobranzas a las que ni siquiera ellos encuentran valor de cambio. Se barruntaba que su pasión por los trenecitos tenía que ver con la imposición de orden que le transmitía el movimiento inmanentemente canalizado por los raíles. O con la perfección perpendicular de estos con las traviesas. O con la majestad de las locomotoras, de inmenso poderío, condicionado sin embargo a la disciplina de la línea trazada en el tendido férreo. O con la lógica de los motores, rotando a una señal eléctrica dispensada desde un mando de plástico. Lo más seguro es que esta debilidad tuviera su raíz en las ganas que tenía Francisco de que alguien o algo, persona, animal o cosa, le hiciera algún caso cuando se dirigiera a él.
Y un tercer sueño: dar clases de Historia en un instituto. Tal anhelo le entretenía sobremanera. Imaginarse contando la de Vercingetórix contra Roma le ponía de buen humor. Aún no se percataba de que lo que en realidad deseaba era andar por ahí con los chavales, adolescentes animosos con toda la energía por transformar. Hacerles bromas si les pillaba fumando, perdonarles las faltas leves con simpatía, condescendiendo cuando procediera. Aprendiendo él de ellos, que estaban siempre contentos, pegando esos brincos y esas carreras con vigor envidiable. Prensa, trenes, clases. Estas eran sus tres ilusiones. Cortas, modestas, como las que en vez de soñarse se padecen.
Lo grande fue que, a base de llevar las cuentas, de prever remanentes, de planificar gastos e ingresos y de vigilar los convolutos, Francisco se encontró con que, a mediados de los ochenta, tenía ahorradas 3.227 pesetas. Las caminatas del verano (alguna hubo en invierno) y su indesmayable control de cada desembolso, su cuidado de los bienes y su pericia a mayores para los asuntos domésticos, algún hambre postergado y su conciencia de austero soldado, habían obrado el milagro. Se cortó de cogerse una manta de flores que tenía vista en un escaparate de la calle Jaén y, el martes dieciocho de febrero de 1986, decidió tirar la casa por la ventana, que para eso había cumplido años tres días atrás.
3
Hacía seis años que no estaba con una mujer. Habría sido peligroso. Las ansias se las pasaba como podía, pero había ido olvidándose de los momentos de besos, ya tan lejanos, y apenas conservaba en la memoria ninguna fotografía de cuando trató con chicas de verdad en el Grupo de Montaña «Pico Almanzor». Le faltaba el referente real que acolcha toda fantasía.